Quiso comerse la vida y la vida se lo comió. Devoraba perros calientes, fumaba puros, bebía por yardas y se acostaba con todas las mujeres que se le atravesaban.
Era un buenazo; la fama le incomodaba y con el primer salario que ganó se compró una bicicleta para recorrer las calles de su natal Baltimore, adonde había llegado como de jonrón el 6 de febrero de 1895.
Más de medio siglo después –el 13 de junio de 1948–, encanecido prematuramente, apoyado en un bate como bastón, tambaleante y del brazo de su esposa, subió a la lomilla del Yankee Stadium para recibir el postrer tributo de una fanaticada estruendosa, convencida de que esa sería la última vez que vitoreaba a Babe Ruth, en la casa que él ayudó a construir.
Unos años antes fue al médico porque sentía la mandíbula tiesa; el lado izquierdo de la cara lo tenía como de cemento y a duras penas tragaba y sostenía los cigarros.
Los matasanos le sacaron del cuello un tumor enorme, pero la raíz del mal estaba agazapada detrás de la nariz y ahí siguió, taladrando la existencia del atleta del siglo XX, según Associated Press .
Carcomido por dentro, el gigante del béisbol recorrió casi todo el país en una gira de 80 mil kilómetros; las multitudes salían a recibir a su héroe, aunque este estaba en el ocaso.
Las fuerzas lo abandonaron. The New York Times , en un editorial de primera plana, planteó la enfermedad de Ruth como un caso de interés mundial, y las morenas de la prensa olieron la sangre fresca.
Derrumbar ese roble fue tarea difícil para la muerte. Un mes antes de fallecer, un sacerdote le administró los santos óleos y cinco días más tarde fue al estreno de la cinta The Babe Ruth Story. Entró al cine en brazos de dos fortachones; solo resistió media película.
Tres veces al día los periódicos y la radio emitían partes médicos sobre su endeble estado de salud; miles de personas velaban en las afueras del Memorial Hospital, en el East Side.
Al atardecer del 16 de agosto de 1948 ocurrió un suceso inesperado. Como rejuvenecido saltó de la cama, caminó de un lado a otro tal como lo hacía antes de salir a la caja de bateo y su amigo Bob Considine le preguntó: “¿Adónde vas, Babe?” y este le contestó: “Me voy a ir a ese valle”.
En la noche entró en estado de coma y murió. Tenía 53 años. Más de 700 mil personas desfilaron ante su féretro en el Yankee Stadium y su camisola número tres fue retirada del campo de juego.
Bajo una lluvia intensa unas 75 mil personas acudieron al sepelio en la Catedral de San Patricio; otros miles fueron hasta el Westchester County, donde fue sepultado en el cementerio llamado A las puertas del Paraíso.
Amable, generoso, amigo de todos. Dentro y fuera del campo de juego era un espectáculo; desde los niños hasta los ancianos, cualquiera era digno de sus atenciones y de sus bromas.
El gran bambino
Sobre la pequeña lomita del campo de juego, aquel gigantón de 1,88 cm lanzaba cada pelota como una bala de fuego. A su espalda, Jack Dunn –mánager de los Orioles de Baltimore– le gritó: “¡Oye muchacho!, sigue así que pronto estarás en las Grandes Ligas”.
En la banca los otros jugadores cuchicheaban entre sí: “Tengan cuidado que ahí esta el bebé de Jack “. Así, George Herman Ruth pasó a ser “Babe Ruth”.
Atrás quedó George; el niño lastimado por la vida que se crió en un orfanato; que aprendió a ganarse la vida como vendedor de golosinas, peón de construcción y repartidor de leche. Nunca más sería pobre.
Como es usual, la leyenda sustituyó a la realidad, y los expertos discrepan sobre si Babe era o no huérfano; pero eso son bizantinismos.
Los padres de Babe, George y Kate, procrearon ocho hijos pero solo sobrevivieron dos, uno de ellos nuestro héroe. Al parecer los progenitores regentaban una cantina en uno de los barrios bajos de Baltimore, y el pobre infeliz vivía solo en la parte alta de la taberna, a expensas de sus menudas fuerzas de párvulo.
Hasta los siete años Babe fue un salvaje; no cursó la escuela y gastaba el día calle arriba-calle abajo, en pandillas infantiles y mascando tabaco. Unos aseguran que a esa edad el pequeño George limpiaba las mesas de la cantina y se armó un zafarrancho; las sillas volaron y los parroquianos rompieron las mesas, alguno sacó un arma y… llegó la policía.
Cuando el lugar se despejó encontraron al pequeño George debajo de la barra; como el padre no pudo dar mayores explicaciones las autoridades lo remitieron al Orfanatorio St. Mary’s Industrial School for Boys.
De ahí salió hasta que cumplió 21 años; para su buena suerte sus padres lo olvidaron y conoció al hombre que cambió su vida y le dio sentido: Matías Boutlier, un sacerdote católico, que asumió el rol paterno.
Resulta que en ese centro cosían las camisas para las empresas que proveían uniformes a los equipos de béisbol. Así, el hermano Matías despertó en Babe su vocación por ese deporte.
En el equipo del colegio jugó en todas las posiciones, en especial como lanzador. A los 18 años lo entrevistaban para los periódicos locales y los monjes, impresionados por su talento, invitaron al dueño de los Orioles para que le echara un ojo al prospecto. Dunn lo vio y descubrió a una estrella... lo fichó de inmediato.
Rey del jonrón
Una crisis económica obligó a Jack a deshacerse de varias de sus estrellas, entre ellas Babe, quien se fue a los Medias Rojas de Boston, que por esos años comandaba Joseph Lannin. Por apenas $25 mil logró un combo que incluía los servicios del lanzador Ernie Shore y el receptor Ben Egan.
El físico de Ruth era lo menos parecido al de un deportista y jamás al de un atleta. Tenía una oronda barriga de chichero, tronco de leñador y piernas de titiritero; lento para correr y con movimientos caricaturescos.
A los 21 años debutó en la Serie Mundial y lanzó el cuarto partido contra los Brooklyn Robins; dos años después volvió y estableció una marca de lanzamientos que duró 43 años imbatible.
Si bien era uno de los astros del equipo, el nuevo propietario –Harry Frasee– decidió venderlo a los Yankees de Nueva York, para juntar dinero y montar una obra de teatro. Cobró $125 mil y fue el peor negocio de la historia de las Grandes Ligas porque, como confesó Babe, “mis famosos batazos sobre las cercas, que llevaban la potencia de cohetes, estaban por venir”.
Debido a esta operación los Medias Rojas cayeron fulminados por la “Maldición del Bambino”, que los tuvo en el abismo y tardaron 86 años para ganar otra Serie Mundial, en el 2004.
Fue en esa casa que él ayudó a construir donde alcanzó la inmortalidad como bateador y llegó a ser la primera figura mediática del deporte en Estados Unidos.
Babe se dedicó a pulverizar marcas. En 1920 conectó más jonrones que todos los otros equipos juntos; en 1921 colocó 59 cuadrangulares, impulsó 171 carreras y anotó 177.
Su fama atrajo a las graderías a más de un millón de fanáticos y empujó a los Yankees a construir un estadio en 1923, financiado con la taquilla generada por su estrella. La obra era monstruosa para la época, tenía tres niveles y podía albergar a 74 mil espectadores.
Ese año vencieron a los Gigantes y ganaron su primera de 27 Series Mundiales; con Babe al frente en 1927 la alineación era tan poderosa que la llamaban el Escuadrón de la Muerte; en ese año, de 110 juegos, solo perdieron 44.
Por si fuera poco, además de estallar las pelotas de béisbol contra las cercas, en ese año se vendieron 2.5 millones de perros calientes. Babe se atipó 15.500.
El mundo le sonreía y con el comediante Harold Lloyd filmó Speedy en la cual el bufón hacía de chofer de taxi y llevaba de pasajero a Babe, zigzagueando por medio Nueva York para trasladar al jugador hasta el estadio. Eso si fue un batazo porque la gente acudió en manadas a ver a sus dos ídolos en la pantalla.
La carrera de Babe Ruth abarcó 22 temporadas; logró 12 títulos de máximo jonronero; bateó un promedio de 46 vuelacercas por año, entre 1920 y 1933. Se retiró dos años después y pegó tres batazos demoledores.
Travieso, maleducado, irresponsable fueron las losas que cargó toda su vida; tal vez por eso nunca le confiaron la dirección de los Yankees. En Cualquier otro día , un libro sobre la ciudad de Boston de aquellos días escrito por David Lehanne, se relatan las aventuras amorosas de Ruth y los dolores de cabeza que le dio a su primera esposa, Helen Woodford.
Ella era mesera en un café; se casaron en 1914 y adoptaron a Dorothy. Helen murió carbonizada –a los 31 años– en un incendio en Watertown, en 1929, en la casa de Edward Kinder, un dentista con quien vivía. En su libro, My Dad, the Babe, Dorothy , adujo que era hija biológica de Ruth, fruto de sus amores con una novia llamada Juanita Jennings.
La segunda mujer de Babe fue la actriz y modelo Claire Merritt Hodgson, que tenía una hija: Julia. La nueva esposa descuidaba a Dorothy y eso ocasionó un comentario de la madre de su colega Lou Gehrig. Cuando Babe se enteró le dijo a Gerig que no se metiera en su vida y le dejó de hablar durante diez años.
Claire era una mujer con mucha energía, dirigió la carrera de Ruth, lo sometió a una estricta disciplina, implantó hábitos de comida y le dio a Babe una familia como él tanto anhelaba.
El retiro no disminuyó su tren de vida desordenado y solo paró un poquito cuando a principios de 1946 “empecé a padecer fuertes dolores de cabeza y ronquera; cada vez me sentía más débil y mi voz sonaba rasposa”, escribió uno de sus biógrafos.
Como siempre tuvo la ingenuidad de un niño, nunca supo que padecía un cáncer terminal de garganta. La noche del 16 de agosto de 1948 sonrió a Claire y le pidió que al otro día no fuera más porque: “Ya no estaré aquí”.
En efecto, su corazón se detuvo, y como en las narraciones beisboleras su alma se fue, se fue, se fue y se ¡fueeeeee!