Con fuerza rasgó su túnica a lo largo de un palmo. Era la regla judía cuando resonaba una blasfemia. Eso fue lo que creyeron los pontífices, escribas y ancianos reunidos de urgencia, casi a la medianoche del jueves 6 de abril del año 30, en el Palacio de los Sumos Sacerdotes en Jerusalén.
Al fin, el Sumo Sacerdote José Kaiapha –apodado Caifás– cerró su puño sobre El Mesías. Desde la resurrección de Lázaro los saduceos habían maquinado la manera de atrapar a Jesús y condenarlo. Estos, junto con el bando de los fariseos, eran las dos fuerzas político-religiosas que pugnaban por el poder judío en Palestina.
En el 14 d.C el Procurador Valerio Grato confirmó a Caifás en el cargo; si bien accedió al mismo porque era el yerno de Anás, quien lo antecedió en el puesto.
El suegro de Caifás fue investido como Sumo Sacerdote –en el año 7 d.C– por el legado Quirinio y removido de funciones en el año 13, si bien a los judíos eso les valió un rábano porque para ellos el cargo era vitalicio.
Anás, abreviatura de Ananías –que significa “Dios es gracioso”– presumía de sus conexiones con el ejército romano de ocupación y, según el historiador Flavio Josefo: “Nadie más astuto que él para enriquecerse”.
Los dos intrigantes vivían en el mismo palacio, apenas separados por un patio; tal vez ahí fue donde Pedro –junto a una hoguera– negó tres veces a su Maestro.
La soldadesca retuvo al prisionero en un calabozo y lo machacaron a manazos y latigazos. Anás lo encaró con miedo, pero nadie sabrá nunca qué hablaron porque de inmediato ordenó que llevaran atada a la víctima donde Caifás.
En los primeros días de marzo este sostuvo reuniones secretas con otra familia rival, la de Boeto y sus tres hijos, para encontrar una solución final a ese revoltoso que atentaba contra la seguridad de la nación judía.
De acuerdo con la tradición la cita ocurrió en una casa veraniega que Caifás poseía al sur, en las afueras de la ciudad, en un lugar que se llamaría Monte del Mal Consejo. No fueron convocados Nicodemo ni José de Arimatea.
Ahí, el Sumo Pontífice advirtió: “No comprendéis nada: no reflexionáis que os interesa que un solo hombre muera por el pueblo, en vez de que perezca toda la nación”.
La conspiración
Más político que sacerdote el hábil Caifás medró a las sombras del poder romano por 23 años, hasta que lo destituyó en el año 36 –sin que se conozcan los motivos– Vitelio, el legado de Siria.
La extensa duración de su mandato, en un puesto donde era fácil perder la confianza del prefecto y talvez la vida, reveló la facilidad de sobrevivencia del líder del Sanedrín, basada en esa capacidad tan particular que tienen los hombres pusilánimes, para ser instrumento de los poderosos.
En el ejercicio de sus funciones el Sumo Sacerdote estaba rodeado de una corte de ayudantes: levitas, sacrificadores, liturgistas, tesoreros, músicos y porteros. Se estima que de los negocios del Templo de Jerusalén vivían unas 25 mil personas, y generaba pingües ganancias por la venta de animales para los sacrificios, perfumes, donaciones y el cambio de monedas.
Caifás montó una conspiración contra Jesús porque tenía miedo. ¿Quién se creía aquel vulgar hijo de un carpintero?, para amenazar el orden establecido e inquietar a Roma, siempre sedienta de saciar con sangre su sed de poder.
Los Evangelistas son imprecisos sobre la hora en que Jesús compareció ante el Sanedrín. Mateo y Marcos aseguraron que fue en la noche, antes del canto del gallo, y en el día hubo otra. Juan afirmó que ocurrió una sola cita nocturna y Lucas la ubicó a primera hora de la mañana.
La trama de Caifás consistió en capturar al Redentor, reunir de urgencia al Sanedrín en la noche para conocer al detenido y condenarlo. Esta asamblea era ilegal, por el formalismo judío que exigía un juicio a la luz del día cuando se trataba de la vida del acusado.
Por tanto, los conspiradores decidieron condenar de antemano a Jesús, realizar el juicio diurno y llevarlo ante Poncio Pilato para que este –consumado el hecho– solo procediera a ejecutarlo, ya que los judíos no podían crucificarlo. Esta pena de muerte no formaba parte de la tradición hebrea, que prefería lapidar a los culpables.
Caifás recibió al galileo y lo interrogó sobre sus discípulos y su doctrina; Este, para protegerlos, evadió la respuesta y afirmó: “Nunca he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas?”.
Uno de los presentes le asestó un porrazo a Jesús, lo cual era ilegal pues el Talmud sancionaba a los jueces que pegaban a los inculpados.
El sacerdote avanzó hacia Jesús y lo presionó para que reconociera ser el Cristo y acusarlo de blasfemia; la cual consistía en insultar la majestad de Dios, al pronunciar completo el sagrado nombre revelado a Moisés: Yahveh.
En ningún momento El Rabí dijo nada y si hubiese pronunciado el vocablo ultrasanto de Israel, todos los presentes en aquel consejo se habrían rasgado las vestiduras –no solo Caifás–. Este fue un gesto del Sumo Sacerdote para impresionar a la audiencia y lograr la condena a muerte.
“¿Eres Tú el Cristo? ¿El Hijo del Bendito? ¡Dínoslo!”. Conjurado por el nombre de Dios el “Hijo de David” apenas respondió: “Tú lo has dicho, lo soy”. Ante la evidencia solo había un camino: “¡Merece la muerte!”
Así fraguó Caifás el asesinato jurídico de Jesucristo.