Los sables de luz titilaron. Por un instante la fuerza tuvo una extraña perturbación y en una galaxia muy, muy lejana una estrella se apagó.
Ni la ficción ni la realidad la doblegaron. El malvado Tarkin destruyó su planeta natal Alderaan; Darth Vader la torturó; liberó a los inútiles que fueron a rescatarla; comandó una insurrección galáctica y se casó con un canalla.
Algo parecido le ocurrió en la vida real. Su padre la abandonó por ir tras unos ojos violeta; pasó de la marihuana a la coca y se inyectó hasta agua bendita; las malas compañías, un matrimonio desastroso y un trastorno bipolar casi la tumbaron.
Pero esta princesa del celuloide era inteligente, astuta, fuerte, autosuficiente, pícara y mordaz, justo los valores que encarnó el personaje que le dio y le quitó todo: la Princesa Leia Organa, alter ego de Carrie Fisher.
Su nacimiento –el 21 de octubre del 1956– fue cósmico, debido a la conjunción de dos estrellas fílmicas: el cantante Eddie Fisher y la actriz Debbie Reynolds. Ambos eran como los Brangeline de aquellos tiempos primaverales.
Con apenas dos años probó la hiel de la vida, porque su padre dejó tirada a la familia para consolar a Elizabeth Taylor, desolada por la muerte trágica de su segundo marido Mike Todd.
A Fisher le valió un pito que Debbie fuera gran amiga de Liz. Después vino lo peor; la Reynolds se casó con Harry Karl, un empresario zapatero, y este dilapidó los ahorros familiares. Madre e hija quedaron arruinadas.
Esos atestados la llevaron a engancharse con la marihuana a los 13 años, a los 19 escaló a la cocaína y se volvió una devota de las drogas; la madre le encargó a Cary Grant darle unos consejos fraternos, sobre lo que le esperaba si seguía por esos rumbos.
Entre estupefacientes y parrandas debutó en Shampoo, dando vida a Lorna, una joven seductora enrollada con el bulímico sexual de Warren Beaty.
Por aquellos días setenteros, un tal George Lucas convenció a los mandamases de la 20th Century Fox de gastarse un Potosí en una historia fuera de toda la lógica del cine de esos años: La guerra de las galaxias .
Lucas reunió una tropa de novatos en un cuento infantil que mezclaba androides y criaturas estelares, con tintes de saga artúrica mezclados con una innovación que cambió la historia cinematográfica: los efectos especiales.
Entre esos desconocidos estaba Carrie. A los 19 años le ganó el pulso a Amy Irving y Jodie Foster, aspirantes a princesa en apuros.
Los expertos pifiaron y la cinta estalló las butacas; sentó las bases de una franquicia archimillonaria que genera billetes desde hace 40 años. Un estudio de Box Office Mojo, un portal especializado, ubica este filme como el segundo más taquillero de todos los tiempos con $1.534 millones de recaudación, sin contar los subproductos del “merchandising”.
La fama catapultó a Carrie al cosmos y esto, en lugar de centrarla, la descuadernó.
Estrella caída
Antes de caer a los infiernos rodó El imperio contraataca y El retorno del Jedi . Eso le abrió la puerta para actuar en Broadway y filmar: The Blues Brothers , Hannah y sus hermanas o Cuando Harry encontró a Sally . El resto fue papel picado.
Siguió tonteando con los estupefacientes, tanto que John Belushi –un depósito andante de drogas– le dijo: “estás pasándote de la raya”. Esa adicción y los síntomas de lo que después sería un trastorno bipolar la sacaron de las marquesinas; acabó en peliculuchas de serie B y recaló en la televisión.
A sus desgracias laborales agregó los enredos amorosos. Empezó con Paul Simon, del dúo melódico Simon&Garfunkel. Le recordaba a su padre, porque era músico, bajito y judío. Con él salió, cortó, lo dejó plantado para comprometerse con otro, se casó, se divorció y al final regresó para dejarlo por un cazatalentos, Bryan Lourd.
Con Lourd nunca pasó por la vicaría y tuvo una hija Billie Catherine. La maternidad tampoco frenó su atracción fatal hacia el azúcar del diablo y el licor. Bryan no le aguantó sus penas y la dejó: ¡Por un hombre!
Tenía 34 años; vivía a punta de extravagancias y salidas de pata de banco. A veces amanecía con los cables cruzados, hacía las maletas y se marchaba adonde le roncara la máquina.
Aparte de la drogodependencia los médicos le diagnosticaron –a los 24 años– un trastorno bipolar con tendencias agudas hacia la promiscuidad sexual y una afán desmedido por derrochar el dinero.
Tardó cuatro años en aceptar el dictamen médico. Lo primero que hizo fue asistir a los Alcohólicos Anónimos; odiaba esas reuniones donde estaba una hora con otros parias como ella. Aguantó y aprendió a vivir con su enfermedad.
Cuando parecía que terminaría en un manicomio, amarrada a una camisa de fuerza y a puro electrochoque descubrió en la escritura una vía para recuperar la cordura. Escribió varias novelas, una autobiografía y montó un monólogo teatral que arrancaba así: “Soy Carrie Fisher y soy alcohólica”.
La atarantada Carrie volvió del valle de sombras y llegó a ser una matrona respetable en Estados Unidos. Los famosos de verdad buscaban su apoyo, a escala personal y profesional, y fue tan indispensable como Leia para la Alianza contra el Imperio.
Pero la fuerza le falló –a los 60 años de edad– el 27 de diciembre pasado. Su alma viajó a través del hiperespacio, hacia las llanuras, bosques y montañas del planeta Corellia.