A veces…dos centímetros no son nada…; en otras son un abismo de frustración y odio. Esa distancia marcó el fin de un hombre y el nacimiento de un superhéroe, de cuerpo endeble pero alma de acero.
Hay dos momentos importantes en la vida: nacer y hallar el sentido de la existencia. Lo segundo llega de repente; puede ser un relámpago o un pozo de sombras.
Era el auténtico Hijo de Kriptón. Alto, atlético, mentón cuadrado, cabello negro, ojos verdes penetrantes y con cara de niño bueno.
Pero todo se acabó por culpa de esos dos centímetros; si tan solo el golpe hubiera sido un milímetro más, todo se habría resuelto con dos semanas de terapia y no nueve años encadenado a un cuerpo inútil, clavado a una silla, sin sentir jamás la calidez de una abrazo y la caricias de quienes lo amaban.
El batacazo que sufrió tras caer de su caballo Eastern Express, una tarde de 1995, le impidió caminar, pero no volar. Así nació otro Christopher Reeve, sin poderes físicos, pero contagiado de la alegría de vivir y de servir a los demás.
¡Quo vadis! Alguien comparó la caída de Christopher de su caballo a la de san Pablo camino a Damasco, pues el actor reconoció que más allá del irreparable daño recibido, sus ojos se abrieron a lo esencial de la vida.
El rol del hombre de acero lo absorvió y limitó su carrera; sus fanáticos hacían pucheros cuando lo veían en otro papel y las arpías de la crítica lo despellejaban. Al igual que Johnny Weismüller, Tarzán, o Bela Lugosi –Drácula–, el personaje suplantó al hombre.
Tal vez por eso se aficionó a la equitación, pues “nada mejor para despejar la mente, –según reconoció Reeve–. El destino lo encaminó un fin de semana a Culpeper, Virginia, y junto con 300 jinetes más participó en un circuito abierto con 15 obstáculos.
Justo cuando llegó a un salto de triple barra Eastern Express reculó y Christopher salió disparado por encima del caballo; quedó clavado de cabeza en el piso al otro lado de la barrera. Se fracturó las dos primeras vértebras cervicales.
Quedó exánime. Recibió respiración boca boca. A las carreras lo llevaron al Centro Médico Universitario de Charlottesville y ahí yació, como si un cristal de kriptonita verde se le hubiera incrustado en las costillas.
Tres días después despertó atado a un cuerpo; los médicos lo operaron en varias ocasiones sin éxito hasta que escuchó la horrible sentencia: “jamás podrás volver a caminar…”
En un pispás aquel hombrón de casi dos metros se desplomó. La rabia y el dolor lo atenazaron; se volvió huraño, agresivo, insultada a su mujer y a los criados, comía en exceso, sufría terribles diarreas y hasta para las acciones más pueriles ocupaba un asistente.
Christopher nunca soñó con embutirse en el traje de licra azul y la capa roja; él reconoció al programa inglés This Morning : “Rechacé algunas oportunidades para ser Superman. No era la clase de material en el que estaba interesado. Era muy falso”.
Pese a ello, anclado a una silla de ruedas y sujeto a un respirador artificial, obtuvo el mejor papel: el de superhombre.
Héroe de todos
Compró una casa con los $250 mil que le pagaron por interpretar al superhéroe de los calzoncillos por fuera; allí se instaló con su primera mujer, la modelo británica Gae Exton. Suena feo pero Marlon Brando, por el minúsculo papel de Jor-El en esa misma película, cobró $14 millones.
Superman, de 1978, fue un churro pero rompió las taquillas. El superhéroe ni siquiera se había bajado del árbol donde salvó un gatito, y ya tenía contrato para tres secuelas que multiplicaron los ingresos.
El lector avispado sabrá que en los años 80 Hollywood apostó por los supermachos, de carne o de acero, en clara respuesta ideológica a los mandatos de la era Reagan, empeñada en proyectar el poderío norteamericano al infinito y más allá. Así surgieron todas las seguidillas de Rocky , Rambo , Mad Max y La Guerra de las Galaxias .
Reeve, como simple mortal, nació en un hogar acomodado el 25 de setiembre de 1952. Su madre Barbara Johnson era periodista y el padre, Franklin Reeve, profesor y escritor. Se cuenta que el abuelo paterno fue el mandamás de la Prudential Financial y la bisabuela materna alcanzó el cargo de jueza en la Suprema Corte.
El niño –con su hermanito Benjamin– creció entre sedas y tafetanes, se hizo grande y fuerte como en los mitos griegos. Apenas tenía cuatro años cuando sus padres se divorciaron; él se fue con Barbara a Nueva Jersey y ahí ella se casó otra vez y tuvo dos hijos más: Jeff y Kevin.
Un horizonte de oro se abría al futuro actor. Estudio en Princeton Day School y ahí fue ayudante del director de la orquesta, cantó en un coro local gracias a su templada voz de barítono; con 15 años debutó en el Williamstown Theatre Festival.
Terminó su educación en la Universidad de Cornell y a los 22 años fue escogido para estudiar drama en la Juilliard School, a cargo del reputado John Houseman. Ahí conoció a su gran amigo, el malogrado Robin Williams. Antes de que le llegara el papel de su vida probó suerte en la televisión, incluso compartió set con Katharine Hepburn.
Fue por esos días que su agente le consiguió una audición para una cinta de ficción, con un presupuesto estratosférico y con unos figurones de primer orden: Marlon Brando, Gene Hackman, Glenn Ford, Trevor Howard y otros de la misma prosapia.
Los productores habían pensado para el papel protagónico en Robert Redford, pero cobró demasiado; Clint Eastwood tenía otros proyectos; Steve Mcqueen era un gordinflón y Sylvester Stallone…¡que parecía un Superman con cara de italiano!
El aspirante encajaba a la perfección. Apuesto, bonachón, experto nadador, jugador de hockey sobre hielo, jinete y piloto titulado. Apenas le dieron el trabajo renunció a usar maquillaje para simular los músculos y pulió el cuerpo según los dictados de David Prowse, quien encarnó a Darth Vader.
Dos meses estuvo sometido a Prowse; corría 25 kilómetros diarios; dos horas de pesas, más hora y media en el trampolín le añadieron a su cuerpo 14 kilos de músculo y Reeve quedó listo para detener locomotoras, sostener helicópteros, despellejar villanos galácticos y levantar buses, todo bajo la fachada de un baboso periodista, sin duda el mejor disfraz.
Corazón de acero
Nadie puede vencer a un hombre que se resiste a ser vencido. En su autobiografía Sigo siendo yo , Reeve relató que estuvo a punto de morir, porque se desconectó el tubo que le suministraba aire y no podía pedir ayuda. En otra ocasión, reaccionó mal ante un medicamento que podría haber marcado algún progreso en su postrado cuerpo.
Christopher carecía de control sobre sus funciones fisiológicas; tampoco podía respirar por sus propios medios, ni sentarse y el cuerpo se le llenaba de llagas y laceraciones.
En los años previos a su muerte creía sentir un pinchazo, o el suave contacto de una motita de algodón sobre su cuerpo. Los médicos aseguraban que el actor movía la muñeca derecha, los dedos de la mano izquierda y hasta sus pies.
Reeve estaba obsesionado con caminar de nuevo a los 50 años; por eso gastó su fortuna en expertos que le prometían lo imposible. A los 48 años comenzó un ejercicio llamado FES, en el cual un computador conectado a una bicicleta enviaba un mensaje a sus piernas, simulando la señal del cerebro.
Mientras tanto, un equipo de enfermeras y ayudantes vigilaba en todo momento sus signos vitales; le aplicaban ejercicios de rehabilitación para evitar que los músculos se atrofiaran, intentaba respirar una hora seguida sin la ayuda de un ventilador, que impulsaba aire a sus pulmones mediante un agujero en su tráquea.
En el programa de Oprah Winfrey el actor dijo: “No quiero ser un estorbo, alguien que todo el día está sentado sin hacer nada… tengo muchos planes y voy a concretarlos”.
La carrera cinematográfica quedó atrás, aunque intentó varias producciones en televisión. Más bien se concentró en promover las investigaciones sobre células madre y aportó $42 millones a la Fundación Christopher Reeve.
En esta lucha se enfrentó a las compañías aseguradoras que cada año ganaban $780 mil millones, sin donar nada a esa causa. Para peores. El Presidente George Bush suspendió en el 2001 las contribuciones públicas para este tipo de avances médicos.
Los logros alcanzados en su recuperación fueron descritos en su libro Nada es imposible .
Aunque su propia madre pidió a los médicos que lo desconectaran para que muriera, fue su segunda esposa Dana Morosini quien lo ayudó a recuperar el ánimo por vivir. Christopher era “su vida, y estaría siempre a su lado porque sigues siendo tú y te quiero”.
Reeve murió a los 52 años, el 10 de octubre del 2004. Dana intentó recuperar su carrera: “Voy a seguir actuando. Soy actriz y necesito vivir de algo” afirmó al mes de enviudar. La suerte le volteó la espalda. Padeció un severo cáncer de pulmón y murió dos años más tarde.
El hijo de Kriptón encontró un motivo para existir; venció a la desesperanza y a la autocompasión. Como lo único que podía mover eran sus labios, jamás dejó de sonreír.