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Página Negra Dean Martin: Borracho, parrandero y jugador
Murió sin enemigos, que ya es mucho decir. Se embriagó de felicidad y dejó este planeta con la frescura de un rábano, sonriente, con una copa en la mano, un chiste en los labios y muchas, pero muchas mujeres bien guapas a su alrededor.
Epicúreo, sibarita, nihilista o en dos platos un “cara’e barro” ¡Qué importa! Lo tuvo todo, lo disfrutó todo, se lo bebió todo y solo respetó una regla: la del mínimo esfuerzo.
Encarnó al borrachín filósofo al que todo le valía un pepino con tal de que nadie lo sacara de su zona de comodidad y le permitieran hacer lo que le viniera en su real gana.
Nunca se molestó con nadie, jamás se aprovechó de los demás, dejó que los otros ganaran a sus costillas, se iba de las fiestas cuando se aburría y aunque conoció a muchos, sus amigos se contaban con los dedos de la mano de un manco.
Era capaz de hablarle a un muerto y de trabajar en las tareas más espernibles solo por ganarse unos reales y patear el tarro hacia adelante sin pensar en el mañana. ¡Qué pereza!
Algunos de sus biógrafos sostienen que la imagen de dipsómano, mujeriego y granuja fue solo una pose, que en realidad era una abstemio que solo bebía jugo de manzana, leía historietas, le gustaban las películas de vaqueros, le tenía horror a los ascensores y se acostaba temprano.
Otros van más lejos y lo han tildado de distante, reservado, con un ego dinosaúrico e incapaz de amar a una sola mujer; en sus últimos años tuvo suerte con las jovencitas… las maduritas y las sazonas.
Este hijo de inmigrantes italianos, Gaetano –barbero– y Angella –ama de casa– tocó tierra el 7 de junio de 1917 en Ohio y solo dejó de hablar el idioma materno cuando fue a la escuela, la que abandonó pronto cuando descubrió que lo suyo no eran los lápices ni los cuadernos, sino la baraja y los dados.
A los 12 años era el carajillo de los recados del mafioso del barrio; con 16 se metió al boxeo con el irrisorio apodo de “Kid Crocetti”. Ganó algunos combates pero su gancho era mejor con las señoritas y –antes de que le dejaran la nariz como una coliflor y las orejas como un patacón– decidió colgar los guantes.
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Dean fue el canto de cisne de una época prodigiosa en la historia norteamericana: con su “smoking”, atractivo, exitoso, rico, bromista... En fin, un hedonista. La foto es de 1988, en California | LATINCORBIS/PARA TELEGUÍA (Neal Preston)
Para un vividor como él la Ley Seca y la crisis de la Bolsa –en los años 20 y 30 del siglo pasado– fueron oportunidades para demostrar sus talentos en el difícil arte de vivir sin joderse para nada.
Antes de ser el divo que fue, probó toda suerte de oficios: taxista, ayudante de peón, croupier en un casino, corredor de apuestas en un hipódromo, jalabolsas en un supermercado, contrabandista de licor y cuando no le quedó de otra explotó su porte de galán latino, sus aires de sinvergüenza y su voz melodiosa.
Ya en la escuela había mostrado una prematura fascinación por el mundillo del espectáculo, aprendió a tocar batería con los niños exploradores y le gustaban el swing y el jazz .
De poco valieron los rezos maternos para que abandonara el camino de los clubes nocturnos; a los 17 años debutó con una imitación de Bing Crosby y cambió su nombre.
Fiel al axioma de Euclides, de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, no se desgastó buscando un apelativo sino que ajustó el de Nino Martini –un tenor operístico– muy famoso por aquellos días. Así nació Dino Martini, que se convirtió en Dean Martin… más agringado que el bautismal Dino Paul Crochet.
Bésame, tonto.
Transmutado en Dean Martin y con algunos contratos cabareteros cometió la insensatez de casarse con Betty McDonald, una novia de juventud, y casi al instante la dejó embarazada del primero de sus cuatro hijos.
Ahora bien, ¿cómo él siendo quien era y con el plante que se gastaba podía negarse a los mimos femeninos? Era pedirle demasiado y por eso el matrimonio dio tumbos y fracasó al cabo de nueve años, en 1949.
Fiel a su herencia latina ya tenía listo el repuesto marital y no más salir del juzgado pasó de nuevo a la vicaría para enyuntarse con Jeanne Bigger, con quien engendró tres hijos más.
Como Dean no podía dormir solo, cuando se divorció de Jeanne –en 1973–, se casó con Catherine Hawn y ambos adoptaron a una niña.
En todo caso las mujeres, los matrimonios y los hijos no lo desvelaron; igual pasó con el dinero, a como lo ganaba así lo despilfarraba.
Seamos más serios... ¿Quién necesita sacar cuentas si es Dean Martin? Con él todo mundo ganaba, hasta que un día los acreedores derrumbaron ese País de Jauja en que vivía y lo demandaron por estafa.
Al juez no le quedó ninguna duda de que Dean era insolvente y como no podían cobrarle un centavo, lo dejó libre y este se refugió en la casa de su amigo Lou Perry.
Con casi 40 años, arruinado y sin más activos que su talento y con una enorme familia a cuestas, estuvo a punto de lanzar todo al caño y guindarse de un puente. Pero Martin había nacido con estrella, no estrellado.
Y ocurrió uno de los dos momentos más importantes de su vida: conoció al comediante Jerry Lewis, con quien filmaría una docena de películas, cada una peor que la anterior pero detonaban las taquillas.
La química entre ambos atrajo la atención de la Paramount que los contrató por seis años, de 1949 a 1955; la primera cinta fue Mi querida Irma y la última Locos por Anita .
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El vino, las mujeres, la parranda y el amor lo acabaron; pasó por varias clínicas de desintoxicación alcohólica que minaron su peculio, aunque en 1970 cobró $7 millones y el 10 por ciento de los beneficios de taquilla por actuar en Aeropuerto . | ARCHIVO
El dúo Martin & Lewis fue el apareamiento escénico del guapo tonto y el gracioso idiota, que con los años se convirtió en una relación masoquista acrecentada por los celos enfermizos del comediante por el éxito del cantante.
Como a Dean todo le resbalaba, el control del negocio lo tenía Lewis y este comenzó a marginarlo en las interpretaciones, lo volvió un jarrón chino –muy lindo pero en todo lado estorbaba–, empezaron las discusiones y para peores el disco Memories Are Made of This , de Martin, lo catapultó a la estratosfera artística.
El baladista era un tipo tranquilo, “cero estrés” como dicen, que evadía toda discusión y menos por plata; así se produjo el segundo mejor momento de su vida: ¡Dejó a Lewis con un palmo de narices!
La ruptura la predijo el dueño de la Metro –Louis B Mayer– quien intentó contratarlos pero bramó socarrón: “Al organillero no lo veo del todo mal, pero ¿Qué hacemos con el mono?”
Entre ratas
Además de cantante, actor para el gasto, pícaro y calavera Dean Martin fue miembro activo de una cuadrilla de fanfarrones llamada Rat Pack, fundada al calor de los tragos y del descalabro que sufrió la sociedad norteamericana en los años 60, del siglo XX.
La Guerra Fría, el fantasma de la crisis nuclear, el derrumbe de los imperios coloniales en África y Asia y la irrupción de la cultura pop voltearon de cabeza el “establishment” y cambiaron los usos y costumbres del Primer Mundo, en cuenta a los americanos, acostumbrados a una existencia apacible.
De las miasmas de Las Vegas emergió un grupo de cinco intocables, que vivió al margen de esos tiempos, con un aire irresponsable como si el mundo nunca hubiese cambiado.
Fue Shirley MacLaine la que bautizó aquella cuadrilla de perdonavidas, jefeada por la voz de terciopelo, Frank Sinatra. En torno a él giraban Dean, Sammy Davis Jr., Joey Bishop y Peter Lawford.
Este último era cuñado del Presidente John F. Kennedy y fue quien empató al quinteto con la mafia italiana, conexión que le dio muchos dolores –y dólares también– al buenazo de Martin.
Dean fue el canto de cisne de una época prodigiosa en la historia norteamericana: con su “smoking”, atractivo, exitoso, rico, talentoso, bromista, simpático, sensual… en fin un hedonista.
Los mafiosos regentaban los casinos y Martin era su álter ego. Se tomaba unas copas con ellos y se atrevía a decirle al capo de turno: “¿Porqué no subes al escenario y matas a alguien?”. Solo él podía burlarse de un matón y vivir para contarlo.
El declive llegó con lentitud, primero demostró que podía seguir sin Lewis; filmó una gran película, El baile de los malditos , hizo de alguacil borracho en Río Bravo - con su ídolo John Wayne- y aceptó grabar Something´s Got to Give con Marilyn Monroe. Cuando la 20th Century Fox despidió, por irresponsable, a la rubia, Martin tampoco quiso seguir con el filme. Su amistad con la Monroe valía más que todo.
Creyó que estaba por encima de lo humano y lo divino; despreciaba a los actores profesionales, se burlaba del arte y la cultura. Cuando no estaba en el bar, solía matar las horas en la terraza de su mansión, en albornoz, con un cctel en la mano, un Chesterfield en la otra y mirando a las jovencitas soñadoras que retozaban desnudas en la piscina.
El vino, las mujeres, la parranda y el amor lo acabaron; pasó por varias clínicas de desintoxicación alcohólica que minaron su peculio, aunque en 1970 cobró $7 millones y el 10 por ciento de los beneficios de taquilla por actuar en Aeropuerto, la película precursora del género de desastres.
Suspendió una gira por 29 ciudades norteamericanas, porque sus riñones ya no aguantaban aquellos trotes, pero –más aún– abatido por la trágica muerte de su hijo Dino Jr. en un accidente de aviación.
Sus sonrisas de chulo y aquellos ojos de “muérete-a-pestañazos” se fueron apagando; en la Navidad de 1995 apuró el último whisky. Por un instante, las luces de Las Vegas titilaron.