
Bella como un caballito de plata. Era un cordero, con entrañas de lobo; bajo su semblante de flores, dormitaba un dragón.
Ascendió al parnaso de las supermodelos; así como subió se precipitó en el averno de las drogas y las prostitución; el SIDA la remató cuando tenía 26 años, el 18 de noviembre de 1986.
Todo en ella atraía; su cuerpo, sus facciones, sus poses y su encanto. Pese a su baja estatura rompió con los moldes de las maniquíes convencionales: altas, palidejas y vaporosas.
Ella era un volcán de emociones, sensual, apasionada, natural y rebelde. Nunca se había visto una mujer así y los depredadores de la moda le cayeron como fieras tras una presa fresca.
Apenas tuvo tiempo de sacudirse la adolescencia y ya era la musa de Richard Avedon, Chris von Wangenheim o Arthur Elgot, que la retrataron para las portadas de Glamour, Harper’s Bazaar, Cosmopolitan o Vogue.
Todos –Dior, Versace y Armani– peleaban esa percha de carne para exhibir sus trapos, pero el público solo quería ver a esa ninfa, a la primera top model del siglo XX.
Codearse con lo más “caché” del jet set , ganar mucho dinero, saltar de los bares de jovencitas a las bacanales de Studio 54 y convertirse en la consentida de los voyeuristas de las pasarelas batió su psique y la trastornó.
La vanagloria, el ambiente y sus demonios internos redujeron a Gia Carangi a un detrito humano, a una sombra infernal que vendió sus huesos para mantener su adicción a la heroína.
En un tris perdió los papeles al enamorarse como una colegiala de la maquilladora Sandy Liter; fue una relación tormentosa que iba de los arrebatos amorosos a tirarse los platos, pasando por reconciliaciones almibaradas y jalonasos de mechas.
Buscó estabilidad en la heroína para equilibrar sus desórdenes emocionales; empeoró y nadie la quiso contratar. Los mismos que la encumbraron al Olimpo, le patearon el trasero.
Ninguna agencia de modelaje quiso cargar con ese fardo de problemas, berrinches en las sesiones fotográficas, ausencias continuas y lo que antes fue una hermosa jovencita, quedó reducida a un costal de huesos y pellejo.
Con Sandy estuvo alejada de las drogas; pero la relación acabó y terminó en brazos de Elysa Golden. Con ella derrapó y abandonó los tratamiento contra la intoxicación.
Aún así, abrió una senda por la cual transitarían Elle MacPherson, Rachel Hunter y Cindy Crawford, tan parecida a Carangi, que sus seguidores la apodaron “Baby Gia”.
Su vida y sus cuitas quedaron grabadas en Gia –de 1998– que le granjeó un Globo de Oro a Angelina Jolie por su descarnada interpretación de la supermodelo; y en el documental The Self-Destruction of Gia , del 2003.
Del cielo al infierno
Desde que nació –el 29 de enero de 1960– la pequeña Gia dio mucha lata a su madre, Kathleen, una exmodelo de catálogos reciclada en ama de casa y venida a menos por su divorcio de Joe Carangi, un pequeño restaurantero.
El ambiente en la casa familiar en Filadelfia era muy tenso, por las frecuentes discusiones entre Kathe y Joe. Gia creció con muchas carencias afectivas, que intentó suplir con el consumo de marihuana y con una barra de amigotes.
Sin amarras y a la deriva exploró las nacientes discotecas de los años 70; fan a rabiar de David Bowie formó un grupillo estudiantil llamado The Bowie Kids, inspirados en el aspecto andrógino del inglés y en su propuesta de una vida a todo mecate.
Con la sana intención de sacar a Gia de los clubes de lesbianas y darle un rumbo a su vida, Kathe la envió donde su amigo Joe Petralis, un fotógrafo que advirtió el potencial de la novata.
Fue Maurice Tannenbaum quien la captó en un club nocturno y envió las fotos a Wilhelmina Cooper, la sacerdotisa de las modelos.
En un suspiro llegó a Nueva York y la Cooper la colocó bajo su alero; fue su mentora, su madre y la conectó con sus mejores clientes. Tenía 17 años.
Llevó una vida disoluta en Studio 54 o Mudd Club; ahí era la preferida de Debbie Harris o Jack Nicholson, quien le dio la llave de su departamento para que pasara cuando quisiera.
Bastaron tres años para destruir una prometedora carrera. La liquidó su adicción a las drogas, la muerte de Cooper –en 1980– y la de Von Wangenheim.
La depresión, la ruptura con Sandy y el nuevo amorío con Elyssa la hundieron en el pozo. De tanto pinchazo su piel parecía un cedazo; medio articulaba dos palabras seguidas, caía al piso, gritaba incoherencias y su agente, Heileen Ford, la despidió.
Con el apoyo materno intentó desengancharse de la adicción, pero Elyssa la empató con otros toxicómanos y en los callejones de Atlantic City la violaron, mientras se prostituía para comprar más dosis.
El último afán por rescatarla lo hizo Franceso Scavullo; le consiguió una portada para Cosmopolitan en abril de 1982. Ocultó los brazos tras un vestido, para disimular los piquetes de las agujas, la maquilló para afinarle la figura pero su mirada desplomada reveló su desgracia.
Nadie la podía sacar de aquel valle de sombras. Erró sin hogar, a veces en casa de sus padres, en otras con amigos o vagos.
Le diagnosticaron SIDA en 1986. Agonizó en el hospital; Kathe impidió que la vieran los mercaderes de la moda o sus amistades de ocasión.
En una calle perdida Gia Carangi dejó un pedazo de vida y se marchó, porque era demasiado bella para morir y demasiado salvaje para vivir.