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Página Negra Hermann Goering: La noche de los cuchillos largos

Creó la Gestapo, la policía política nazi; fundó la Lutfwaffe, la fuerza aérea alemana; dio la orden para comenzar el exterminio de judíos y opositores a Hitler; saqueó todos los museos europeos y llevó la vida de un sibarita.

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Hermann Goering. (LatinStock/Corbis para Teleguía)

Todo hombre tiene un precio, solo falta saber cuál es. Para algunos es la riqueza, la vanagloria o poder reinar sobre la vida y la muerte. Decidir, por ejemplo, quién era judío y quién no.

Hoy, eso sería una nimiedad. Pero en la Alemania nazi podía significar varias cosas: la tortura, la degradación, trabajos forzados, experimentos físicos y mentales, la cámara a gas o el horno de cremación. El menú de crueldades era amplio.

Si en el infierno todavía nombran al empleado del mes, Hermann Wilhem Goering disputaría, con sobrados méritos, tan triste honor.

La pandilla de amigotes que, en los años 30 del siglo pasado, tomó por asalto el control de Alemania, halló en aquel gordito simpático un hombre con el corazón de hierro.

Aunque la historia la cuentan los que vencen, si solo una parte de ella fuera verdad bastaría para elevar a Goering al altar de la ignominia o, cuando menos, ubicarlo el Sétimo Círculo del Infierno de Dante, cerca de la “riviera di sangue” donde hierven los violentos contra el prójimo.

El lector debe saber que Hermann no era un carnicero, ni un psicópata, ni mucho menos un resentido social incapaz de controlarse. ¡Jamás!, descendía de una familia de rancio abolengo, con una sólida formación protestante y un pasado glorioso.

Fue hijo de Heinrich Ernst Goering y la joven campesina Franziska –Fanny– Tiefenbrunn. Vino al mundo el 12 de enero de 1893. La familia la completaban Albert, Karl Ernst, Olga Therese y Paula Elisabeth, quienes pasaron una niñez de cuento de hadas en el castillo medieval de Veldestein, cerca de Nuremberg.

Ya desde niño mostró un particular gusto por las vestimentas estrafalarias; con los años llegaría a diseñar el uniforme de varios cuerpos castrenses y –aseguran los malhablados de siempre– le gustaba vestirse de mujer.

Pero eso no pasó de un infundio, de los tantos que propaló la soldadesca yanqui que lo capturó y lo mandó a una mazmorra –como a un vulgar prisionero– atendiendo órdenes del Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas, Dwight Eisenhower.

El 15 de octubre de 1946, Hermann Wilhelm Goering fue encontrado muerto a su cama. El Mariscal del Tercer Reich se habría suicidado horas antes de ser ejecutado como criminal de guerra. | LATINSTOCK/CORBIS PARA TELEGUÍA

Los militares, acostumbrados a las trincheras y a la pólvora, apenas podían dejar de reírse cuando cayó en sus manos –en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial– : era una mole con patas, de 120 kilos de peso, tachonado de medallas, con las uñas pintadas, con fama de gigoló pero impotente sexual.

Este Mariscal del Tercer Reich fue educado en un internado privado y en una exclusiva escuela de cadetes. En su juventud viajó por medio mundo acicateado por la pasión artística, que compartía con el mismísimo Mein Führer o el tío Adi, mote cariñoso con que llamaban a Hitler los más íntimos.

Ambos fueron, sin sombra de duda, dos de los mayores saqueadores de obras de arte; cuando tuvieron bajo su zapato a Europa expoliaron todos los museos y colecciones privadas del continente.

En el libro El museo desaparecido , de Héctor Feliciano, se estima que solo en Europa Occidental se esfumaron, bajo el régimen nazi, 100 mil obras; en Francia 40 mil y Goering poseía 850 cuadros, cientos de esculturas y 80 tapices antiguos.

Pero Hermann no fue condenado a la horca por ese pasatiempo, sino por haber dado el pistoletazo de salida a la “Solución final del problema judío”, que puso en marcha la operación de exterminio humano más tecnificada, mecanizada y despiadada de la historia moderna.

Crimen innombrable

Quedemos claros. Goering no era un papanatas aunque tenía fama de charlatán y dicharachero, por eso el pueblo alemán recibió con agrado que Hitler lo nombrara su heredero, cargo que nunca ostentó.

Inició su formación militar a los 17 años, en 1910, y en la Primera Guerra Mundial destacó como piloto de combate en la escuadrilla del temible barón rojo, Manfred von Richtofen. Llegó a derribar 22 aviones y finalizó como el héroe más condecorado del conflicto.

Durante una exhibición de acrobacias aéreas en Suecia, en 1922, conoció a su primera esposa, la baronesa Karin von Fock-Kantzow, que dejó a su anterior marido por ir detrás del presuntuoso aviador.

Quedó viudo a los pocos años de matrimonio y bautizó su castillo-mansión como Karinhall en honor a ella. Tras un breve y publicitado romance se casó de nuevo con la actriz alemana Emmy Sonneman.

Las dotes histriónicas de Goering, su pasado aristocrático y los laureles militares lo conectaron con el naciente partido nazi; tras conocer a Hitler este lo nombró comandante de las Camisas Pardas.

A partir de ahí subió todos los peldaños del poder, pisoteó innumerables cabezas, intrigó y fue cómplice en varias intentonas terroristas contra sus enemigos políticos.

Tras el famoso Putsch de la Cervecería de Berlín, en 1923, huyó de Alemania y se instaló cuatro años en Austria, donde su esposa lo cuidó de una herida en la cadera, a costa de volverse adicto a la morfina y tener arranques de locura, que lo llevaron a estar internado en un asilo para dementes.

Cuando Hitler fue nombrado Canciller lo ascendió a Ministro Prusiano del Interior; fundó la Gestapo y la Lutfwaffe –Fuerza Aérea–. Como entre sus raras aficiones estaba el diseño de uniformes, creó uno para este cuerpo de aviación y para si un fastuoso atuendo de Ministro del Aire, que más tarde cambió por el de Mariscal del Reich.

Esta imagen muestra a los ministros del gabinete de Adolf Hitler, y que fueron presentados el 30 de enero de 1933, en Alemania, Berlín. En la primera fila, de izquierda a derecha: Hermann Goering, Adolf Hitler y Franz von Papen. | AP

El poder y los ingentes recursos estatales le permitieron vivir como un pequeño César, en Karinhall, donde tenía su propio coto de caza y dictaba órdenes tan imaginativas como condenar a los judíos a pagar un billón de marcos e impedir que las aseguradoras los indemnizaran por los daños causados durante la Noche de los cristales rotos.

Goering demostró una energía singular a la hora de aplastar todo tipo de resistencia, purgó a los comunistas, a los socialistas, censuró a la prensa y se deshizo, por las malas casi siempre, de quien le estorbaba.

Amasó una fortuna impresionante y organizó en Karinhall fiestas y banquetes para ostentar su riqueza, desbordando todo lo imaginable.

Su egomanía solo rivalizaba con la de Hitler y se hizo llamar “El caballero de hierro” o “El último hombre del renacimiento”.

En el reverso de ese telón de terciopelo bullía un corazón sangriento. Ordenó la eliminación de los judíos de la economía alemana, les arrebató sus negocios, los expulsó de los colegios, les impidió ejercer sus profesiones y finalmente anunció que si Alemania entraba en guerra, haría un ajuste de cuentas con ellos.

Y cumplió. En la primavera de 1942 inauguró el campo de concentración de Belzec con capacidad para matar en sus cámaras a gas a 15 mil prisioneros. A partir de ahí creció la industria del exterminio humano: Sobibor, 20 mil; Treblinka, 25 mil y el temible Auschwitz: ¡Un millón cien mil!

Impulsó la industria de la muerte, que acabó con cuatro millones de personas, llevadas en medio de la noche en vagones de trenes, como ganado al matadero, con puntualidad germana.

Chacal del arte

Saquear es parte del negocio de la guerra; la feria que se lleva el vencedor. Hermann Goering entró a saco en museos y colecciones privadas y se apropió de las mejores obras de arte, para colgarlas en su mansión de Karinhall.

Al heredero de Hitler lo devoraba una ansiedad febril y patológica por poseer el cuadro de Rubens, Diana cazando ciervos, y removió la última cloaca del poder nazi, con tal de tenerlo.

Una vasta red de marchantes, agentes artísticos, galeristas y soplones permitió engullir las obras de Pieter Bruegel –el joven– y cientos de esculturales medievales.

Pero, ni el prurito nazi por el arte decadente le impidió apropiarse de los cuadros de Vincent Van Gogh, la mayoría de los impresionistas franceses y los expresionistas alemanes.

Jamás le arrugó la cara a Picasso, Matisse, Braque, Léger, Dalí, Miró, Kandinsky o Modigliani, considerados como degenerados por el severo código moral hitleriano. Goering canjeó estas piezas por otras clásicas y las dispersó por todo el mundo.

En El mercader de la muerte , de Christian Löhr, se explica el mecanismo de saqueo promovido por Goering. “Anunciaba sus visitas y le colgaban en las paredes las últimas novedades arrebatadas a sus propietarios. Hacía que se los transportaran a uno de los cuatro trenes privados, que siempre tenía a su disposición en París”.

Los nazis pensaban construir un museo de arte europeo en Linz, la ciudad austríaca donde nació Hitler, que siempre se creyó un experto en pintura. El acumuló aproximadamente unas ocho mil obras, un poquito más de las mil que reunió Goering.

Todos esos sueños se fueron al caño. Los ejércitos aliados aplastaron el Reich que iba a durar mil años, y se desmoronó apenas los norteamericanos decidieron entrar en la guerra.

Vanidoso como él solo, a finales de 1945 se entregó a las tropas yanquis convencido de que sería tratado como un príncipe heredero. En sus innumerables maletas encontraron una bodega de medicamentos, según él para sus dolencias coronarias. Era un adicto que ocupaba ingerir 40 pastillas diarias y aplicarse inyecciones de morfina.

En vez de una suite lo lanzaron a un calabozo, lo despojaron de su ostentoso uniforme de mariscal, lo juzgaron y condenaron a la horca por bombardear poblaciones civiles, sembrar el terror en los territorios ocupados, perseguir, despojar y asesinar judíos en todas las ciudades de Europa.

Goering creía en la impunidad. En el último segundo escapó a la justicia humana. El 15 de octubre de 1946 murió plácidamente en su celda. Alguien le pasó una pastilla de cianuro. Sus cenizas fueron lanzadas a un basurero.

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