Traficante de licor en su mocedad. Adúltero compulsivo. Artífice de la industria del cine sonoro. Rico como Creso. El patriarca del clan político más trágico de la historia norteamericana era un mezquino que cobraba a sus sirvientes 10 centavos de dólar por cada Coca-Cola que bebieran en su mansión de Boston.
Sus abuelos arribaron a Estados Unidos en 1840, huyendo de las hambrunas en Irlanda; en el siglo XX fue el padre de dos senadores y un presidente, además de cinco hijas; una de ellas encerrada en un manicomio y otra muerta en un accidente aéreo.
Joseph –Joe– Patrick Kennedy vivió –como Caín– con este precepto grabado en su frente: “No importa lo que eres, sino lo que la gente cree que eres”.
Para la élite política norteamericana, la “high life”, Joe era solo el vástago de Patrick J. Kennedy, un trepador irlandés y para peores católico, que trabajó en los muelles de Boston como estibador y montó una cadena de cantinas donde hizo una pequeña fortuna con los vicios de la clase alta bostoniana. Le fue tan bien en el negocio del licor que compró una empresa importadora de whisky.
P.J., como lo tildaban, construyó un modesto imperio asentado en una carbonera y obtuvo sustanciales acciones en un banco, que le permitieron darle a Joe y a sus dos hermanas una vida regalada.
Con el capital generado en sus bares retomó los estudios que dejó botados a los 14 años y comenzó a labrarse una carrera pública, hasta llegar a senador del estado de Massachusetts.
Su talante amable y generoso con la comunidad irlandesa, le abrió el paso como líder católico demócrata en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. P.J. se granjeó fama de maquiavélico y manipulador.
De aquellos polvos llegaron estos lodos y la madre de Joe, Mary Augusta, lo matriculó en el más prestigioso colegio público de la ciudad; el jovencito era lerdo para el estudio, pero un “queda bien”; pronto lo eligieron presidente de la clase por su innegable popularidad.
Con el carisma propio de los Kennedy, se extendió como una enredadera y escaló posiciones como líder social, hasta que un compañero de la fraternidad estudiantil Delta Epsilon lo rechazó por sus orígenes irlandeses. Esto lo amargó el resto de su vida.
Recién salido de la Escuela de Leyes de Harvard asumió la herencia paterna, invirtió en la Bolsa de Nueva York y diversificó el negocio hacia la construcción, los bienes raíces y –con la ayuda del hijo del Presidente Franklin D. Roosevelt– obtuvo el monopolio para la importación de whisky de Irlanda a EE. UU.
Lo demás fue sentarse a contar billetes, porque ese permiso para vender alcohol fue una patente de corso que multiplicó su fortuna, todo para construir la plataforma política que lo lanzaría hacia el infinito y más allá.
Como un político pobre es un pobre político, compró el edificio más grande de Chicago y financió la alicaída industria del celuloide, sobre todo en el periodo de transición al cine sonoro, según relató Cari Beauchamp en el libro Joseph P. Kennedy: His Hollywood Years .
Sangre de reyes
Joe apareció por los andurriales de Boston el 6 de setiembre de 1888; desde que su madre lo vio supo que sería un hombre guapo, de buen porte y seductor. Este Joe, igual que su padre P.J. y su hijo –el presidente John F. Kennedy– serían miel en gotero para las mujeres.
Vendió su alma al diablo por tres deseos: plata, posición y poder. Jamás dejó que se le fuera un “business”. Fue presidente de un banco, sobrevivió a la Gran Depresión de 1929, lucró en el mercado accionario, importó licor cuando era prohibido tomarlo, fue embajador en Londres en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial y tuvo tiempo para maniobrar a favor de sus hijos: Joseph, John, Robert y Edward, esperanzado en colocarlos –uno tras otro– en el Olimpo de los señores de la Tierra.
A los 25 años Joe tenía en el puño al Columbia Trust Bank, al que salvó de la quiebra gracias a su fino olfato y falta de escrúpulos. Entró como un cosaco al mercado de valores –que por cierto carecía de estos y de ética– y el crack del año 29 en lugar de hundirlo lo hizo más rico, ya que pasó de poseer $4 millones a $180 en menos de seis años.
Fiel a su lema de “la imagen es la realidad” logró que el Presidente Roosevelt lo pusiera, en 1934, de mandamás en la Comisión de Seguridad y Cambio, cuyo deber sería ordenar el mercado de valores. El mandatario escogió a un “sinvergüenza” para meter en cintura a otros.
Cuando abolieron la Ley Seca, en 1933, poseía una inmensa bodega de whisky y calmó la sed de miles de norteamericanos, ávidos de licor tras más de una década de beber a escondidas.
De los negocios pasó a la política y en 1938 ocupó el cargo de embajador de Estados Unidos en Inglaterra, del cual renunció debido a su simpatía con los nazis y a la frase antisemita que le atribuyó Seymour Hersh en su obra El lado oscuro de Camelot : “algunos judíos son buenos, pero como raza apestan”.
Fue partidario de apaciguar a Hitler e incluso pidió a su amigo William R. Hearst –el magnate de la prensa– que ayudara al dictador alemán a mejorar su imagen. Joe, incluso, fue gran amigo del senador Joseph McCarthy y uno de sus hijos –Bob– integró el equipo del cazador de brujas, durante la razia desatada por el senador contra los enemigos del estilo de vida americano.
La serie Los Kennedy , producida por el estudio canadiense independiente Muse Entertainment Enterprises, exhibió sin asco las vergüenzas del patriarca al que presentó como un manipulador, oportunista, cobarde y ruin.
Por algo la familia Kennedy utilizó sus influencias y suavizaron el tono para la versión latinoamericana, sobre todo las pistas que conducen al espectador al supuesto papel desempeñado por Joe y la mafia, en la victoria electoral de John F. Kennedy en 1960.
Doble cara
¡El poder bien vale una matrimonio! Escalar socialmente fue algo que Joe practicó con la destreza de una araña. Por eso, en 1914, se casó con la modosita Rose Fitzgerald, hija del alcalde de Boston, John F. Fitzgerald.
Así como tenía una cara para los negocios y otra para la política, poseía una tercera como padre de familia. Con esta careta lucía como un ejemplar progenitor de nueve hijos, a veces estricto y en otras complaciente, según se desprende de las cartas que les escribía, publicadas por The New Yorker y recopiladas por su nieta Amanda Smith.
En una de ellas reprendió con dureza a John F., futuro presidente norteamericano, y le dijo “no espero mucho de vos…te falta honestidad, ser directo”. ¡El diablo repartiendo escapularios!
Corregía sus ortografías y gramática; los reprendía por derrochadores –nunca se le quitó lo miserable–, porque uno de ellos gastó $10.8 en una lavandería.
A Ted, de ocho años, le pidió que dedicara su vida a la felicidad de los demás; el futuro senador le tomó la palabra e hizo “muy feliz” a su secretaria Mary Jo Kopechne, quien en 1969 terminó ahogada dentro de un automóvil conducido por este. Ted abandonó el lugar y fue condenado a dos meses de cárcel que no cumplió por la levedad del delito, pero acabó con su aspiraciones presidenciales. Unos años antes Ted fue expulsado de la Universidad de Harvard por copiar en un examen final de español.
Joe sermoneaba en sus epístolas y allí disertaba sobre sus ambiciones, deseos y frustraciones. Lo mismo enmendaba a sus hijos que al Presidente Roosevelt, al jefe del FBI Edgar J. Hoover y hasta al héroe de la aviación Charles Lindbergh.
Las misivas revelan como enfrentó las tragedias que signaron a los Kennedy, como la muerte de Joseph, su preferido, en la Segunda Guerra Mundial.
También la desaparición de Kathleen – su hija– en un accidente de aviación; pero más aún la espantosa lobotomía a Rosemary, la mayor de las mujeres.
Rebelde, difícil e incómoda a los 23 años le practicaron una neurocirugía para apaciguarla. Un neurólogo le hizo un hueco en la cabeza, le taladraron el cerebro y la infeliz quedó sin habla; la redujeron a una criatura de tres años y terminó sus días en el Memorial Hospital, de Fort Atkinson, a los 86 años en el 2005.
Rose aguantó con santa resignación las trapacerías de Joe, hasta que en 1974 publicó su biografía Tiempo de recordar , y desnudó las correrías de su marido, que ellas llamaba “indiscreciones”. Una de ellas fue la de Gloria Swanson, fulgurante actriz que desató una tormenta en el circunspecto clan Kennedy.
Papá Joe
Por donde Joe pasaba crecía el dinero. Fue el único advenedizo a la meca del cine que nunca salió trasquilado. Estuvo cinco años en Hollywood, atrajo a los tiburones tigre de Wall Street, para que invirtieran ahí y aceleró el tránsito del cine mudo al sonoro.
Controló tres estudios: FBO, Pathé Exchange y First National; dirigió KAO, una cadena de salas para exhibir sus propias cintas habladas y utilizó unos métodos tan brutales para hacer dinero que lo apodaron El Napoleón de las películas.
A la tierra de la fantasía llegó en 1926 y ni el funeral de su padre, ni las súplicas de Rose y sus hijos lo hicieron desprenderse de su capricho, que ellos creían eran los filmes, cuando en realidad fue una luminaria de fuego, Gloria Swanson.
En su biografía Rose sintió pena por la “pobre Gloria”, pues según ella su noble consorte solo sostuvo con Swanson una relación estrictamente profesional.
Joe era la piel de Judas; se aprovechó de las deudas de Gloria y se hizo cargo de las cuentas a cambio de unos pingües intereses carnales que la actriz saldó en cómodas cuotas hoteleras, mientras su marido –Henri le Bailly, marqués de La Falaise– andaba de pesca.
Con la Swanson filmó Queen Kelly , un espectacular fracaso taquillero producido por la calenturienta imaginación de Erick von Stroheim, un cineasta austríaco que vendió a Kennedy el peregrino argumento de una doncella seducida por un príncipe europeo, que termina de madame en un lupanar africano.
Joe no perdió ni un centavo pero dejó en la lipidia a Gloria, que montó en santa cólera cuando se enteró que su amante era un amarrete, el cual la dejó más enjaranada que antes y además cargó a su cuenta los abrigos de visón, un romántico búngalo, las cenas y regalos que le dio con tanta magnanimidad.
Convertida en una Hécate Swanson se destapó contra Joe en su biografía y confesó que la relación fue más allá del celuloide, e incluso culminó con un hijo, que el pícaro de Joe llamó Joseph Patrick y ella lo pasó como un retoño adoptado.
Otra de sus amantes fue Marlene Dietrich, quien lo llamaba “Papá Joe”. Años después el presidente Kennedy invitó a la actriz a la Casa Blanca para un encuentro amoroso y este le preguntó –con la discreción del caso– si alguna vez se había acostado con su padre; para no ser malagradecida le confesó que no y este se alegró de haber entrado a un lugar donde su padre nunca había estado.
Del cine saltó a la política y ahí intrigó, hizo alianzas, sacudió conciencias y desde la sombra gestionó el ascenso al poder de su hijo John F. Kennedy.
A todo chancho gordo le llega su Navidad. Con cuatro hijos muertos a la espalda, otro fracasado por cobarde y una en el manicomio, una apoplejía lo encadenó a una silla de ruedas y Joseph –Joe– Kenned falleció en 1969. ¡Por fin Rose pudo dormir en paz!