¡ Perdóname lector, porque he pecado! Mentí y lo hice convencido. Nadie en lo alegre de mi risa fió. Odié, con saña, a mis rivales. Convertí en un infierno la vida de la mujer que me amó.
Mi pecado favorito fue la vanidad. Fui el mejor, qué digo el mejor: ¡El más grande actor de todos los tiempos!; con solo la palma de mi mano, di vida eterna a cientos de personajes.
Tenía diez años –en 1917– cuando salí por primera vez a escena. Interpreté a Bruto, el asesino de Julio César, y de él aprendí que la culpa no está en las estrellas.
Produje, dirigí e interpreté las más variadas existencias en 120 piezas teatrales, 60 películas y 15 series de televisión. A lo largo de cinco décadas obtuve 13 nominaciones a la estatuilla dorada, cuando valía de verdad. Gané cuatro Premios Óscar , uno de ellos en 1983 por toda mi carrera artística.
Los Globos de Oro, los BAFTA, los Emmy, el León de Venecia y decenas de reconocimientos atiborraron las vitrinas de mi mansión londinense.
Hasta mis enemigos reconocieron que yo era “irrepetible”, aunque las exigencias de este oficio ahondaron mis inseguridades.
Indiferente, antipático, miserable, así me consideraban mis rivales. Uno de mis biógrafos, Philip Ziegler, se atrevió a publicar mis cartas secretas y echó otro leño para alimentar el fuego de mis detractores.
Es cierto, fui implacable. Mi odio hacia la Monroe fue una de las emociones más fuertes que he sentido. Merle Oberon era una pequeña y tonta aficionada. Joan Fontaine, francamente desagradable. Burt Lancaster y Kirk Douglas, qué podían enseñarme esos dos sobre actuación. Fui a ver a Peter O’Toole en Hamlet y ¡Me sentí avergonzado por el pobre tipo!.
Sí, debo reconocerlo, era un animal de teatro y estaba por encima de todas esas vacas sagradas de Hollywood, que pretendían brillar con las obras clásicas. Por eso me juzgaron de mezquino.
Aún así los críticos afirmaron: “Es una pantera, una fuerza de la naturaleza. Es imposible adivinar por donde va a saltar. Siempre lo hace en la dirección imprevista”.
Spencer Tracy me consideró el mejor actor del siglo XX y para muchos especialistas, fui el más grande intérprete que existió en lengua inglesa, por encima de Marlon Brando, con quien algunos me ligaron sexualmente.
Hombres y mujeres me amaron por igual; me daba lo mismo ostras o caracoles. El lenguaraz de Donald Spoto aseguró que tuve amores prohibidos con mi amigo el comediante Danny Kaye y hasta con Richard Burton. También, que obligué a mi tercera esposa, Joan Plowright, a eliminar toda referencia homosexual de mis memorias.
Bocón, infiel, narcisista y vengativo… todo menos guapo. “Palabras, palabras, palabras” como dijo Hamlet.
Discípulo del diablo
Se tomó la vida demasiado en serio, tal vez porque su padre Gerard Kerr fue un connotado pastor de la Alta Iglesia Anglicana y le grabó con fuego, el sentido de la culpa, que nunca lo abandonó.
En Dorking, un pueblito inglés en Surrey, nació Lawrence Kerr Olivier el 22 de mayo de 1907; el apellido lo habían heredado de un ancestro francés de orientación calvinista.
Salvo su creencia de que estaba predestinado al teatro, la vida de Lawrence estuvo muy alejada de la religiosidad de su padre; al contrario, la ambición, la intensidad y la pasión lo consumieron.
Olivier no distinguía realidad de la actuación; más bien, parecía encarnar a los personajes ficticios que interpretaba sobre las tablas o en la pantalla.
En la infancia recibió una educación férrea, en el hogar y en los diferentes internados donde estudió. La disciplina y la obsesión por tener todo bajo control atenazaron su vida; él se autoimpuso el deber de ser el mejor actor jamás visto.
A los 12 años murió su madre Agnes; las letras y el teatro fueron el bálsamo a la realidad hostil que debió enfrentar. En varias conversaciones, entre 1972 y 1981, confesó a su biógrafo Michael Munn los abusos sexuales que sufrió en su juventud, por parte de un pastor protestante.
Solo cursó un año en la Universidad de Oxford, la que dejó para estudiar en una escuela de arte dramático de Londres; ahí destacó por la manera tan particular de captar las complejas contradicciones del alma humana y expresarlas en el escenario.
Debutó como actor teatral a finales de los años 20 del siglo pasado; en un dos por tres se convirtió en la estrella del mítico Old Vic Theatre, que con el correr de los años llegaría a dirigir.
Muy joven saltó al celuloide y combinó éxitos con sonados fracasos; estos últimos lo convencieron de que el teatro era superior al cine.
Pese a ello fueron dos filmes los que lo consagraron: Cumbres borrascosas , de 1939, y Rebeca . En uno fue Heatchcliff y en otro Maxim de Winter. Así conquistó Hollywood y dominó las pantallas casi por medio siglo.
Desde lo profundo de su ego afirmó: “Yo hice Cumbres Borrascosas , William Wyler solo la dirigió”. En esa cinta derrochó emociones y su interpretación se resume en esta frase: “Ahí fuera nada es real. Nuestra vida está aquí”.
¿A qué se debió su éxito? A una dedicación completa al trabajo. Sus memorias son en realidad listas interminables de obras de teatro y de cine; era un auténtico atleta de la actuación.
Cuando su padre le ordenó, un día que estaba en la bañera, que fuera actor nunca pensó que sería una supernova artística. Una vez afirmó: “En el fondo de mi corazón solo se que no estoy seguro de cuándo estoy actuando y cuándo no, o para expresarlo con mayor franqueza, cuándo estoy mintiendo”.
La muerte le llegó de puntillas mientras dormía, rodeado de su familia. Luchó contra un cáncer y la gota, si bien se mantuvo en pie hasta el último día.
Fue el último aristócrata del cine. El 11 de julio de 1989 murió, más que un actor, un estilo.
Un gran romance
Todos los amores de Lawrence estuvieron ligados al escenario. Tres actrices, tres esposas. Se casó a los 23 años con Jill Esmond; la víspera de la boda ella le dijo que no lo quería y que no estaba enamorada. A Olivier eso le valió un rábano porque lo que deseaba era meterse en la cama con una mujer.
Mientras estaba casado con Jill conoció a Vivien Leigh. Era bella, talentosa, seductora y la culpa lo carcomía como una fiera oscura. Desde que ella lo vio por primera vez, en una obra teatral, expresó: “algún día, voy a casarme con él”. Por cuatro años ocultaron el affaire hasta que dejó a su mujer y se casaron en 1940.
Ocho años después Vivien le dijo: ”Ya no te quiero, te quiero como a un hermano, como a un amigo”. Así de fácil. Olivier cayó en un pozo: “Es cierto, la había descuidado porque mi trabajo estaba en primer lugar, casi ni tenía tiempo de responder sus cartas y ella no comprendía que eso me consumía la mayor parte de mis energías”. Confesó en su autobiografía.
Para salvar el matrimonio intentaron tener un hijo, pero ella lo abortó y lo hizo responsable por obligarla a interpretar a Blanche Dubois, en Un tranvía llamado deseo , sin importarle que estaba embarazada. Fueron al psiquiatra y comenzó una terapia de electrochoques que la convirtieron en un zombi.
Con los años la estrella llegó al convencimiento de que las alteraciones mentales de Vivien fueron culpa suya. Los dos vivieron años monstruosos: “nos juntábamos y nos separábamos; un día contentos y otro enojados”.
En una ocasión Leigh le rajó la cabeza, y él se dio “cuenta de que ambos éramos capaces de asesinar o de causar la muerte del otro. Ya no reconocía en Vivien a la mujer que un día amé”.
Al cabo de 20 años decidieron divorciarse, pero ella no pudo superar la separación y comenzó una racha de amantes, con tal de olvidarlo. La actriz Olivia de Havilland comentó en una ocasión: “Todo lo que le importaba era llevar adelante su papel y estar junto a él. No había nada más que eso”.
Pero los ataques de histeria era incontrolables, y en más de una oportunidad Lawrence debió dejar su trabajo para ir de Nueva York a Los Ángeles y apaciguarla.
Para serenarla contrató a Sunny Lash, una secretaria, que lo tenía al tanto de lo que ocurría. Lash era una mujer llena de rencor y envidia; más que cuidarla lo que hacía era burlarse.
Lawrence se unió a Joan Plowright en 1961, pero Vivien nunca lo dejó en paz. Bebía en exceso, todo el día pasaba borracha, fumaba cuatro paquetes diarios de cigarrillos, tenía episodios de ninfomanía que la hacían buscar hombres en la calle.
Por dicha se casó con un actor mediocre, John Merivale, al que Olivier le hizo jurar que cuidaría de ella y lo llamaría –a la hora que fuera– si algo le llegaba a ocurrir.
La noche del 7 de junio de 1967 Merivale entró al dormitorio de su esposa y la encontró muerta. Antes de pedir ayuda, tomó el teléfono y llamó primero a Lawrence. Este se hallaba hospitalizado; saltó de la cama, medio se vistió y salió en carrera, en un vano intento por despedirse de Vivien.
A solas con el cadáver le pidió perdón por todo el daño que le causó en vida. Tiempo después, al contemplar una vieja película de Vivien, rompió a llorar: “Esto sí que era amor. Verdadero amor”.