Érase un hombre a una trompeta pegado. De voz áspera, arenosa y ronca. Nieto de una esclava. Aprendió a tocar corneta en un hospicio para niños negros. Grabó 1.500 discos, filmó 50 películas y sembró la semilla del jazz , tal como lo conocemos hoy en día.
Con su imperdible pañuelo blanco y su trompeta barrió a The Beatles con ¡Hello, Dolly! , si bien siempre será recordado por What a Wonderful World , piezas moldeadas con fuego en el imaginario de la música popular.
Aterrizó en este planeta –el 4 de agosto de 1901– en la capital mundial del jazz , Nueva Orleans, el peor sitio para un negro. A principios del siglo XX, era el paraíso de los músicos y los racistas, que campearon a sus anchas por aquella sureña ciudad de Estados Unidos.
Desde que Louis Daniel Armstrong lanzó el primer berrido comenzaron sus desgracias, incrementadas en grado superlativo por la oscuridad de su piel.
Antes de recibir palos por ese detalle, su padre –William Armstrong– lo dejó botado en brazos de su mamá, Mary “Mayann” Albert, una prostituta que hacía la calle en Storyville.
La pobre mujer no era una sucursal de instintos maternales; para ganarse el almuerzo dejaba al pequeño Louis – y a su hermanita Beatrice– con la abuela Josephine, una venerable anciana que fue esclava y liberada tras la Guerra de Secesión.
Con esos datos el lector imaginará el triste destino que se le abría al infeliz, y cómo –apenas pudo sostenerse en pie– debió ingeniárselas para echarse unos mendrugos a la barriga.
Todos los caminos lo llevaban al despeñadero. Mientras aprendía las primeras letras en la Fisk School for Boys, sorteaba los reglazos y coscorrones de la maestra, pues Louis prefería andar detrás de las bandas callejeras o las que tocaban jazz en los botes que surcaban el río Mississippi.
A los seis años cantaba en las esquinas a cambio de comida. Prosperó un poco y vendió chatarra, oficio que en la adolescencia combinó con otros tan aristocráticos como: carbonero, repartidor de leche, estibador en barcos bananeros y limpiapisos en un cabaret.
Los vicios, la frustración social y la desesperanza asolaban a Louis, que a los nueve años tuvo su primer encontronazo con la ley, no con la justicia. Por esos días, la policía blanca detuvo en una redada a cinco niños negros, entre ellos el futuro genio del jazz .
Aunque Armstrong era escuálido como un faquir –de tanto aguantar hambre– y un palmo más grande que un enano, las autoridades lo acusaron de traficar cocaína, y de ser un personaje peligroso y sospechoso.
Sin mucho trámite, el prospecto de criminal acabó con sus huesos en el Colored Waifs Home, una casa correccional para infantes inadaptados.
El lugar era una especie de propedéutico para vagabundos, ladrones, jugadores, proxenetas, revendedores, farsantes, carteristas y especímenes humanos del peor pelaje.
Volvería ahí tres años después para encontrarse con el instrumento que cambiaría su vida: una trompeta.
Satchmo.
En el año nuevo del 31 de diciembre de 1912, Louis tuvo la ocurrencia de disparar varios tiros. De vuelta al reformatorio. Ahí, Peter Davis, el maestro de música le enseñó a tocar clarín, clarinete, corneta y trompeta.
Tras año y medio enrejado salió con otro talante y dispuesto a comerse el mundo. Por dicha, conoció a los Karnofsky, una familia judía lituana que lo acogió como a un hijo y le ayudó a seguir sus instintos musicales; ellos le compraron su primera trompeta.
Con los años, en agradecimiento a esos mecenas, Armstrong llevó en el cuello una cadena con la estrella de David y fundó The Karnofsky Project, destinado a financiar niños pobres con talento artístico.
Después trabó amistad en un club nocturno con el cornetista Joe King Oliver, quien sería su mentor y padre putativo.
A los 18 años, le dieron empleo en la Fate Marable’s Band. En 1922 se fue a Chicago y grabó su primer solo Chime Blues . Comenzó a brillar.
En 1925, lanzó My Heart , un disco con su nombre; un año después lo nombraron el “más grande trompetista del mundo”. Su estilo revolucionario y don de gentes le abrieron el pasillo para actuar con todas las luminarias musicales del siglo XX.
Adonde tocó triunfó. Sus giras duraban 300 días y nunca paró de trabajar, hasta que la edad minó sus fuerzas y aquella bocota ya no pudo envolver más la trompeta.
Fue el primer negro en romper la barrera de los grandes hoteles para artistas blancos. En una entrevista –en 1967– le dijo a Larry King: “¡Oh, sí! ¡Fui un pionero, papá! Nadie recuerda mucho esos días.”
Donó ingentes recursos a las luchas civiles promovidas por Martin Luther King; llamó traidor al presidente Dwight Eisenhower por favorecer la segregación racial y canceló una gira por la Unión Soviética –gestionada por el Departamento de Estado Norteamericano– por la violencia racial en su propio país.
Poseyó una gran fortuna que repartió con la liberalidad. Son proverbiales sus excentricidades: al final de los conciertos regalaba billetes; a un taxista le pagó la dentadura para que consiguiera empleo en una orquesta; financió fundaciones benéficas y –si bien tuvo cuatro esposas, pero ningún hijo– dejó una pensión vitalicia a un sobrino discapacitado.
Mientras dormía murió de un infarto al corazón, al amanecer del 5 de julio de 1971. Seguro vio árboles verdes, rosas rojas para mí y para ti y pensó: ¡Es un mundo maravilloso!