Maldito el que mueva sus huesos. Nadie puede servir bien a tres amos: los gringos, los comunistas y el narcotraficantes. Los dictadores acaban sus días entre sedas y tafetanes, algunos en olor de santidad y otros impolutos.
“Cara e’piña” fue una excepción. Pasó enjaulado los últimos 28 años de su vida. Asesinó, torturó, corrompió conciencias y escribió con sangre en el prontuario de sus días.
De 1983 a 1989 –Manuel Antonio Noriega– fue el “hombre fuerte” de Panamá, con poderes omnímodos concedidos por el gobierno norteamericano, además de ser el protector de los traficantes de cocaína y de cualquiera que pagara sus buenos oficios.
En los días buenos vivió en mansiones de ensueño, ofreció fiestas pantagruélicas y llevó la existencia de un excéntrico coleccionista de osos de peluche, vestidos de paracaidista.
Se autoproclamó General y se lo creyó, aunque de niño quería ser psiquiatra. Vendió su alma al dios del poder y acabó siendo un criminal; no el mejor, sí el más aplicado.
Unos dicen que nació en Ciudad de Panamá el 11 de febrero de 1934, otros que en 1936 y los menos en 1938. Para los efectos del caso da lo mismo. Ni siquiera se registró el nombre de sus padres, un contador público y una lavandera o cocinera. Lo cierto es que quien lo crió fue su madrina.
Estudió en el Instituto Nacional y ganó una beca en una academia militar de Perú; de regreso a su tierra inició una impresionante carrera en la Guardia Nacional, acicateada cuando apoyó al general Omar Torrijos Herrera, otro déspota golpista.
El lacayo de Torrijos barrió con los opositores políticos al régimen; hizo migas con la Central de Inteligencia Americana (CIA) y montó con ellos un enorme centro de espionaje para toda la región.
Ya fuera la justicia divina, la mala suerte o un atentado, resultó que Torrijos quedó hecho papilla cuando se estrelló en su avión, en 1981. ¡Qué importaba!, Noriega pasó de la sombra a la luz y desde su cuartel mandó sin asco a los títeres que colocó en la presidencia panameña.
Como líder de facto se ofreció al mejor postor. A Fidel Castro y a los soviéticos les vendió miles de pasaportes a $5 mil cada uno, utilizados por los agentes comunistas para sus operaciones terroristas.
Con Estados Unidos mantuvo una relación ciclotímica. Unas veces era un informante de primera línea para las agencias antinarcóticos, en otras traficaba secretos con sus enemigos. Nadie sabía de qué lado estaba.
Las ganancias ilegales de Noriega llegaron a los $772 millones y la Casa Blanca estimó la fortuna del General, meses antes de su captura por las tropas invasoras, en $300 millones. Y hay quienes dicen que el crimen no paga.
Duro de matar
Un persistente acné le devoró el rostro en su juventud, por eso le endosaron “cara e’piña”, si bien los yanquis preferían decirle “el man”.
Aunque se las hizo cuadradas a sus benefactores norteamericanos estos lo toleraban, como a un hijo descocado, hasta que los hartó con sus excesos. Uno de ellos fue decapitar a la oposición política, cosa que hizo literalmente con el Dr. Hugo Spadafora, un férreo rival empeñado en sacarlo del poder.
Ese crimen –en 1985– detonó una reacción en cadena y Noriega ensangrentó el país, amañó elecciones y llegó al paroxismo: desafió por completo a los Estados Unidos.
Ante las cámaras de televisión encabezó pandillas callejeras y lanzó sus brigadas antimotines –los doberman– contra los manifestantes. A su viejo patrono le gritó: ¡Ni un paso atrás!
El congreso norteamericano respiró profundo y aprobó una resolución para sacar a Noriega de Panamá e investigarlo por corrupción, fraude electoral, asesinato y tráfico de drogas. Le cortaron la ayuda militar y económica; el país entró en crisis y el hambre campeó entre la población.
Después de otro golpe de estado fallido, en 1989, se nombró “líder máximo” y la Asamblea Nacional declaró la guerra a Estados Unidos.
En la madrugada del 16 de diciembre de 1989 el presidente George Bush ordenó la invasión llamada “Causa Justa”. Una fuerza de ocupación de 27 mil soldados cayó sobre la ciudad, arrasó a sangre y fuego el barrio Los Chorrillos, donde estaban concentradas las fuerzas de Noriega; se estima que mataron a unos cinco mil norieguistas.
El dictador escapó, estuvo refugiado en casa de su amante Vicky Amado; después pasó a la Nunciatura Apostólica y ahí lo acorralaron los marines. Para atormentarlo rodearon la delegación papal con altavoces, por los que emitían –a todo volumen– música de heavy metal .
Finalmente, al ritmo de Panamá –de Van Halen– se rindió el 3 de enero de 1990. Lo llevaron encadenado a La Florida y lo condenaron a 40 años de prisión; fue extraditado a Francia en abril del 2010 y de ahí repatriado en 2011 para cumplir otros 20 años más.
Mientras estuvo tras las rejas sufrió paros cardíacos, hipertensión y otros males. A inicios del 2017 estuvo en cuidados intensivos debido a las secuelas de un tumor cerebral y, según los médicos, falleció a causa de una hemorragia postoperatoria el 29 de mayo.
La vida seguirá para su viuda Felicidad Siero y sus hijas Lorena, Sandra y Thays, quienes continuarán sus compras en las tiendas parisinas de superlujo, en la Rue Saint Honoré, gracias a los millones de dólares que nunca le fueron incautados al tirano.
Toda gloria es pasajera. De “cara e’piña” quedó su foto: camiseta café, con el número de reo federal 41586.