Cuentan de un rey que quiso cambiar su trono por un caballo; de príncipes convertidos en sapos; pero nadie hubiera creído que alguien se haría famoso por cantarle a una rata, y menos por usar un guante blanco y sobarse sus “vergüenzas” en público.
Poco importa si cantaba bien o mal, si era un pedófilo o un negro que quiso ser blanco, lo único cierto es que muerto genera más dinero que muchos vivos; porque la maquinaria de fabricar ídolos se alimenta de cadáveres.
Frustrado por un insomnio crónico, Michael Jackson recibió una dosis excesiva de Propofol, un sedante utilizado en las cirugías y que era suficiente para dormir a un diplodoco.
Elevado a la categoría de monarca del pop, como en su tiempo lo fue Elvis Presley y lo serán muchos por venir, Michael fue una marca excepcional surgida de las miasmas comerciales que al final lo engulleron, para vomitarlo con más fuerza tras su muerte, ocurrida hace cinco años.
Desde sus primeros coqueteos con la fama, al amparo de The Jackson Five, el monarca musical tuvo serios problemas con el estrellato y nunca manejó bien el dinero, la adulación constante y su obsesión por “dar al mundo lo que he tenido la suerte de recibir: el éxtasis de la unión divina a través de mi música y mi baile”. Un Dios hecho hombre, según sus propias palabras.
Los necrófilos ubican a Jackson como el muerto más rico del cementerio; los datos de la revista Forbes concedieron a los huesos del cantante el primer lugar –en tres de estos cinco años bajo tierra– como la celebridad que más billetes genera, muy por encima de vivos como Madonna o bien muertitos como Elizabeth Taylor, Bob Marley, Marilyn Monroe, John Lennon y hasta el nada veleidoso Albert Einstein.
Abrumado por las deudas, derivadas de las cuantiosas indemnizaciones y chantajes pagados para mantener el silencio en torno a sus supuestos apetitos carnales con mancebos y párvulos, el creador de Thriller y Bad halló en el óbito la puerta a la inmortalidad, y a la cancelación de sus cuentas materiales.
Por algo no podía conciliar el sueño y a Conrad Murray, su médico de confianza, se le fue la mano y le inyectó una sobredosis del sedante que lo convirtió en un bello durmiente, aunque no del bosque como en el cuento de Charles Perrault.
A los once años, el joven Jackson se dio el lujo de colocar en el primer lugar de ventas uno de sus discos; de ahí solo lo apearon las parcas y ni así, porque su funeral fue seguido –según los compulsivos de las cifras– por 2.500 millones de personas en el planeta y no se sabe cuántos extraterrestres más.
Los iconoclastas seguro se despellejan ante semejante idolatría, pero es que Michael Jackson fue una supernova cultural, cuyo talento eclipsó a sus contemporáneos y todavía no hay nadie capaz de atarle sus sandalias, ni siquiera en el papel de benefactor, pues ostenta la marca por las millonarias donaciones a obras benéficas.
La madre del cantante, Katherine, contó que si Michael veía en una esquina a un limosnero, detenía el auto y le daba todo el dinero que anduviera en el bolsillo, $300 o $400. ¡Corazón grande… Alma grande!
A paso lunar
Allá por 1963 un quinteto comenzó a destacar en los circuitos de talentos musicales de Indiana, Estados Unidos. Jackie, Tito, Jermaine, Marlon y el menor, Michael.
La pandilla de cantantes negros era lideraba por el ambicioso padre, Joe; este manejaba el grupo con severidad, exigencia, y cuando quería y le sentaba a su antojo aporreaba a Michael, el único solista que tendría futuro y llegaría a ser –él solito– una constelación en el imperio celestial de la música.
Con apenas 12 años, en 1970, Michael era la estrella de The Jackson Five, y vendían la friolera de ocho millones de acetatos; adonde hubiera un concurso de aficionados allá iban los rapaces: Chicago, Nueva York o Filadelfia.
El grupo era poco para Michael, y grabó como solista Got to Be There con buen suceso; alcanzó el primer lugar con Ben , una canción dedicada a una rata que fue la banda musical de la película homónima, sobre un roedor que comanda un batallón de asesinos.
Jackson siguió solo, pero a ratos le metía el hombro a sus hermanos, con la esperanza de mantenerlos a flote, hasta que conoció a Quincy Jones, un productor que fue su mentor y lo catapultó al mundo de los adultos. A su alero ganó el primer Grammy con Don’t Stop’til You Get Enough .
El parteaguas de su carrera fue Thriller , del año 1982, que hizo añicos todos los registros históricos musicales: vendió 50 millones de copias, encabezó las listas de más vendidos en Estados Unidos durante 37 semanas consecutivas. Con los siete temas de ese álbum ganó siete premios Grammy, y el video producido por John Landis fue el amanecer de la generación MTV.
Un año después impuso su marca de agua: el cadencioso moonwalk , caminar hacia atrás deslizando los pies; usar un guante blanco en la mano derecha y jalarse la que te conté.
Pero tras cuernos palos. En 1986 empezó a sufrir vitiligo, una rara afección que le blanqueaba la piel; al menos esa fue la explicación que dio el artista cuando dejó de ser negro, por fuera. También sus facciones variaron, se retocó la nariz, padeció de anorexia, de continuos mareos y comenzó a consumir fármacos como Demerol y Xanax.
Le dio por salir a la calle tapado con una mascarilla o con pañuelos, usaba a toda hora anteojos contra el sol y se granjeó fama de excéntrico, hipocondríaco y raro…, ¡bien raro!
Mas que en sus éxitos musicales, las orcas asesinas de la prensa concentraron sus colmillos en sus extravagancias: compró una propiedad gigantesca y la llamó Neverland (Nunca Jamás, la tierra donde los niños no crecen); armó una insospechada colección de mascotas; construyó un parque de diversiones con su propio ferrocarril interno; invitaba a niñitos a piyamadas en su mansión y se casó con Lisa Marie Presley.
Abrió así los fuegos de su vida amorosa con mujeres fetiche. El matrimonio con la hija de Elvis solo duró dos años; apenas la dejó, en 1996, se casó con Debbie Rowe pero nunca vivieron juntos. Aun así tuvo dos hijos con ella: Michael Joseph Jackson Jr. y Paris Michael Katherine. El tercer vástago, Prince –apodado Blanket– fue producto de la inseminación artificial y nació de un vientre de alquiler.
Los detractores de Jackson regaron la especie de que esos hijos no eran del divo; sobre todo por su confesada aversión al sexo, al menos con mujeres.
Las sanguijuelas de la prensa esparcieron el embuste de que Neverland era una telaraña, donde un presunto depravado atraía niños para someterlos a vejaciones inconfesables.
Uno de ellos, Jordan Chandler, lo acusó de besarlo, masturbarlo y practicarle sexo oral; el escándalo se contuvo previo pago de $23 millones a los padres del adolescente de 13 años. Años después, Jordan admitió que todo fue mentira, pero no devolvió ni un centavo del chantaje.
Lo mismo ocurrió con Gavin Arvizo, cuya mitómana madre inventó una historia de orgías infantiles que el jurado no creyó y declaró inocente a Jackson, acusado de 10 delitos sexuales que pudieron haberlo enviado 20 años al presidio.
Michael Jackson pasó sus últimos años acosado por la falta de dinero; las deudas; el desgaste físico y moral; tal vez, el fin de su magia lo hundió en un vórtice de sentimientos y sueños en la Tierra de Nunca Jamás.