
Toda su vida intentó escapar de sí mismo. Nunca fue él. Nadie lo conoció, ni permitió que lo conocieran; ocultó su rostro bajo la máscara del cómico.
Fue el intérprete perfecto, una máquina de carcajadas; un guante capaz de acomodarse a cualquier personaje, con la plasticidad de un camaleón.
En una ocasión fue un científico loco; en otra un estúpido jardinero que llegó a ser Presidente de Estados Unidos; encarnó a un baboso capaz de arruinar la fiesta más sonada de Hollywood y, será recordado siempre por su papel del imbécil policía francés: el inspector Clouseau, en todas las cinco versiones de La Pantera Rosa .
Una vez le preguntaron sobre él a Stanley Kubrick, el cineasta, y dijo: “¿Peter Sellers? No existe tal persona”; y él mismo actor reconoció: “Si me pidieran que me interpretara a mí mismo, no sabría qué hacer. No se quién soy”.
Para rastrear al verdadero Peter es necesario retroceder al 8 de setiembre de 1925; ese día nació en Southsea, un poblado costero de la ciudad inglesa de Hampshire.
Desde su nacimiento estaba predestinado a ser otro. Sus padres, Peg y Bill Sellers, le endilgaron el nombre de Peter Richard Henry en recuerdo del primer hijo de la pareja, que murió recién nacido.
Los Sellers eran unos comicuchos de baja ralea y Peg soñaba con que su retoño fuera actor. Ella era una manipuladora, dominante y rugía como un huracán a su pobre hijo: “No te rindas o serás un fracasado”.

Para Peg y Bill la educación era un estorbo a sus andanzas de teatrucho en teatrucho y Peter derivó entre una escuela y otra hasta que recaló, solo por unos meses, en el colegio de St. Aloysius. Ahí aprendió a tocar batería y ukelele, además de asistir a unos cursos teatrales; más tarde, el joven aprendería a bailar.
Algunos biógrafos sostienen que la ambición materna hizo del pequeño Peter un zagal malcriado, maleducado y consentido, que produjo una persona inmadura e incapaz de afrontar con ecuanimidad sus responsabilidades.
Tal vez esas serían las causas de sus memorables rabietas en el plató y aquella exigencia por ser querido, y entre más afecto recibía más admiración necesitaba.
Creció solo, lejos de pandillas y camaradas juveniles. Comió callado sus frustraciones y las sublimó imitando voces y acentos; así se convirtió en muchos, para dejar de ser Peter.
Tras las bambalinas solía escuchar los programas cómicos de la BBC; agudizó el oído y afinó la lengua, para entretener con su cháchara a los contertulios de los cuarteles de la Real Fuerza Aérea Británica, donde se alistó a los 18 años, en plena Segunda Guerra Mundial.
De vuelta a la vida civil intentó ingresar a la radio pero lo rechazaron y montó una argucia para convencer al productor Roy Peer, de la BBC, de las ventajas de contratarlo. Peter llamó a la emisora y fingió la voz de una reconocida estrella radiofónica, preocupada por la poca importancia que le daban a un talento tan prometedor como el del ingenioso Sellers.
Lo engancharon en el programa Crasy People , que después se llamó The goon show , y ahí creó un universo con personajes de pesadilla, tan o más desquiciados que él.
Sus primeros balbuceos en la televisión los dio con la BBC; en el cine debutó con Alec Guinnes en El quinteto de la muerte –1955– y obtuvo un sonado éxito con Un golpe de gracia –1959–, que le abrió las puertas para alternar con Sofía Loren en La millonaria , de 1961.
Aquí fue donde la marrana torció el rabo, porque Sellers se creía un pastelito de crema chantilly. La Loren estaba en su apogeo y jamás reparó en aquel filamento de hombre.
Si bien era una relación imposible e impensable, Peter se la imaginó y mandó al cuerno a su primera mujer, Anne, y a sus dos hijos, Michael y Sarah. Fue su primero de tres divorcios y comenzó una dieta espartana, combinada con antidepresivos y otras sustancias que debilitaron su corazón.
A los 39 años tuvo su primer infarto, que lo postró varios días. Con 52 años afrontó otro y le colocaron un marcapasos. En 1979 lo internaron de urgencia en un hospital de Dublín, Irlanda; pero el 24 de julio de 1980, lo fulminó una crisis cardíaca.
Una chica en mi sopa
Tenía más “mañas” que un jugador de fútbol y se afeitaba la lengua, con una navaja oxidada, para decirle sus verdades a directores, actores, guionistas y a quien osara contradecirlo.
Filmó con los mejores cineastas del siglo XX, por citar unos: Vittorio de Sica, Stanley Kubrick, John Huston, Hal Ashby, Jack Arnold y Blake Edwards; este lo inmortalizó con su saga de La Pantera Rosa , pero se llevaron a los revolcones.
Peter, además de alucinar por las drogas y la masonería, le hacía caso al astrólogo Maurice Woodruff y, en más de una ocasión, llamó a Edwards de madrugada para anunciarle: “ Ya se como resolver la escena, anoche me lo dijo Dios”. El actor insultó a Blake y durante siete años no le dirigió la palabra.
Pétreo y distraído, a sus esposas e hijos les hizo la vida de cuadritos y en una entrevista admitió: “no es fácil convivir conmigo”. Sus cuatro mujeres: Anne Howe, Britt Ekland, Miranda Quarry y Lynne Frederick, y sus tres hijos: Michael, Sarah y Victoria, sufrieron los efectos de vivir con un obsesivo perfeccionista, concentrado en sí mismo y en su carrera.
Una vez separado de Anne se casó con Ekland, el símbolo sexual sueco. Esta aspirante a actriz tenía 21 años y él 38. Su familia no asistió a la fiesta de bodas y a las pocas semanas partió a Hollywood a filmar Bésame tonto , con Billy Wilder.
La sueca no aguantó los celos, la histeria y la paranoia de Sellers. Ella reveló en sus memorias que la golpeaba, la obligó a consumir cocaína e intentó que abortara a su hija Victoria. A su lado, Peter sobrevivió a trece infartos, pero Britt lo dejó al cabo de cuatro años de infierno.
Tras dos años de soltería y juergas con Roman Polanski y Mia Farrow se ligó a Miranda Quarry, una modelo hija de un noble británico y miembro del “jet society”. Miranda apenas aguantó cuatro años y lo abandonó.
Su última mujer y viuda fue Lynne Frederick, una ambiciosa y bella trepadora de 21 años, experta en cazar hombres que le ayudaran en su carrera artística.
Por insistencia de Peter, ya cincuentón, se casaron en París y en su viaje de luna de miel, a bordo de un vuelo de Air France le dio otro patatús. El actor sabía que solo le quedaban dos caminos: el quirófano o el panteón, pero le tenía horror a los médicos.
Y como el que menos corre alcanza un venado, Peter murió sin modificar el testamento y ella heredó toda la fortuna, en cambio los hijos solo recibieron una pensión mensual de $2 mil.
La viuda se casó a los seis meses con el productor televisivo David Frost; se divorció y volvió a reincidir con el cardiólogo Barry Unger. Afectada por la depresión intentó suicidarse varias veces y al final murió alcoholizada a los 40 años. Iris, su madre, heredó los derechos de Sellers y cuando ella muera, pasarán a Cassie, la hija que Lynne concibió con Unger.
Los hijos de Peter crecieron a la mano de Dios; Michael, el primogénito se hizo su primer puro de marihuana, con los restos que dejó su padre en una bolsa y su primera línea de cocaína la probó en una fiesta a instancias paternas.
El cómico ganó mucho dinero pero lo gastó como un rajá. Ed Sikov, su biógrafo, dijo que Sellers tenía mansiones en varios países; usaba dos aviones uno para él y su comitiva, y otro para el equipaje. Lo demás lo dilapidó en drogas, clases de yoga, conciertos, en yates, redecorar las casas y en la “dolce vita” norteamericana.
De todos sus papeles el de Chauncey Gardiner fue su mejor autorretrato. Interpretó a un don nadie, que se convierte en alguien, sin que nadie lo conociera realmente. La película, Bienvenido Mr. Chance , está basada en el libro Desde el jardín , de Jersy Kosinski.
La muerte lo esperaba en Londres adonde llegó para firmar varios documentos; visitó antes la tumba de sus padres, pegó el ojo en una breve siesta y se alistó para ir a ver a unos amigos.
De pronto se sintió mal, resbaló y lo llevaron de urgencia al hospital. Su deseo final fue que las 22 personas presentes en su funeral escucharan, obligatoriamente, la canción de Glenn Miller, In the mood , que odiaba sobre todas las cosas.
Peter Sellers fue un alma a la deriva, un Ulises sin Itaca, un cuenco vacío, un fantasma que solo en la pantalla era un hombre de carne y hueso.