Hombre de la calle y de la noche. Encantador y elegante, fue el último “gentleman” del cine y de la vida. Las mujeres caían derretidas a sus hidalgos pies y las coleccionó con el esmero de un filatelista.
En la pantalla, o en la realidad, su presencia ocasionaba vagidos entre las damas y una feroz envidia de los machos celosos por aquel aire tan “british”, que lo mantenía a distancia de sus fanáticas.
Como nadie se burla del destino con tanto descaro, un lance amoroso casi acabó con esa imagen caballeresca.
Una de sus conquistas, Carole Landis, creyó a pie juntillas el cuento del seductor; entró en crisis cuando supo que solo le habían endulzado el oído y optó por lo impensable: suicidarse con una sobredosis de seconal.
Rex Harrison –como buen inglés– tomó el asunto deportivamente y dijo a la fauna periodística que Carole fue solo una anécdota, y que su único amor era su mujer Lili Palmer. Ella, también actriz, asumió estoica el papel de esposa fiel a su hombre; después lo mandó al cuerno por la humillación pública.
Harrison siguió como si tal cosa y se casó cuatro veces más con Kay Kendall, quien murió de cáncer; Rachel Roberts, se suicidó; Elizabeth Harris y Mercia Tinker, la viuda.
El actor pretendía lo imposible: andar de picaflor y que no se enterara el despreciable Walter Winchel, santón del periodismo farandulero que lo apodó “sexy rexy”.
Los chismes subieron de tono y acusaron a Rex de practicar sexo salvaje con Carole, y de buscar un medio para deshacerse de aquella lamprea. Algunos familiares de Landis señalaron que ella no se suicidó, sino que Harrison la mató.
Cierto o no la muerte de Landis tambaleó el altar del apolíneo Rex, que en 1948 era ya una estrella, merced a dos cintas: Anna y el rey de Siam y El fantasma y la señora Muir .
La maquinaria propagandística movió sus engranajes y la imagen de Harrison salió apenas con unos raspones, lista para inmortalizarse con Cleopatra; La agonía y el éxtasis ; El doctor Dolittle y Mi bella dama .
El lector recordará la última; un filme inspirado en la obra Pigmalión, de George Bernard Shaw, basado a su vez en el mito clásico del escultor que se enamora de su propia obra.
Infielmente tuyo
Desde niño Reginald Carey Harrison sabía que su destino estaba escrito en las estrellas, por eso cambió su nombre por Rex que en latín significa rey.
Sus padres, Edith María y William –un vendedor de algodón– atizaron su precoz vena actoral y a los 16 años debutó en un teatro de Liverpool, Inglaterra, donde nació el 5 de marzo de 1908.
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En la Segunda Guerra Mundial se unió a la Fuerza Aérea y al regresar aprendió las técnicas actorales por imitación, pues nunca hizo estudios formales.
Debutó en el cine a los 25 años con un papelucho en The school for scandal . Medró en películas simplonas hasta que King Vidor lo contrató para La ciudadela –en 1938– si bien demostró más capacidad para la alta comedia.
Aunque en la pantalla era un hombre ejemplar, en su vida privada fue un marido puntilloso, despótico e infiel. Se casó seis veces y coleccionó amantes como postalitas. Su primera mujer fue la actriz Colette Thomas. Tuvo un matrimonio turbulento y la dejó por Lili Palmer, una refugiada judía.
En Hollywood el lujo y las vanidades atraparon al actor y fue pasto de la prensa sensacionalista, sobre todo por faldero.
Así se ligó a Carole Landis, una aspirante a estrella que nunca decía no a nada ni a nadie. Los amantes se veían en Inglaterra y ahí los pescó el lenguaraz de Winchell.
El lance duró cuatro meses hasta que Landis decidió suicidarse el 4 de julio de 1948 a los 29 años. La prensa mostró al actor como un cínico y un viejo aprovechado.
Ese día Carole organizó una fiesta y después se preparó para recibir a su amante, porque la relación estaba un poco fría; cenaron y llegó el actor Roland Culver y su mujer.
Landis tenía lista una maleta con decenas de cartas comprometedoras escritas por Rex, en los días de vino y rosas que ambos disfrutaron.
Ya en su habitación redactó dos notas: una para la criada donde le pedía que llevara el gatito al veterinario pues tenía una patita tiesa; la otra, para despedirse de su madre.
Harrison fue el último en verla viva. Según su coartada a la mañana siguiente la llamó y como no atendió, supuso que dormía. En la tarde del 5 de julio insistió por tercera vez. Entró al dormitorio y la encontró tirada en el piso del baño: “Creo que está muerta”, dijo a la criada.
La actriz vestía una blusa blanca, falda a cuadros, unas sandalias y su cabeza reposaba sobre un cofre con anillos; tenía en su mano izquierda una estampita religiosa y a su lado un frasco con sedantes.
Rex encontró en la veladora la carta dirigida a la madre de Carole y exclamó “¡Oh no, querida, ¿Por qué lo hiciste?” Pasaron dos horas hasta que llamó a la policía, pero sin dar su nombre.
Para su buena suerte Culver encontró la maleta con las cartas enviadas a Carole y apenas las recibió las quemó en una chimenea.
Por aquello de las apariencias, Harrison y su mujer asistieron al sepelio de Landis y más tarde marcharon a París y aquí paz y después gloria. El caso quedó cerrado y solo sobrevivieron las conjeturas.
Y como el muerto al hoyo y el vivo al pollo, Rex siguió haciendo de las suyas, hasta que el 2 de junio de 1990, a los 82 años, le jalaron el mecate y lo llamaron a cuentas.