El lugar parecía una venta de esclavos. Un fulano salió con una caja de licor; Mabel Normand, una actriz, revolcaba los cajones de un armario: Adolph Zukor, capitoste de la Paramount, quemaba documentos en la chimenea; Charles Eyton, productor, recogía cartas indiscretas; Edna Purviance, una vecina, abanicaba al mayordomo que gritaba como una guacamaya histérica: ¡Mataron al amo!, ¡Mataron al amo!
Al alboroto mañanero se sumó un destacamento de policías, un enjambre de periodistas ultrasensacionalistas y una caterva de curiosos que desfiló por la escena del crimen, como si fuera un carnaval.
Un presunto médico ojeó el cadáver y dictaminó, prima facie , que la víctima falleció de muerte natural; la autopsia reveló que el cuerpo tenía un boquete en la espalda, causado por la bala de un revólver calibre 38. Era natural que muriese.
El suceso fue carnaza periodística de primer orden, por dos razones: una por el occiso mismo y otra por las porquerías que saltaron como gusanos, sobre la vida del finado.
Sobre una alfombra persa, en la habitación principal del lujoso bungaló del 404 de Alvarado Street, en Hollywood, yacía exánime William Desmond Taylor. Lucía sereno, con los brazos pegados al cuerpo, impecablemente vestido y con el rostro beatífico. Tenía 50 años.
Hasta ese día, 2 de febrero de 1922, Taylor era un respetado actor, guionista, director, productor y una luminaria en la naciente ciudad de los sueños, y antes de hablar de él había que lavarse la boca con potasa.
La brigada de homicidios descubrió, en el doble fondo de un cajón, una colección de fotografías con señoritas en posiciones ginecológicas bastante explícitas; un gavetero con prendas íntimas clasificadas por sus iniciales –como si fuera la Enciclopedia Británica – y una serie de flamígeras cartas firmadas por M.M.M.
Esas letras correspondían a Mary Miles Minter, una quinceañera que la Paramount tenía en perspectiva para sustituir a Mary Pickford, la novia de América. Mary escribió: “Te amo, te amo, te amo. Tuya para siempre”… ¡Bueno, hasta ese día!
Los periodistas se dieron un festín de inmundicias con William, porque este era un sepulcro blanqueado; en el día, adalid de la moral en la Babilonia del cine; en la noche, un crápula.
Más de uno tenía motivos para matarlo. Mabel fue su amante y a la vez de Mack Sennet –el comediante–; Charlotte Shelby, la madre de Mary, que custodiaba a su vestal; Henry Peavey el mayordomo homosexual que le proveía de efebos y hasta los traficantes de heroína.
Si solo hubiera sido eso, lo habrían canonizado, pero la verdad era aún peor: William Desmond Taylor no era quien decía ser. Su vida fue un retruécano o más bien un palíndromo.
Caras vemos
Una telaraña de vicios e intrigas amortajó a Taylor. Para empezar su nombre real era William Cunningham Deane-Tanner, natural de Irlanda donde pegó su primer berrido el 26 de abril de 1872.
Como en un novelón victoriano por entregas, al estilo de Charles Dickens, el padre del susodicho era un militar de lanza en ristre, espada al cinto y esperanzado en que su primogénito emulará sus hazañas marciales.
A William eso le valió un nance; huyó de la casa y en Alemania intentó ser ingeniero, pero prefirió unirse a una bola de tunantes teatrales en Londres y de ahí escapó a Nueva York, en 1890.
Bajo el nombre de Pete Tanner sedujo a Ethel May Harrison, hija de un banquero de Wall Street. El suegro le regaló una tienda de antigüedades y tras siete años de matrimonio desapareció, en 1908, sin dejar rastro.
Durante cuatro años tuvo empleos insólitos, desde gambusino en Colorado hasta actor itinerante en Alaska. Finalmente, apareció en 1912 en Los Ángeles, en peliculillas de Thomas Ince y en 1914 protagonizó El capitán Álvarez , con el nombre que grabarían en su lápida: William D. Taylor.
En un periquete saltó a director y en siete años grabó 40 filmes, entre ellos joyas como: Tom Sawyer, Ana de las tejas y Huckleberry Finn.
Todo marchaba a la perfección hasta que, en 1919, Ethel lo reconoció en uno de sus filmes y el castillo de naipes comenzó a derrumbarse. William aceptó ver a su hija Deisy y contribuir con su educación.
Además, por los días en que él abandonó a su mujer, su hermano Dennis hizo lo mismo con la propia y desapareció. La prensa especuló que el secretario de William, un tal Edward Sands era en realidad Dennis y que este le había robado $2.400, un lujoso Packard, trajes, alhajas y falsificó varios cheques. Todo era mentira.
También lo involucraron en un cuadrángulo amoroso con Mabel, Mary y su madre. De ahí se desprendió que Charlotte, celosa de su hija y empecinada en proteger la carrera artística de su chiquita, decidió pegarle un tiro a William.
El cineasta King Vidor, en 1967, recopiló todos los detalles del crimen con la idea de filmar una película; entrevistó a Minter y ella le dijo: “Mi madre mató todo lo que siempre amé”.
Con tal de no destapar más cloacas los jeques de Hollywood se autoflagelaron; exorcizaron las pantallas; aceptaron el código Hays de conducta moral: apretaron las tuercas a sus estrellas y tendieron una mortaja de censura.
En cuanto al atildado, millonario y respetado William Desmond Taylor, su espíritu medra en los Asfódelos, un campo sombrío y sin alegría, donde vagan las almas de quienes no fueron ni muy buenos, ni muy malos.