Víctor Carvajal tenía 18 años cuando lo despojaron de todo lo que conocía: su familia, su casa, su pueblo de Sarchí, su infancia y hasta su integridad. Era todavía un niño –con cédula, sí, pero un niño– cuando llegó a San José con poco más que nada. Su estadía en casa de papá y mamá había terminado abruptamente, después de que les confirmó su homosexualidad. Cuando Carvajal está en el set de Teletica, en las ropas de presentador de De boca en boca, vuelve a ser ese niño que hace 20 años lo forzaron a no ser.
De su afán necio por hacer el más bello jardín con un poco de maleza surge su definición de entretenimiento: para él, sus minutos al aire en el programa de las tardes son como “estar sentado en el corredor de verano un día en que no hay nada que hacer y que nos sentamos todos los de la familia a vacilar”.
Su personaje –que despierta distintas emociones en los televidentes– es el acercamiento más real que tiene Carvajal a dominguear con su familia, al natural, con sus muletillas y sus chistes impulsivos, con sus ganas de entretener y pasarla bien, sin más, sin menos.
Quizá opacadas por la montaña de cariño que recibe –solo en el perfil de Facebook en el que tiene más de 225.000 seguidores, digamos–, las críticas que se le hacen a Carvajal son sobre su forma poco convencional de presentar notas de farándula, su limitado filtro al hablar desde su verdad y su copete. Especialmente, su copete. A él le da risa, cuando mucho. Le hace gracia que muchos televidentes que lo veían en Canal 9 ya se habían acostumbrado a su pelo espacial, sin respeto por la gravedad, y, que al llegar a Teletica, tuvo que ver a otra gran parte del público tener que acostumbrarse también.
“Qué bonito que la gente opine; a mí me encanta”, dice.
Para alguien a quien el mundo ha tratado de formas que solo una minoría de costarricenses ha experimentado –después de que lo echaron de casa y se vino a San José, fue indigente y solía conseguir comida en bolsas de basura–, la actitud de Carvajal ante la vida es alucinante, encomiable, impávida. Es el tipo de persona que tiene presente dónde no quiere volver y que asume las zancadillas de las que se ha levantado como favores, no con remordimientos.
El brote de Víctor
De pronto algunos de los televidentes que no tienen el mejor concepto de Carvajal no conocen bien su historia y, de pronto, tampoco estén interesados en leer este artículo, pero vale la pena recordarlo, porque de otra manera sería muy difícil explicar al ser humano detrás del copete. Dos décadas han pasado ya desde su peor momento, pero, quien atraviesa las situaciones que a él se le presentaron, eventualmente aprende que las memorias no se borran, que hay que aprender a vivir con fantasmas en la espalda, en la cabeza, en el corazón, todos los días.
Ese año, entre los 18 y los 19, Víctor dormía en el parque Morazán o en el Central, o debajo de un poyo; hay un par de fuentes por las que miles de ciudadanos transitan a diario en las que tuvo que enjuagarse el culo. En la indigencia, quién sabe cómo logró zafarse de las adicciones: no lo engancharon ni el alcohol ni la piedra ni la mota. No tenía experiencia laboral más que un par de cogidas de café en Sarchí, y ni siquiera tenía currículo para dar una buena impresión en alguna entrevista de trabajo.
Durante casi un año vivió en esas condiciones, hasta que una persona leyó en su lenguaje corporal su desdén con la existencia y la mala vida, y le ayudó a conseguir un trabajo en un salón de belleza. No paraba de sonreír esas primeras semanas, con su flamante trabajo. Rápido aprendió a cortar pelo y a maquillar. Tanto se preparó que al tiempo una marca lo contrató como maquillador. Su vida se puso más interesante cuando otra marca más reconocida –Revlon– lo contrató como maquillista.
Para entonces, su nombre ya era conocido en el mundo de la “belleza”. Hasta podía salir del país a trabajar en ese campo. En Canal 7 hizo lo propio, fuera de cámaras. Durante esos años, todavía con la herida familiar reciente, no permitió que el rencor lo condujera a ningún lugar. Dice que nunca dejó de ayudarle a su familia, de darles comida y de intentar comprar su amor (algo que todavía no ha conseguido; más bien, le pusieron una pensión y le restringieron el acceso a su padre).
“Yo lo que necesito es trabajar, papi. Usted me da un machete y vámonos a chapear. Yo lo que quiero es bretear, ¡no figurar!”, asegura cuando se le pregunta si buscaba una carrera en la televisión desde entonces. Antes de llegar a Canal 9, ya no hacía maquillaje profesional, sino que le estaba ayudando a su pareja de hace años, José Acuña, en su funeraria, maquillando a los muertos en lugar de modelos o presentadores de televisión.
Cuando supo de que en Canal 9 estaban haciendo un casting, asumió como ciertas las palabras de muchos de sus amigos y conocidos, que le decían que era muy carismático y que haría un gran trabajo en televisión. Hizo seis horas de fila para probar suerte. De esa audición se eligieron a varias personas para que compitieran entre ellos para asegurarse un campo en el programa matutino Su mañana, donde eventualmente se quedó en el elenco oficial y empezó a enganchar seguidores.
Un año después de levantarse todas las mañanas para entretener a miles de costarricenses en televisión pública, un viernes, en medio programa, se dio cuenta de que ya no quería estar ahí y, siendo como es, pidió disculpas de antemano y renunció al aire. Había influido el recuerdo reciente de una reunión en la que lo llamaron “problemático”, su relación conflictiva con una de sus compañeras y el sinsabor de sentir que se esforzaba mucho y recibía poco reconocimiento. “Yo no sirvo para ser hipócrita”, dijo en la transmisión, y se despidió.
A muchos empleados de la televisión y el entretenimiento una acción de ese tipo les habría costado la carrera, pero Carvajal ya estaba en la mira de otros canales. Solo así se puede explicar que, en cosa de tres semanas, ya hubiera descartado una oferta en Repretel para optar por unirse al equipo de Teletica en las transmisiones de fin de año de las corridas de toros y de El chinamo. En esos espacios se estrenó como presentador antes de formar parte del programa De boca en boca, el cual comenzó en febrero y desde donde se catapultó su popularidad en el país.
Con comodidad
Carvajal ya no siente aquello que sintió cuando renunció a Canal 9, un medio al que igualmente agradece la oportunidad. En De boca en boca ha conseguido, por orden natural, convertirse en una suerte de líder. Es el presentador que más habla frente a las cámaras, el más desenvuelto entre sus compañeros y el que más llama la atención de los espectadores. Cuesta ver una transmisión del programa en la que él no interrumpa antes de mandar los titulares del día, siempre con alguna broma o un comentario que parece todo menos deliberado.
Se tomó muy a pecho la solicitud que le hicieron en Teletica cuando lo contrataron: “sea usted mismo”. Así lo manifiesta: “Como en todo trabajo, si usted llega jugando de lo que no es, mamó. ¡Mamó! ¡Mae, mamó!”. Se dice portador de la humildad, de la virtud de querer aprender en lugar de tirárselas de conocedor, y, especialmente, de no tomarse tan en serio. Pone en alto la facultad de hacer bien el trabajo, sea el que sea. “Yo vengo a ganarme los frijoles; de paso, sí, entretengamos a la gente, porque para venir a hacer lo que todos hacen, mejor no lo hago”, agrega. “Hágalo diferente: ¡póngale un adicional, un picantito!”.
“Yo casi no veo tele, ya me aburre ver lo mismo de siempre. ¡Qué pereza! La que es bonita jugando de rica, el que es musculoso enseñando los músculos, el que jura que es la última chupada del mango... No, aquí (en De boca en boca) es gente normal divirtiéndose”, asegura. “Para aprender está Buen día, o las noticias, o Discovery Kids. Yo no estoy para enseñar; para enseñar están los papás”.
En poco tiempo, siente que el público ya lo aceptó y que se formó una suerte de personaje alrededor suyo que, a final de cuentas, es un elemento potable, positivo, enganchador para los televidentes. “Ya la gente conoció a Víctor. Hay gente muy honesta en la calle que dice: 'Víctor, usted me caía mal, pero aprendí a conocerlo'. La gente entendió cuál es el rol de Víctor, que es entretener. ¡El pirucho ahí va a estar, no se preocupe!”.
Con tantos ojos viéndolo, Carvajal considera que si bien la vida le quitó a su familia, le dio a miles de personas que lo ven, que le desean lo mejor, que sienten que lo conocen. Esa es su familia actual, porque la familia nunca se escoge. “Existe contacto con la gente, entramos a sus casas y no queda más que agradecerle a la gente que me abran las puertas de su intimidad para poder hablar con ellos, aunque uno no los vea porque uno está en los aparatos ahí”, cuenta entre risas.
Quizá lo que más le sorprende es que tantos niños se le acerquen y lo saluden en la calle, primero porque el programa no estaba pensado para que lo vieran niños, y, segundo, porque lo hace pensar en las sobrinas que tiene y tanto quería, quienes dejaron de hablarle porque la mamá no las dejaba. “Es increíble lo que en algún momento a mí se me negó y ver ahora tanto chiquito que llega a saludarme. Yo vengo a generar un efecto positivo, al punto de que los papás tienen la confianza de dejar a los hijos abrazar a alguien como yo”.
Carvajal no planea cambiar pronto su forma de ser. Su sola presencia en medios de comunicación es una victoria que reafirma su identidad.
“Yo soy zoncho. A mí no se me olvida di’aónde vengo, no se me olvida que mis papás me echaron de la casa, no se me olvida que anduve en la calle, no se me olvida ninguna de las cosas que he tenido que pasar para estar aquí hoy. Lo que sí tengo muy claro es hacia dónde voy. Yo voy hacia un norte muy específico, que es crecer, surgir como persona, no dar el brazo a torcer y demostrarle a la sociedad que sí se puede, independientemente de lo que censuren”.
Este artículo fue editado en su versión web el domingo 4 de diciembre, a las 9:37 a. m.