Recordando aquellos años en que jugaba a Deletreando con Jack’s –sí, soy cuarentona– con mis hermanos y con mis compañeritas de la escuela, sintonicé nostálgica Spelling Bee, nuevo formato de Teletica. Eso sí, no me imaginé que la emoción de acompañar a las niñas y niños (52 en total) en su reto me llevaría a las lágrimas y a tragar grueso en más ocasiones de las que me gustaría admitir.
Deletreé cada palabra, di veredictos, detecté errores, celebré y hasta les soplé alguna letra desde mi sillón (no sé cómo no me oyeron). Cuando deletreaban bien la palabras, respiraba tranquila y los felicitaba más cuando la palabra era complicada. Solo me podía imaginar los nervios de los pequeños, de sus papás, de sus amigos y familiares. ¡Qué estrés!
Tenía que pasar. Es un concurso y había muchos que no seguirán después de esta primera noche. La impecable locutora Rosa María Solano dijo el primer “Es incorrecto”. La cámara mostró entonces unos ojitos tristes que me conmovieron, pero no estaba lista para lo que vino: observar al niño o niña llorar en el abrazo apretado con los papás. ¡Ay, chiquillos, qué llorada!
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El programa siguió: unos avanzaban, otros se iban. Y aunque los papás los animaban, sus lágrimas fueron nuestras lágrimas.
Unos ojos antes alegres e iluminados mostraban miedo al no poner la letra correcta y sentir la certeza de que se habían equivocado. La cámara hizo un pase y nos mostró cuando la niña dijo: “Ay, qué hice”. Yo respiré para diluir el nudo en la garganta, pero mi mamá no ayudó: “Cosita, cómo le hacen esto”.
Y fue Sofía la que me mandó a la lona. Deletreó gaveta con “b”; se equivocó y el corazón se me hizo un puño. Al revivir el momento, Sofía afirmó: “No siempre se gana… Soy capaz”. De nuevo, los ojos aguados.
El programa está creado para que uno viva el drama de estos chicos y lo logra a cabalidad porque lloró Sofía, lloré yo, lloraron en redes.
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Aprender a perder es una lección necesaria; sin embargo, en televisión nacional y en prime time, debe ser más intenso.
Los triunfos en palabras que muchas veces son pifias seguras –incluso para adultos con formación universitaria– me hicieron celebrar y decir: Bravo, Fulana; bravo, Zutano. Qué belleza esas sonrisas triunfales; fueron un verdadero oasis.
Sin embargo, verlos atacados llorando al recibir la medalla de consolación –un mérito nada despreciable porque llegaron lejos luego de audiciones y pruebas– mientras que un abrazo amoroso trataba de curarlo todo, me seguía partiendo el corazón. Fueron muchos; nadie me preparó y nunca me acostumbré.
Mi mamá, mi acompañante frente al tele esta noche, quiere que les perdonen las tildes, quiere ir a darles un abrazo a aquellos que no lograron, quiere brincar de la alegría con aquellos que nos dieron las palabras perfectamente deletreadas.
Las siempre tramposas “b” y “v”, “z” o “s” y la escurridiza “h” fueron las que más zancadillas les pusieron a estos escolares. Recuerdo cómo las sufrí, pero también cómo me fascinaron en la escuela y cómo me siguen emocionando en las páginas de los libros con su truculenta magia.
Ya no tengo resabio alguno de nostalgia, solo quiero que a Sofía le recuerden que errar es de humanos, que a veces duele, que a veces es dramático, pero que siempre pasa. Y así es Sofía: vos podés, no estés triste.