Hace unos meses, en la noche de cumpleaños de una cantante popular, Sandra Solano ingresó al salón privado de un bar tibaseño. La cantante, de 60 años y con la frente en alto, cruzada por una fina trenza, felicitó a su amiga, pidió una bebida ligera y se sentó en una mesa aparte con una amiga.
En pocos minutos, lograron convencerla de cantar para los invitados como solo ella, la Reina del Karaoke , sabe hacerlo. Entonces, la profunda voz de Sandra inundó el pequeño recinto, desgarrando nota por nota de dos boleros abrumadores, profundos. Nadie habló ni podía bromear: la voz de Solano exige respeto.
Ella, toda elegancia relajada, sonrió ampliamente, como suele hacer, con las uñas centelleantes alrededor del micrófono, herramienta que nunca ha soltado desde que, a los 14 años, empezó a cantar en locales. Nació para cantar.
Con una carrera que se extiende ya por cuatro décadas, la Señora Temperamento –títulos nobiliarios nunca le faltan a una diva– no ha conocido un día sin oficio. “La gente que trabaja siempre tiene arroz y frijoles (¡y honradamente!). Para que nadie se los regale, para que nadie se los saque en cara, hay que trabajar”, dice Solano.
En abril, sin embargo, tuvo que cerrar un negocio cuyo nombre acompaña a la música popular tica desde los años 70. Tras despedirse de su último local en Tibás , Sandra y Sus Momentos, un bar donde el karaoke cobraba visos de profesión, ya no va más.
“Lo pensé un año, y como dejar de fumar, como dejar de tomar, es una decisión que uno tiene que tomar de un solo”, confiesa la artista, de 60 años.
En Momentos, que fundó en el Centro Comercial El Pueblo en 1979, Sandra preparaba la cocina y algunos platillos, administraba el negocio y era la anfitriona que no quiere que nadie se quede sin bailar ni cantar. No fue fácil: “Amé, amo y amaré a Momentos... pero ya eran 36 años. Llegó el momento en el que me cansé”.
Como dice Solano en su página de Facebook, “para escuchar a Sandra, tenía que ir a Momentos, ahora Momentos va a la casa de ustedes”.
Elegancia. Nacida cerca de Iglesia de Las Ánimas, y luego residente en Hatillo por muchos años, Sandra Solano es ahora vecina de Guadalupe. Su casa está ricamente saturada de música, fotos que abarcan su carrera y una habitación reluce con todos sus vestidos, zapatos, collares y aretes (ella misma instaló las perchas y los muebles).
Conversando con ella, es fácil que una de sus firmes oraciones se haga cantarina y se deslice a la letra de una canción, de las docenas que cita y canta a menudo. “Mi papá nunca quiso que yo estudiara música, porque antes se veía muy mal a los músicos”, ha dicho Sandra varias veces.
De cinco hijos, solo ella se dedicó a la música, aunque resulta raro al conocer de sus padres. Luis Alberto Güila Solano fue director de la Banda de San José, músico de la Orquesta de Lubín Barahona y profesor en el Conservatorio Castella. Su madre, Rosario Coto, es una de las primeras grandes cantantes de bolero ticas –de hecho, la primera que cantó con una orquesta popular–.
Tenía 14 años cuando empezó a cantar en Le Gourmet, por entonces un popular local josefino. Sandra trabajó en belleza, vendiendo productos y maquillando. “Fui donde mamá y le dije: ‘Cantando, voy a ganar más plata en un día lo que estoy ganando en un mes’. Mamá me dejaba mientras cantaba y después iba por mí; todos los días, de lunes a sábado”, describe.
Sin embargo, la advertencia de su papá era seria: no debía convertirse en cantante. Sandra no le dijo cuando Paco Navarrete, legendario músico, la invitó a cantar con su orquesta. Pero Navarrete se impresionó con su voz y con la seriedad con que Sandra asumía el trabajo. “Maestro, ¿cuánto me va a pagar y cuándo va a ser el primer chivito?”, le dijo al fin de su primer ensayo.
Fue en Puntarenas, un Día de los Enamorados. Sandra había dejado la casa al cuidado de su tío, pues la fiesta acabaría tarde. Llamó a casa y, sin aviso, respondió su papá.
Volvió aterrorizada. “Yo ya tenía 22 años. Cuando yo entré a la casa, me dice papá: ‘Usted váyase para el cuarto; yo voy a hablar con Navarrete”. Sandra pegó la oreja a la puerta. “Mirá, yo sé que estás bravo, Luis Alberto, pero no podés hacer nada con Sandra. Vieras la locura con Sandra allá en el Puerto”, escuchó decir a Navarrete.
Entonces, su papá subió al cuarto. “Si va a escoger esa profesión, en primer lugar, no diga que yo soy su papá. Si usted quiere ser cantante, sea la mejor”, sentenció el padre.
Era estricto, exigente y así formó a Sandra, pero ella no lo sabría hasta muchos años más tarde. Por siete años, él llegó a las fiestas de aniversario de Momentos a escucharla y la reprobaba. “Yo no sé cómo hace, si usted canta horrible”, le decía. “La critico porque yo sé por qué se lo digo”. Al sétimo año, cuando entraba su papá, todos los músicos se ponían incómodos. Él tomó el micrófono y dijo: “A todos los amigos de mi hija, a los clientes, quiero decirles que ahora sí puedo decir que es la mejor cantante y se puede ir a cantar a cualquier parte del mundo”.
Así que lo hizo. Por Momentos pasaron celebridades como Julio Iglesias, Alberto Cortez y Jerry Lewis. Sandra cantó en festivales internacionales en Cuba, Colombia y Panamá, y viajaba con frecuencia a Miami. Se casó y se separó dos veces. Movió Momentos de sitio. Como embajadora del bolero tico, cantó con Braulio, con Roberto Cantoral, en el Festival OTI... , grabó anuncios ( Cuando diga sal, ¡diga Sol! ), el Paz para mi gente de la campaña de Óscar Arias... “Papá me estaba haciendo a mí”, considera ahora. Quizás, pero su voz es solo suya.
De amor. Toma una personalidad fuerte afrontar las cadencias y hondonadas de los poemas de amor del cancionero en español. Sandra combina la firmeza con una alegre disposición a que todos los que la rodeen la pasen bien. Una noche reciente, se vistió con un saco negro y se adornó el cabello con un moño espeso y llegó al Bar El Traktor, donde canta cada viernes.
Compartía con tres amigos en una mesa, sin dejar de reír, entre las luces centelleantes de un rancho poblado de luces multicolores. A las ocho en punto, se acercó al frente, se encendieron las pantallas con el clásico fondo azul y ella tomó el control del karaoke.
La facilidad con la que pasó de esa voz afable a la suntuosa entonación de En el balcón aquel volteó las cabezas del público hacia ella. Cuando Sandra canta, sus manos hacen la mitad del trabajo; a ojos cerrados, dibuja las notas con las manos. “Espero que estén tomando un aguadulce bien caliente para este frío”, broméo con su audiencia. Poco a poco, algunos se atrevieron a cantar también.
Vladimir, uno de los animados a cantar esa noche, fue alumno de la “escuelita de karaoke” de Sandra. Hace 20 años, tras la reticencia esperable de una artista formada con orquestas, compró una máquina de karaoke muy costosa. “Yo decía, ¿yo, cantar con karaoke? ¡Se volvieron locos!”, recuerda.
Desde entonces, en su casa recibe a estudiantes de este pasatiempo. No enseña canto en sí, sino técnicas de respiración, algunos trucos vocales y expresión corporal, todo para hacer cantar a quienes aman la música romántica.
El amor está en el fondo de esta historia. Cantar en un karaoke es perseguir una comunión con un cantante que, sin conocerlo a uno, delineó lo que uno siente. Aquella noche en El Traktor, Sandra cantó un popurrí de Leo Marini, con canciones como Caribe soy y Dos almas . Eran sonidos de otra época, hechos urgentes, necesarios de nuevo por la voz de una artista cuya garganta “debe ser biónica”. “Cada día creo que lo puedo hacer mejor”, afirma Sandra.
Así que seguirá cantando: “Me he realizado como hija, como amiga, como hermana. Creo que he llevado una vida tranquila. Bendecida y realizada”.