El olor impregna el aire. Durante días se pega al cuerpo, como el látigo a la piel del caballo. Hiede a zapato viejo quemado o como a una bola de sebo frita en una parrilla.
A veces no es tanto esa fetidez lo que molesta al verdugo, sino arrancar los pedazos de piel adheridos a la silla y a las correas. Bastan 15 segundos, en ocasiones dos descargas adicionales, y 2,500 voltios sacuden el cuerpo del condenado; bota espuma; orina; defeca y se achicharra por dentro.
¿Demasiada crueldad? O poca para alguien que ejecutó a 100 mujeres, de manera brutal, sádica y pervertida. Siguió, acorraló, secuestró, torturó, violó y mató a decenas de jóvenes universitarias, algunas de las cuales decapitó para guardar la cabeza como un “souvenir”.
Carismático, encantador, buen mozo, extraordinario comunicador y con una legión de seguidores, fue considerado el Rodolfo Valentino del crimen.
Nadie sabrá nunca a cuántas jovencitas liquidó, ni donde yacen sus despojos, pero Theodore -Ted- Robert Cowell Bundy fue enviado a la silla eléctrica solo por dos homicidios, y aún en la hora final -a los 43 años - alegó su inocencia y ser la víctima de un sistema maligno.
En el hombre hay mala levadura. Graduado en psicología, estudiante brillante, servicial con los demás, pocos podían pensar que aquel atractivo joven de 28 años era un río de turbulentas aguas negras.
Cuando el sexo y la sed de sangre agitaban sus entrañas salía de cacería. Se colocaba un brazo en un cabestrillo, recogía unos libros, subía a su pequeño Volkswagen color crema, se estacionaba en el parqueo de una universidad y esperaba –con la paciencia de una araña– a ver quién caía en su red.
De pronto, aparecía una estudiante; veía aquel extraño joven de amplia sonrisa y rebosante amabilidad, que a duras penas intentaba guardar los libros en la cajuela del auto. Se ofrecía para ayudarlo. Un golpe seco y el cuerpo caía inerte dentro del carro.
Si ese truco no funcionaba acudía al de estallar las llantas del vehículo,
fingir averías o –si el deseo era incontrolable– irrumpía como una tormenta en una habitación y destrozaba a su víctima. Eso le pasó a Joni Lenz, de 18 años, el 3 de enero de 1974.
Entró al cuarto de Lenz, en el barrio universitario de Seattle -Washington- y le partió el cráneo con una barra metálica; la violó y la desgarró con la pata dela cama. La encontraron desangrada pero viva. Estuvo en coma varios meses y sobrevivió, pero con un daño cerebral permanente.
Ya nada lo detendría. Lynda Ann Healy, de 21 años, trabajaba con niños discapacitados y Ted la sorprendió mientras dormía, en el apartamento que compartía con otras cuatro amigas. La amordazó, le quitó la bata, acomodó la cama y escapó con su presa por una ventana.
Bundy lanzó el cuerpo de Lynda al cementerio particular que tenía en un bosque cercano; ahí llevaría los cadáveres de otras mujeres a las cuales conoció en un café, en la carretera, en la playa o en las aulas.
El extraño de al lado. Bundy tenía un rollo familiar un poco complicado. Fue hijo de una madre
soltera, Louise Cowell, con una educación religiosa severa. Los abuelos de Ted, Samuel y Eleanor, lo adoptaron y le hicieron creer que era su hijo y hermano de su propia mamá.
Los dos emigraron a Tacoma, Washington y Louise se casó con John Culpepper Bundy con quien tuvo cuatro niños más. Fuera de aborrecer a su padrastro Ted llevó una infancia feliz, y sus amiguitos lo recordarían como un niño popular e inteligente.
En la adolescencia afloraron sus complejos de inferioridad y comenzó a desear un nivel de vida media-alto; con tal de pagarse ciertos caprichos cometió hurtos en tiendas, robó autos y se volvió un rufiancillo de medio pelo.
Ingresó a la universidad, en 1966, y conoció a Stephanie Brooks una guapa estudiante de psicología, inteligente, independiente y de buena familia. Era un sueño. La relación duro dos años y ella lo abandonó porque Ted era un inmaduro.
Bundy nunca asimiló la ruptura y su mente quedó marcada por el despecho y la venganza; la mayoría de sus víctimas fueron como ella: muchachas blancas, atractivas, de cabello negro lacio y peinadas con raya al centro.
La psique de Ted se quebró y comenzó a espiar a las mujeres en los vestidores; se volvió adicto a la pornografía y sus fantasías sexuales iban “in-crescendo” y deseaba saber hasta dónde podía llegar, sin perder el control y dominio de la víctima.
A los 24 años conoció a Meg Anders y se convirtieron en amantes; entró en un periodo de calma relativa. Terminó sus estudios de psicología, trabajó en una oficina de atención de crisis, fue consultor en varios programas de prevención del crimen, lo galardonaron por salvar a un niño y participó en la organización de una campaña electoral para un candidato republicano.
Con 27 años Ted era ya un hombre maduro, con iniciativa, confiado en sus capacidades y con un futuro alentador. En realidad se había transformado en el depredador perfecto, con un aire inofensivo y a la espera de que en su mente se activara la espoleta de su locura.
La saga criminal de Bundy duró cuatro años, entre enero de 1974 y febrero de 1978. Recorrió Washington, Utah, Colorado y Florida dejando una estela de secuestros, sangre y muerte.
El cenit de sus correrías lo alcanzó el 15 de enero de 1978 cuando entró a la residencia Chi-Omega; ahí atacó a cuatro estudiantes, mató a porrazos a dos, destrozó el cuerpo de las restantes y huyó.
El 9 de febrero de ese año cometió su último asesinato, en Orlando, Florida. Convenció a Kimberley Leach, de 12 años, para que abandonara el patio de la escuela y subiera a su carro. La torturó varios días, la degolló, la metió en un barril y se descompuso tanto que fue imposible establecer la causa de la muerte.
Por conducir de manera errática un policía lo capturó en la noche de San Valentín. Pidió que lo mataran, pero no tuvo tanto suerte y al final un juez lo condenó a morir en la silla eléctrica, el 24 de enero de 1989.
Ese día lo sacaron arrastrado de su celda, lo raparon, pidió permiso para ir al baño y a las 7:04 de la noche recibió dos descargas mortales.
Afuera de la prisión estatal de Starke, en Florida, cientos de espectadores reventaron pólvora, cantaron, vitorearon y celebraron, comiendo hamburguesas asadas… al estilo Bundy, el fin del primer criminal mediático del siglo XX.
Un hombre malo. Los exámenes psicológicos demostraron que Ted Bundy mutaba de un hombre normal a otro psicótico, maníaco depresivo y esquizofrénico. De niño era tímido y solitario. Recordó Samuel Cowell, sy abuelo, lo golpeaba y le inculcó su odio a los negros, a los italianos, a judíos y a los católicos; además era un adicto a la pornografía. Desarrolló un lado oscuro atormentado, motivado por retorcidas fantasías y una sexualidad necrófila, a muchas de sus víctimas las violó muertas. Ted sufría cambios de humor repentinos; era impulsivo, carente de emociones, narcisista, histérico, ansioso, depresivo, padecía de complejo de inferioridad, inmaduro, mentiroso, obsesivo y creó una realidad paralela donde él era su propia ley.
Asesinó mujeres porque en ellas veía a su madre Louise y a su novia Stephanie Brooks, que lo abandonaron. Una de niño y otra en su juventud. Rara vez varió su método criminal: seguía a la víctima, la secuestraba, la llevaba a su matadero particular, la estrangulaba y una vez muerta la violaba con un objeto. Siempre las mordía, en sus pechos o en sus nalgas.Sus “herramientas” consistían en un juego de esposas, una piqueta, una media, un pasamontañas, varios metros de cuerdas y tiras de sábanas blancas.