Ya entregada la Palma de Oro y pasado el vendaval de películas, el festival más prestigioso del mundo del cine seguirá, como todos en la industria audiovisual, ansioso por el porvenir.
En una batalla digna de un western, Cannes y Netflix han estado desenfundando sus pistolas a lo largo de los años, con ocasionales tiroteos que, como el de este año, llevan a críticas y analistas a precipitarse. A todos nos gustaría ser el primero que cante al vencedor, pero no es asunto fácil dirimir una pelea sin reglas.
Básicamente, lo que ocurrió este año fue que Netflix retiró todas sus películas (“contenido original”) de la programación del festival, en protesta por la regla del festival que exige que las cintas que muestra en competencia sean exhibidas en cines de Francia.
Netflix preferiría que una vez mostradas en el festival, pasen directo a su plataforma. Naturalmente, los exhibidores franceses presionaron mucho a Thierry Fremaux, director de Cannes, pues no quieren perder ese mercado, ya dolido por la merma de asistentes a salas.
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Ted Sarandos, jefe de contenido de Netlix, enmarca el problema como un conflicto entre el “pasado” y el “futuro” del cine. Personalmente, soy alérgico a las narrativas adventistas: nadie conoce el futuro y apropiárselo siempre es peligroso. No obstante, es difícil tomar partido por uno u otro en esta batalla de modelos de negocio, que no de arte.
Y este es el punto clave: la discusión no se trata, por más que analistas y críticos y fans de uno u otro digan, del arte, del contenido de las películas, sino de quién las explota comercialmente.
“El festival ha escogido celebrar la distribución en vez del arte del cine”, dijo Sarandos; ha elegido definir el arte por su modelo de negocios. Pero ese es un argumento fácil de volcar contra Netflix, que precisamente ha basado su crecimiento estrepitoso y su producción de contenido en la apuesta por un modelo de negocios que aspira a noquear a los competidores y dominar por completo el mercado tal como hacen Facebook o Google.
El acercamiento de Netflix es que el libre mercado determinará el futuro del arte; el de Cannes, que las regulaciones internas pueden fortalecer las industrias locales y, con ellas, la calidad de la producción de cada país.
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No todas las pelis, en otras palabras, deberían de ser producidas con el mismo propósito y para el mismo destino; un debilitamiento de las opciones de crearlas, que favorece a una plataforma billonaria basada en la apuesta de recuperar dinero cuando su hegemonía sobre el mercado se imponga, puede ponerlas en peligro tanto como la restrictiva, torpe y errática estrategia que muchos distribuidores y exhibidores “tradicionales” emplean.
Todos queremos ver películas buenas, nuevas y frescas. Netflix ha producido muchas series y películas emocionantes, pero bien sabemos que a veces le cuesta vender su propia oferta, hacernos llegar la información de las joyas ocultas que tiene.
Por su parte, los festivales de cine no han hecho más que expandir los menús de una cinematografía global diversa y arriesgada, pero son por naturaleza restringidos de audiencia, y los distribuidores y exhibidores no han reaccionado todos con las mismas ganas de innovar. El riesgo, es cierto, les sale caro, muy caro, en una era de audiencias en declive –por muchísimos más factores que simplemente la irrupción del streaming–.
Pase lo que pase, los espectadores seguiremos atentos y esperando respuestas que traigan el mejor y más variado cine de las mejores y más variadas maneras. Recuerdo a menudo a James Gleick, quien hablando de las bibliotecas, señalaba que los gigantes del comercio en Internet suelen hablar de que están construyendo una nueva sociedad, “pero un mercado no es una sociedad”.
Y el mercado tradicional, por su parte, tampoco puede ignorar los cambios que ocurren en ella. En esta guerra entre supuesto proteccionismo y mal llamado libre mercado, el espectador es el que más puede perder.
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