Una mesa. En sus costados Don Ramón, Doña Florinda y Doña Clotilde invocando espíritus chocarreros; abajo el Chavo, hecho una bola de nervios y espasmos. Al fondo se abre una puerta y Quico, con cara de poseso, avanza a tropezones hasta apoyar una fría mano en el hombro de un aterrorizado Monchito. Desvanecido, Ramón Valdés vuelve a ver a la cámara y listo: la mejor escena en la historia de El Chavo del 8 .
El anterior pasaje me lo sé de memoria, como otros tantos de la teleserie mexicana, porque en mi casa acostumbrábamos grabar El Chavo en VHS, y repasarlo una vez, y otra... y otra.
Hola, mi nombre es Víctor y soy chavoadicto . La obra de Chespirito fue fundamental en mi educación, en mi visión de mundo, en mi cultura universal. Y esto sucedió sin proponérmelo desde mi infancia, en aquellos años en los que veía el programa a escondidas de mi mamá, buena mujer preocupada por el contenido de los programas de televisión que ven sus hijos.
Hace un par de semanas, por motivos de trabajo, me tocó compartir coberturas en Estados Unidos con varios colegas latinoamericanos. Y en nuestros desplazamientos en buseta uno de nuestros temas predilectos fue El Chavo, que podrá ser mexicano de nacimiento pero para todos los efectos tiene una paternidad compartida por todo el continente.
El peruano Diego, la colombiana Liss, el venezolano Humberto y el tico que acá escribe resultamos tan eruditos en los asuntos de la vecindad como los mexicanos Hugo, Eric y Ana Lucía, lo cual no dejó de ser una agradable sorpresa para ellos. Y ahí íbamos, una ensalada de acentos con un asidero común en cuentos como el de las aguas frescas de limón que parecen de Jamaica pero saben a tamarindo.
El intercambio de anécdotas fue espontáneo, seguro porque los no mexicanos creemos que la población del país azteca debería, a huevo, ser mucho más fiebre de El Chavo que nosotros. Parecía casi que lógico, partiendo de que se trata de uno de los mayores activos culturales de aquella nación. Sin embargo, al final tanto sabían ellos como nosotros del andar del Peterete, del juicio de la sociedad contra un niño llamado El Chavo y de cuando Chómpiras, Botija y La Chimoltrufia trabajaron en un hotel.
Todos sabíamos para ese entonces que Chespirito estaba viejo, enfermo, frágil. Su muerte, pocos días después, no debió sorprendernos pero igual nos impactó. El cúnico pandió por redes sociales y al parecer la mitad de mis contactos de Facebook en algún momento de su vida se fotografió junto a Roberto Gómez Bolaños.
Dentro del elenco mi fidelidad siempre fue, no para Chespirito, sino para Valdés y Carlos Villagrán, por mucho mis favoritos. Sin embargo, es innegable que el genio de don Roberto estuvo siempre en sus impecables guiones y en sus tremendas interpretaciones.
Los que nacimos en los 70 éramos muy chamacos cuando fallecieron los integrantes mayores del reparto, como Angelines Fernández, Raúl Chato Padilla y el gigante Ramón Valdés. No tuvimos oportunidad de llorarlos. Y es por eso que hoy la muerte de Chespirito nos duele tanto, pues nos alcanza justo ahora que les heredamos a nuestros hijos el legado de la buena vecindad.
Roberto Gómez Bolaños y yo no cruzamos palabra; no tengo foto con él (porque la ocasión no se me dio). Sin embargo, a El Chavo, el Chapulín Colorado, Chaparrón Bonaparte, Chómpiras y al Doctor Chapatín sí los veo a diario.