Cuando Melissa Mora se sube al escenario, nos arden los ojos. Todas tenemos algo qué decir de ella: todas opinamos, a todas nos pica y aparece la necesidad incontenible de rascarnos. Nos rascamos siempre, sin darnos cuenta: cuando nos preguntamos en voz alta qué habrá hecho la compañera nueva para que le dieran el ascenso que estábamos esperando desde hace un año. Cuando llamamos “zorra” a una muchacha por el largo de su vestido. Hay algo de esas “mujeres enemigas”, que lo dice todo sobre nuestras propias carencias: odiamos a la que es más segura de sí misma.
A la que se atreve a usar una blusa más escotada. A la que se puso tetas. A la tarimera. A la que no le importa si se le ven las estrías. A cualquiera que lucre con su apariencia física. Para muchas, el único mérito de Melissa Mora es su cuerpo. Sin eso ella no es nada. Y a ese cuerpo condenado desde todos los flancos le lanzamos toda la basura imaginable: de fijo es una idiota. Seguramente es una cualquiera. No tiene ningún otro talento más allá de sus nalgas o sus caderas.
Melissa Mora nos duele en lo más profundo de nuestro ser y podemos ser muy hipócritas y afirmar, desde nuestra propia superioridad moral, que ella representa todo lo que está mal con nuestra sociedad. Pero en el fondo, muy ocultas entre las excusas y las justificaciones éticas, están las verdaderas razones: le tenemos envidia.
Nos estorba que sea una mujer desenvuelta. Nos irrita que se atreva a subirse a un escenario cuando apenas sabe cantar sin fallar las notas. Nos molesta cuando afirma que “le sobra talento”.
Porque si tuviéramos un octavo del empuje que Melissa tiene, de fijo concluiríamos uno que otro proyecto suspendido en el aire: nos atreveríamos a ir solas de viaje. Cambiaríamos de trabajo para, finalmente, hacer algo que en realidad nos guste. Dejaríamos la relación de pareja monótona que no nos satisface. Publicaríamos el libro de poemas que comenzamos a escribir desde la secundaria. Iríamos más al gimnasio...
Melissa tiene el poder de descompensarnos porque se atreve. La llamamos “tierrosa”, “arrastrada” porque nos duele no ser como ella. Insolamos a la otra, a la diferente, a la que es el espejo de todas nuestras inseguridades porque nos da miedo. Pero aunque nos incomode, Melissa tiene una gran lección para nosotras.
Las chicas como ella nos dan la oportunidad de comenzar a ejercer nuestra soberanía a partir de la manera en que vemos y juzgamos a las demás. A partir del reconocimiento de nuestras propias carencias. Nos dan el chance de aprender sororidad. Y lo más importante de todo, nos pueden enseñar a aceptar nuestras inseguridades sin atacar lo que les sobra a las otras y que es, a todas luces, lo que nos falta a nosotras mismas.
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