La primera vez que James Gandolfini vio el final de los finales de la serie Los Soprano , su reacción fue decir “¿Qué putas? (¿What the fuck?)”. “¿Después de todo lo que habíamos pasado, de toda esta muerte, y acaba así?”, se preguntó el actor que encarnó durante 86 episodios a Tony Soprano.
Los Soprano cambió el juego, de la misma manera en que Chuck Berry cambió la música y que Isadora Duncan cambió el baile. Olvide que soy un tipo que escribe en una revista sobre tele: tengo el presentimiento de que la televisión es el nuevo gran medio para el arte de masas y, en buena parte, este estatus fue sembrado por las seis temporadas de Los Soprano .
La serie de gángsters le abrió el camino a ciclos de grata memoria, como The Wire , que supo que el televidente podría aceptar nuevas historias si se le contaban para asombrarlo. A partir de que Tony salió a la pantalla, los guionistas y productores de series como Breaking Bad pudieron decir: “Mi proyecto es arriesgado pero conseguirá público. Ya lo hizo Los Soprano ”.
Ver por primera vez la serie fue una experiencia iniciática. Con tanta producción extraordinaria que ha visto la luz desde entonces es difícil dimensionar lo que significó para la pantalla aquel estreno de 1998. Cuando vi Los Soprano por primera vez hace mucho que yo había dejado los pantalones cortos. Sin embargo, aun entonces la serie me enseñó que todavía era un televidente niño, justo cuando creía –como todos los universitarios– que ya tenía el mundo descifrado.
La serie probó que todavía cabía el asombro en la televisión, un aparato para el que la llegada de Internet anunciaba su declive. Así como Seinfeld lo hizo con la comedia, Los Soprano llegó a remecer los lugares comunes del drama. Un mafioso debe luchar a favor de su sanidad mental, en un mundo en donde se lucha cada día por el poder, en donde el poder se mide con dinero, y en donde el dinero se obtiene con violencia. Entre tanto, el capo va a sesiones con la doctora Melfi, una psicoanalista que no tuvo el mismo protagonismo en todas las temporadas, pero que siempre sirvió como recordatorio sobre cuál era el centro de la serie.
Los Soprano ata su último gran nudo cuando la doctora Melfi lo abandona como paciente, pues se convence de que la terapia no sirve para que Tony sea una mejor persona; por el contrario, la terapeuta sospecha que el jefe de la mafia de Nueva Jersey pudo haber usado el psicoanálisis para afinar sus conductas sociópatas. Esta derrota por salvar el alma del gángster es el punto final de la serie, y no me digan otra cosa, por favor.
Lo que viene después de ello es un atado de nudos menores que resultan en la escena más enigmática que ha conocido la televisión. Tony y su familia cenan en un restaurante. Se crea una tensión con respecto a un personaje desconocido que repara demasiado en Tony, suena la campana de la puerta, el gángster levanta la mirada y la pantalla corta a negro durante varios segundos antes de que empiecen a correr los créditos. Es un final sin final, una culminación anticlimática. ¿Se tejía un atentado contra Tony? Nadie nunca lo supo, ni siquiera el magistral James Gandolfini.
Las expectativas del cierre de la serie estaban por el cielo, y su creador, David Chase, decidió dejarnos en el vacío. Fue un final cortado y absurdo.
El pasado 19 de junio, James Gandolfini murió de un ataque cardiaco en Roma a sus 51 años de edad. Fue otro final cortado y absurdo. Cómo se procesa una noticia como esa sobre un ídolo. Solo cabe un “¿what the fuck?”