19.000 niños enfrentan penurias para educarse en escuelas unidocentes
Entre febrero y diciembre, Jessica Quesada se levanta, todos los días, a las a las 5:00 a. m. para ir a la escuela. Tiene 12 años y vive en una casa construida con tablas de madera, donde el único cuarto lo comparte con su hermana Ángela y su mamá.
Luego de desayunar se mete a un improvisado baño afuera de su casa, donde una gran bolsa negra sirve de cortina y un palo de madera es el gancho para colgar la ropa.
Ya con su uniforme puesto emprende camino hacia la escuela unidocente de Flor de Islita, en Puntarenas. Ahí todos los niños –desde primero hasta sexto grado– comparten la misma aula, el horario y un mismo profesor.
La historia de Jessica es similar a la que viven otros 19.132 niños que asisten a una de las 1.475 escuelas unidocentes del país, ubicadas casi en su totalidad en la zona rural. Estos centros son el 36% del total nacional (4.107) y tienen entre uno y 30 alumnos.
Los niños enfrentan una serie de penurias para estudiar que van desde las económicas en su casa hasta falta de internet, libros y útiles en sus escuelas, cuya infraestructura, a veces, está en mala condición.
El trabajo también es parte de sus vidas. Después de clases, Jessica dedica sus tardes a buscar carnada para pescar; lo hace para que su madre la venda a los pescadores del puerto, en Puntarenas.
En esa tarea, no pocas veces el sol le quema la piel o se expone a la “picadura” de una mantarraya. A cambio de todo ese esfuerzo, la familia recibe un pago mínimo para sostenerse.
Obligaciones parecidas también tienen los otros niños que viven en Flor de la Islita, una isla que pide auxilio por la violencia que le aqueja. En octubre, una banda de asaltantes entró al manglar y, a balazos, intentó robar los botes de pesca de sus habitantes.