Luz en rojo, esa es la señal para que el espectáculo comience. Bolitas al aire, clavas dando vueltas, machetes afilados volando, cadenas con fuego trazando círculos.
El semáforo ya estaba “cargado”, había unos cinco carros haciendo fila. “Buenas tardes, les presento un poco de arte”, así se anunció la joven Stephanie Vargas antes de comenzar a dar vueltas al ritmo de una música que solo ella escuchaba en sus audífonos, pero que contagiaba con su ritmo a las personas que la veían pasar su cuerpo por el aro de hula hoop con una cadencia y un talento dignos de admirar. El conductor de un carro blanco pasó rápido y le gritó: “Siga adelante”. Stephanie sonrió agradecida por esa muestra de apoyo. Esto es a lo que los malabaristas callejeros llaman propina moral.
Frente al show que ofrecía la joven de 19 años había tanto ojos expectantes como miradas esquivas de los choferes. Las motocicletas se ubicaron a un lado para darle espacio a la artista urbana que busca mostrar su talento haciendo piruetas en una carrera que va contra los pocos segundos que dura el alto, porque contrario a lo que dijo Franco De Vita, del rojo al verde sí hay tiempo para soñar.
Ante una audiencia tan efímera como los segundos que dura la luz en rojo, Stephanie –al igual que muchos jóvenes malabaristas– busca el reconocimiento a su talento, a sus años de preparación, a su práctica diaria porque el malabarismo callejero es una cultura, una pasión y una forma de vivir.
LEA MÁS: Diputado propone eximir del IVA a payasos, malabaristas callejeros y detectives privados
“Nada como recibir el aplauso de un niño o una frase de aliento de la gente que sí nos pone atención”, comentó la vecina de Tibás, cuando nos cedió unos minutos entre “carga y carga” para contarnos cómo es su vida en los semáforos.
A esta jovencita, que hacía su espectáculo en Calle Blancos, hace unos cinco años la enamoraron las artes circenses, en especial el hula hoop. A ella se le sale la pasión en cada palabra que dice para explicar el por qué encontró en los semáforos el camino para ser feliz.
“Hacer esto conlleva un sacrificio más que nada por el estereotipo social con el cual lo ven a uno. Sería bueno que las personas sepan que este es nuestro trabajo, con esto pago estudios y cosas de la casa. Además, es un pequeño espacio para salirse de la rutina porque lo que hacemos los artistas callejeros es ofrecerles a las personas la oportunidad de ver algo distinto en las calles”, comentó Stephanie, quien sueña con estudiar botánica.
En medio de presas, de pitazos, sirenas, el humo de las muflas, lluvia, viento o el fuerte sol, estos artistas itinerantes sacan provecho de los cientos y cientos de automóviles que recorren la ciudad capital. Caminan varios kilómetros para buscar el mejor faro –como llaman a los semáforos– y se trasladan a pie desde un punto que tal vez no está dándoles frutos para buscar otro que pueda resultarles mejor.
Son jóvenes con la piel chamuscada por el sol o con la resaca que les deja un resfriado tras ser víctimas de un aguacero inclemente. En su mayoría se trata de muchachos que estudian de noche, que están terminando su universidad, que pronto serán padres o que conocieron el amor en las esquinas. De historias y recuerdos están hechas las jornadas de los malabaristas en la ciudad de San José.
No, no andan pidiendo plata, este es su trabajo, para ello se preparan, para ello practican horas de horas e invierten dinero en los “juguetes” que usan con el fin de llevar un momento de entretenimiento sano a los choferes que, muchas veces en el trajín diario, tal vez ni los alzan a ver o, peor aún, les suben las ventanas de los carros con dejos de desprecio. Una sonrisa no tiene costo, pero sí un gran valor.
Sueños y hermandad
En un recorrido que realizó Revista Dominical no solo encontramos jóvenes inspirados por las artes con sueños apasionados, sino también trabajadores y talentosos.
En San Pedro, por ejemplo, es común toparse a diferentes artistas en el semáforo que está en el cruce del restaurante Hooters. Sea en el sentido norte/sur o sur/norte, cualquiera de los dos espacios es bueno.
Bailando breakdance, con callos en las manos, moretes en las piernas y raspones en las rodillas estaba el alajueliteño Alcides Espinoza, de 19 años. Aprendió a bailar en la calle, su sueño es que alguien lo descubra y poder salir del país a bailar. Muchos como él apuntan a la internacionalización.
Alcides estudia Recursos Humanos e inglés. Con lo que gana en los faros paga la universidad y se ayuda con los pasajes del bus. “Una vez un señor que seguro no tenía plata me regaló una naranja. Yo no vengo por comida, pero si la bondad del señor fue darme la naranja, la recibí agradecido y le deseo muchas bendiciones”, contó el muchacho mientras esperaba a que no lloviera porque “Si llueve es imposible para un bailarín, ahí se muere el faro”, explicó.
En el mismo lugar había otros dos muchachos que hacían su número con el diábolo en conjunto. Tony y Joseph, ambos de 18 años, se conocieron en el parque Morazán, en San José, cuando aprendían el arte. Ahora viajan juntos, se apoyan, montaron un espectáculo en pareja y se divierten. Ellos lo hacen por la pura pasión, aseguran que no buscan dinero, pero si se ganan algo, aprovechan para ir a comer pizza.
“Nos estamos preparando para ir a México el otro año, queremos ir a presentarnos allá”, explicó Tony. Los chicos van al colegio de noche, así que “farear” no interfiere en sus estudios.
¿Tres artistas en un mismo lugar? Tony y Joseph llegaron primero al semáforo pero le cedieron también un espacio a Alcides para que se presentara; esa es una de las leyes tácitas de esta cultura: el semáforo es de todos, para todos hay campo. Es la hermandad del malabarista.
De jornadas, cuidados y familia
Los salveques son sus eternos compañeros. Dentro llevan algo de merienda para pasar el día, también cargan mucha agua y en algunos casos, cuando se puede comprar, bloqueador de sol para la piel.
También cargan en sus bultos adrenalina y pasión, así como paciencia y muchas ganas. “De vez en cuando la gente le da a uno cosas para comer o para tomar, como lo ven a uno todo sudado y cansado, hasta en eso nos ayudan”, contó Alejandro González, de 26 años, mientras esperaba que la luz verde se tornara roja en el semáforo de Calle Blancos para hacer su acto de malabares con cuatro bolitas a la vez.
María José Hernández y David Ramírez son novios desde hace aproximadamente cinco meses, el mismo tiempo que tiene David de haberse enamorado del malabarismo... y de María José.
Ella fue quien lo metió en esto de las artes urbanas y ahora que viven juntos se acompañan todo el día de allá para acá, sorteando carros o burlando a la lluvia. Viven de esto y son felices.
Cargan tazas con su comida porque “no se puede andar gastando la platica en comida de sodas, es mejor guardarla para pagar los gastos de la casa”. El día que los conocimos estaban en San José, 100 metros al oeste del edificio del Instituto Nacional de Seguros, allí compartían el faro con una señora que pedía ayuda. “La señora se fue a comer alguito, mientras nosotros hacemos nuestro espectáculo”, dijo David.
Un par de horas más tarde los volvimos a topar en Calle Blancos. “Nos vinimos caminando, tal vez en la noche vayamos a otro lado”, contó María José.
Las jornadas de estos artistas son vulnerables, se acomodan a las necesidades personales y al movimiento que hay en la calle, así que es natural toparse con el mismo artista en diferentes lados.
David y María José trabajan más de 12 horas diarias. Su vida es de nómadas, ellos buscan faros que duren bastante tiempo (aproximadamente de 50 segundos en rojo), que tengan buena luz y que no estén ubicados en lugares peligrosos. Ante todo la seguridad.
A María José hace un par de semanas un motociclista la golpeó en San Pedro, fue más el susto que otra cosa, pero ellos no tienen un seguro para irse a revisar. Por el contrario, esperaron a que ella se sintiera mejor para seguir con su rutina.
A otro que le llegó el amor en una esquina fue al tragafuegos Julián Mora. En los semáforos del cruce de Guadalupe conoció a su novia Andrea hace tres años.
Ella vende paletas dulces mientras él usa gasolina para encender sus pois (cadenas que tienen al final unas pelotas que se prenden con fuego). Mientras el muchacho de 29 años se la juega con gran agilidad para no quemarse, Andrea está atenta a cuidar de él. Cuando ella es la que se dedica a vender sus productos a los choferes, él no la pierde de vista.
Al llegar la noche Julián cambia de número. La oscuridad es el escenario perfecto para hacer de tragafuegos. Con una botella de plástico llena de un aceite que se llama citronela, el artista se dispone a hacer las delicias de su público mientras escupe una llamarada de fuego de su boca.
“No es peligroso, hasta el momento no me ha pasado nada porque lo hago con mucho cuidado, esto es un arte que se debe de practicar mucho antes de salir a la calle a hacerlo”, explicó.
El de Guadalupe es uno de los semáforos favoritos de los artistas para trabajar porque tiene mucha afluencia de vehículos, hay espacio y además, es seguro. El tiempo del faro lo comparten con una gran cantidad de vendedores que hay, pero artistas y comerciantes se ponen de acuerdo para no interferir en la labor del otro. “Nada más les pedimos a los que venden que nos dejen los carritos de adelante. Ellos no tienen problema y como nosotros estamos haciendo un show es más fácil que nos dé tiempo de pasar por los primeros carros", explicó Mora.
Algo que pudimos comprobar en nuestro recorrido es que hay otra regla impuesta: la mayoría de los malabaristas no piden dinero. La rutina es presentarse (aunque tal vez los conductores ni los determinen), hacer el espectáculo, agradecer, despedirse y simplemente pasar en medio de los autos sin pedir nada. “Hay gente que nos cierra las ventanas en la cara, otros nos hacen buenos comentarios, otros nos mandan a buscar trabajo, otros nos apoyan con una moneda. Hay de todo”, finalizó Julián.
Del pasatiempo a la pasión
La mayoría de estos artistas llegaron por casualidad a los malabares. Hace varios años estaba de moda entre los colegiales andar en el bulto tres globos rellenos de arroz, o los que eran más pudientes cargaban tres bastones de contacto, durante los recreos la práctica era obligatoria.
Muchos comenzaron así, con los amigos del cole o en el barrio. Lo que algunos no se esperaban era que ese juego de adolescentes se iba a convertir en su modo de vida, en el puente para alcanzar su sueños, en su trabajo.
Así pasó con José Valverde, quien desde los 14 años decidió que la calle iba a ser su lugar de trabajo. Este vecino de Guadalupe ha aprendido mucho de las artes circenses en estos últimos diez años. Además de malabares con una bola de contact, como lo vimos en Guadalupe, sabe hacer trucos con pelotas, clavas, pois, antorchas, cigar box y monociclo; también es mimo y actor. Aprendió las bases del malabarismo gracias a un amigo con el que trabajaba en jardinería, comenzó por estudiar el arte del clown y poco a poco fue descubriendo que esto era lo suyo.
Aladino, como lo llaman, se gana la vida animando eventos gracias a todo lo que sabe hacer, pero como el trabajo no es constante se ayuda con los semáforos.
Otro artista que asegura es el más feliz del mundo con su trabajo es Joshua Jiménez de Alajuelita. A este muchacho muchos lo reconocen fácilmente no solo por sus dreads en el cabello, sino por ser “el gordillo de los machetes”, como él mismo dice.
“Lo primero que hace la gente cuando me ve haciendo malabares con los machetes es preguntarme si son de verdad. ¿Dónde ha visto usted un machete de mentiras?”, nos cuestionó entre risas. Tiene razón, así que su acto lo expone al peligro inminente de cortarse con uno de los grandes y afilados cuchillos que usa o de “jalarse alguna torta con un carro”.
Joshua tiene 10 años de ser malabarista, también es aficionado al arte del grafiti. “Hago otro tipo de malabares, de hecho soy mejor con las clavas; pero a la gente le gusta más lo peligroso, disfrutan más ver tres machetes volando en el aire”, comentó.
Jiménez cuenta que ha tenido encontronazos con la policía porque en varias ocasiones llegan los oficiales a impedirle que haga los malabares por el peligro que podrían provocar los machetes. “Yo los respeto, no voy a discutir con la autoridad, pero también este es mi trabajo, yo sé cómo lo hago”, dijo.
“No es que uno no quiera hacer nada en la vida, como muchos piensan; todo lo contrario, los que hacemos esto dejamos todo para aprender y especializarnos. Yo me veo en el futuro viajando. Soy un afortunado de hacer lo que me gusta sin tener que lidiar con horarios de oficina, mi trabajo es en la calle y lo vivo con mucha pasión”, agregó.
La calle y los semáforos llegan por varios factores: ya sea por la necesidad de exponerse, por diversión, por trabajo o con el fin de salir del país. El tema acá es que estos artistas se preparan y practican, invierten tiempo y dinero en llevar al límite su pasión. Tal vez la próxima vez que vea algún joven bajo un semáforo haciendo un espectáculo, un aplauso o una sonrisa sean su mejor paga.