Eduardo Ulibarri
¡ Cuánto duele la muerte de un amigo entrañable! Pero, a la vez, ¡cuánto reconforta recobrarlo evocando la memoria! Cuando pienso en la vida de Andrés Sáenz Lara, con el necesario distanciamiento del periodismo y la inevitable cercanía del cariño, las imágenes se mezclan; unas veces armonizan; otras, se contradicen: quien presuma que los seres humanos nos movemos con un solo impulso, está equivocado.
Lo conocí como resultado de un encuentro profesional. Hoy lo despido y atesoro como parte de mis vivencias personales. Ambas experiencias siempre estuvieron entrelazadas e hicieron de nuestras relaciones un ejercicio de múltiples facetas.
Crítico profesional. Andrés se incorporó a La Nación hace más de 30 años, cuando yo estaba próximo a convertirme en director. A partir de entonces, el periódico y Costa Rica ganaron el primer crítico teatral profesional de nuestra historia. Yo gané un gran amigo.
El profesionalismo de Andrés no sólo emanaba de sus sólidos conocimientos teatrales (también musicales), de su aguda percepción, su visión cosmopolita y su capacidad para trocar los juicios en argumentos, y estos en textos sólidos, claros, breves y atractivos.
Su profesionalismo como crítico de un diario se asentaba también en el carácter sistemático de su labor y en la disciplina para conducirla. Pero el rasgo más determinante de esta cualidad fue la perspectiva desde la que emprendió su trabajo: no la de un miembro o promotor de la “tribu” teatral, sino la de un observador externo y frío que, desde su acervo enciclopédico, asumía la causa del público inteligente para acercarse al fenómeno artístico. Por esto se convirtió en nuestros ojos y oídos ante la creciente y dispar oferta teatral que se extendía por las numerosas salas de San José.
Esta fue la gran ruptura que Andrés introdujo en un entorno escénico poco maduro, con frecuencia endógeno y a menudo autocomplaciente, que apenas comenzaba a superar la etapa de los buenos (o no tanto) aficionados para entrar a la de los nuevos (y muy heterogéneos) profesionales.
Andrés introdujo un rigor inusitado, pero a la vez accesible, en los textos que comenzaron a aparecer con regularidad en el diario. Gracias a ellos, se convirtió en el gran cronista de nuestro teatro por más de tres décadas.
Como claro testimonio están los tres libros que recopilan sus críticas. El último, titulado El mundo todo es representaciones , en dos tomos con más de mil páginas en total, apareció cuando su enferme-dad se hizo manifiesta.
Impacto y acervo. Estas obras dejan para la historia un acervo fundamental para comprender el desarrollo del teatro en Costa Rica a partir de la década de 1980.
Sin Andrés, los aspectos más sustantivos de esa huella, tan importante para nuestra cultura, se habrían perdido. Sin Andrés, su existencia se habría reducido a los escuetos datos de los programas de mano, los anuncios en periódicos o las versiones interesadas de los protagonistas. Gracias a él –y a La Nación – hoy contamos con un acopio documental y valorativo de alta relevancia y calidad para nutrir investigaciones futuras.
Pero más importante aún fue el impacto de sus críticas en desarrollar un público más conocedor, activo, abierto, escéptico y juicioso, y para generar un debate perpetuo sobre la calidad y la orientación de nuestro teatro. Algunos de sus protagonistas, como estrategia de autodefensa, pretendían desdeñar lo que Andrés escribía, e incluso lo rechazaban visceralmente, aunque presumo que todos lo tomaban muy en serio.
Andrés se convirtió en una suerte de super yo del quehacer teatral costarricense. Y el super yo, recordemos, se especializa en agitar la tranquilidad e inquietar la complacencia.
Representar el papel de crítico profesional de artes escénicas en un país pequeño como el nuestro es una tarea con gran costo personal. Implica señalar fallas a quienes pueden ser amigos, colegas, miembros de los mismos círculos, asistentes a los mismos espectáculos o invitados a las mismas recepciones. Obliga a aplicar estándares que se alejen del gremialismo implícito en el reclamo de un apoyo indiscriminado al “artista nacional”. Conduce, como resultado de lo anterior, a que el crítico pueda ser denostado, excluido, combatido y tratado con intolerancia.
Uno de los más claros –y lamentables– ejemplos de lo anterior fue la carta que me dirigió, cuando aún era director, un grupo de respetables personajes de nuestro mundo teatral, la mayoría amigos míos y defensores manifiestos de la tolerancia, pidiendo su destitución como crítico de La Nación . De la respuesta hablan los hechos: Andrés se mantuvo en su cargo. Luego se convirtió también en crítico de música.
Sin embargo, Andrés no se pudo librar de la marginación en la Escuela de Artes Dramáticas de la Universidad de Costa Rica, reducto laboral de algunos de sus más acérrimos adversarios (¿o víctimas?).
Suma admirable. Como todo ser humano, Andrés tenía fobias y filias. En ocasiones se reflejaban en los textos. Por ejemplo, desplegaba una severidad extrema –incluso feroz– para juzgar la conducción escénica de María Bonilla o Luis Carlos Vázquez, pero usaba delicados guantes para referirse a los aportes de sus más cercanos amigos en actuación, dirección o escenografía.
Su escalpelo era más filoso para el teatro que para la música, y durante los últimos años de su carrera decidió delegar en otro crítico aquellas obras que, por su predecible mala calidad, le producían pereza anticipada.
No desdeño el impacto de sus sesgos personales en quienes los padecieron, pero los considero menores. Por un lado, eran conocidos y permitían a los lectores ponerse en guardia frente a ellos; por otro, Andrés se preocupaba por sustentar las conclusiones a las que conducían.
Además, el carácter público y explícito de sus preferencias –que algunos quizá llamarían distorsiones–, las hacía mucho más transparentes y benignas que los rumores, favoritismos o bloqueos subterráneos a que acuden otros protagonistas de la vida cultural, dentro y fuera de Costa Rica, para saldar cuentas personales.
Andrés se batía a plena luz. Y tanto si ganaba (casi siempre) o perdía, el resultado era visible.
La suma de su aporte es admirable. Por esto, constituye un referente indispensable de nuestra vida teatral; también de la musical y periodística. No será fácil llenar su vacío.
Amigo complejo. Ser amigo de Andrés no era ejercicio sencillo. Por esto resultaba tan gratificante. En nuestro caso, condujo a una relación sólida y entrañable.
En la epidermis del contacto personal, su severidad a veces resultaba exasperante, lo mismo que su afán de contradecir o su exigencia de perfección en detalles de poca importancia. Su contención podía ser entendida como indiferencia, y el cuidado por las formas como pedantería.
Sin embargo, más allá de la superficie se revelaba un Andrés cálido, atento, sensible, leal, interesante, cariñoso y, por supuesto, supremamente inteligente y grato; un interlocutor exquisito; un ser auténtico en su complejidad.
Así lo disfrutamos y quisimos Rocío (mi esposa) y yo. Así se refleja en mis recuerdos. Y desde esta posición lo destaco como un personaje esencial de nuestra cultura contemporánea.
El autor es periodista, fue director de ‘La Nación’ y es embajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas.