Para el 22 de julio de 1927, fecha en que un incendio consumió por entero el Gran Hotel Francés, su propietaria, la señora Margarite Durand viuda de Corcelle, no se encontraba en el país; pues pasaba una temporada en París, junto a su hija Georgette.
Al regreso de las afectadas damas, el 18 de agosto del mismo año, la señora de Corcelle declaró, ante la totalidad de los empleados que acudieron a recibirla, “su propósito de levantar de nuevo el edificio y proceder al establecimiento del destruido hotel” (La Tribuna, 19 de agosto de 1927).
En el ínterin, para reconstruirlo en el mismo sitio, se habían ofrecido la sucesión del señor Teodosio Castro, el señor Cecil V. Lindo y el doctor Luis Paulino Jiménez. Por fin, cuando el proceso judicial que siguió al incendio se complicó y la señora de Corcelle depuso su intención original, fue el señor Jiménez quien se hizo cargo de la esperada reconstrucción.
Turismo y financiamiento
Si en algo coincidieron los tres interesados en la reconstrucción del hotel josefino era en la seguridad que debía brindar la nueva edificación. Por esa razón, dos de ellos se manifestaron por una construcción de “hierro”, mientras el tercero –y ganador– habló, desde el principio, de que su edificio sería “de estructura de hierro relleno con cemento; una obra contra temblores y a prueba de incendio”.
Así, afirmó, se construiría un hotel de 100 habitaciones, todas amuebladas confortablemente, con teléfono y cuarto de baño e inodoro; su diseño sería al “total estilo yanqui, ya que allí se ha llegado a dar la pauta en esa clase de construcciones”.
El nuevo hotel a edificarse en la valiosa propiedad –en la diagonal noroeste del Teatro Nacional– debía contar, además, con el beneplácito de la United Fruit Company (UFCo), empresa que podía asegurar la constante llegada a la ciudad de los viajeros estadounidenses (La Nueva Prensa, 28 de julio de 1927), que no eran sino los pasajeros de los barcos de la Gran Flota Blanca, que transportaban el banano entre Limón y los puertos de Estados Unidos.
A principios de enero de 1928, se anunció que Jiménez había adquirido en Bélgica todo el hierro necesario para la construcción y se mencionaba que, para encargarse de la obra, vendrían ingenieros belgas también. El material estuvo aquí en junio de ese año, mientras Jiménez se encontraba en Estados Unidos tratando de concretar el financiamiento requerido.
En Nueva York, el empresario logró encontrar el dinero para el proyecto, al tiempo que firmaba un contrato con la UFCo, con el objetivo de alojar durante la temporada de verano, exclusivamente, a los turistas traídos al país por esa empresa (La Tribuna, 29 de julio de 1928). En ese momento, aquí en San José, empezaban a discutirse las favorables condiciones que recibiría aquel proyecto.
Contrato y aprobación
Como el anterior, el nuevo hotel debía concederle al Estado dos habitaciones con el correspondiente servicio para uso de diplomáticos que visitaran el país, así como vender café de Costa Rica de primera clase. A cambio, el empresario gozaría de exención de derechos de Aduana para introducir todo lo necesario para el acondicionamiento del hotel: mobiliario, enseres e implementos eléctricos.
A finales de octubre, el proyecto fue presentado a la Comisión de Fomento del Congreso, donde fue aprobado por dos de tres legisladores y publicado en La Gaceta. Quien lo impugnaba, era el diputado reformista Manuel Antonio Solano, quien consideraba que el contrato era “leonino, injusto e ilegal”, pues además de lo ya estipulado, se le agregó: “2º. Usar la plaza Mora para hacer una calle de entrada al hotel; 3º. el uso del terreno que ocupan las Arcadas para construir sobre ellas; 4º permiso para la construcción de una marquesina en la callejuela que se la da en la Plaza Mora; 5º. Facultad para que el hotel no pague más impuestos que los que hasta hoy pagan nuestros modestos hoteles, y lo libra de los que en adelante, por cualquier motivo o necesidad, se aumenten o se impongan; 6º. Para servicio y recreo de sus visitantes el Gobierno hará carreteras al Poás e Irazú” (La Nueva Prensa, 31 octubre).
Como nadie puso en duda la necesidad del hotel, sino las “generosas” condiciones del contrato, la acalorada discusión no se hizo esperar; sin embargo, a mediados de noviembre de 1928, el texto estaba aprobado con modificaciones mínimas, ninguna de las cuales, por cierto, favorecía al país.
Un mes después, la Comisión de Vías Públicas de la Municipalidad de San José rechazó los planos presentados en solo cuatro láminas, por ser “muy defectuosos y hasta raquíticos”, por faltarles las escaleras de emergencia y por no aportar nada a la ciudad desde el punto de vista estético (La Prensa, 15 diciembre, p. 3).
Construcción y estética
En julio de 1929 se hizo público que el hotel tendría un costo total de $400.000 y que, aunque era propiedad de Jiménez, además de su financiamiento, la UFCo se haría cargo de la ejecución de la obra, por medio de la firma “Northern Railway Company, ingenieros y constructores”, que desarrolló los nuevos planos.
El ingeniero encargado de la obra sería Víctor Sargent Lorenz, californiano que era miembro de la American Society of Civil Engineers y de la Society American Militar Engineers. Con una amplia experiencia constructiva en el área del Caribe, había construido ya en Miami, Florida, un gran hotel con técnicas iguales a las que incorporaría en el edificio josefino
Se trataba de un sistema mixto de concreto armado y estructuras prefabricadas de acero, lo cual le garantizaba también seguridad contra el fuego. Según Lorenz –y así lo confirman los planos originales–, el edificio tendría cinco pisos más un sótano y sería de “arquitectura española” (La Tribuna, 20 julio de 1929).
Respecto al quinto piso, cabe especular que ante los costos de construcción –afectados ya por la crisis en la Bolsa de Nueva York, en octubre de ese año– se decidiera construir solo hasta el cuarto piso, donde se ubicaban las habitaciones y servicios, para empezar la explotación comercial del hotel, refinanciarse y continuar luego. El quinto piso, a su vez, solo empezó a existir, a pedazos, años más tarde.
Desde el punto de vista arquitectónico, el resultado final fue un edificio que combina una sencilla y austera volumetría, con algunas escasas molduras entre neoclásicas y barrocas, que lo dejaron estéticamente muy lejos de la pretendida “arquitectura española”.
Eso sí, llegó a contar con las 100 habitaciones dichas, un comedor para 120 comensales, con salón de té, dos cantinas, un salón de baile, cuatro guardarropías; cuartos para radio y telégrafo, dos cocinas, lavandería y planta refrigeradora, todo alimentado con electricidad.
Ese edificio, entonces el más alto de la ciudad, fue el que bendijo monseñor Rafael Otón Castro, el día 15 de octubre de 1930; una quincena después fue inaugurado con el nombre de Gran Hotel Costa Rica, con un baile de gala a cargo de la orquesta Repetto. Hoy es un ícono de la industria turística nacional.