La noche de ese domingo 22 de julio, tras asistir al estreno de la ópera Don Giovanni, salí satisfecha y también molesta; es más, no estaba molesta, sino indignada. El único montaje de ópera que hace el Estado costarricense al año, que nos cuesta como país ¢70 millones e involucra el talento y esfuerzo de más de 100 artistas y técnicos, estaba a medio llenar (no exagero ni importa si soy de las que veo el vaso medio lleno o medio vacío).
Sí, a las 5 de la tarde en punto, el flamante estreno de la Compañía Lírica Nacional mostraba cientos de butacas vacías en la gigantesca luneta del Teatro Melico Salazar; era una escena acongojante.
Como medida paliativa, al apagarse las luces y comenzar la música de Wolfgang Amadeus Mozart interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional, los acomodadores invitaron al público del tercer piso a buscar espacio en las amplias posibilidades que había en la planta baja; la galería ni se abrió. Aquello disminuyó la congoja, pero no la molestia ni las preguntas que me genera.
Solo unos pocos disfrutaron de un montaje digno, bien cantado y con un buen nivel musical.
¿A qué se debe que el único estreno que financia la compañía estatal encargada de producir ópera en el país no estuviera lleno, incluso a reventar? ¿Fue falta de promoción? ¿Qué se hizo para que la mayor cantidad de gente se enterara de esta producción, por tentar a los espectadores? ¿Las entradas estaban muy caras? ¿Por qué se excluye a la entrada más barata (¢7.500) del 20% de descuento para estudiantes y ciudadanos de oro? ¿Se destacó lo suficiente que todos los cantantes son nacionales y que usualmente vienen extranjeros a ocupar los roles protagónicos? ¿Hay una sobreoferta de entretenimiento en este momento? ¿Es el mejor momento del año para presentar este montaje? ¿La gente no está acostumbrada a la ópera en el Melico Salazar?
Veamos, me aproximaré a responder algunas preguntas. Compré dos entradas el viernes por medio de SpecialTicket y no me costó porque el mapa de los diferentes sectores mostraba mucho espacio, en especial en luneta (la más cara, ¢25.000). El fin de semana continuaba el Festival de Cine Europeo en el Cine Magaly y había partidos de fútbol de la primera división. Conversando con gente a la salida del festival de cine y otra gente amante de las artes, pocos sabían que se estrenaba la temporada de ópera en el Teatro Melico Salazar. Aparte de dos comunicados específicos y un detalle dentro de la agenda de actividades del Ministerio de Cultura, no hubo conferencia de prensa de la ópera ni gira de medios con los cantantes. Nada de esto es concluyente, pero da una idea de la situación.
Las preguntas deben ser más profundas: ¿por qué fue complejo “vender” una ópera como Don Giovanni, que es una de las 10 más representadas del mundo? ¿Esto es resultado de falta de público para la ópera? ¿Es un público que no está acostumbrado o gusta de la ópera? ¿Estamos frente a una severa crisis de público y un vacío en nuestra educación musical? Y si es así, ¿qué estamos haciendo para generar nuevos públicos para “la música clásica” y para la ópera? ¿Cómo estamos educando a nuevos públicos? ¿De qué forma nos estamos acercando a niños y jóvenes de diferentes partes del país? ¿Qué política cultural desarrolla el Ministerio de Cultura en este ámbito a corto, mediano y largo plazo?
Más allá de la indignación –que no es productiva–, algunas claridades de mi parte: la Compañía Lírica Nacional no puede seguir montando las mismas óperas que se venden solas y se agotan en un santiamén (Carmen, Tosca y El barbero de Sevilla), debe seguir apostándole por ampliar el repertorio de óperas (arriesgarse más allá del repertorio italiano) con una gran maquinaria detrás (la Orquesta Sinfónica Nacional, el Coro Sinfónico, el Ministerio de Cultura…); tampoco puede ni debe traer solo a extranjeros para puestos en que hay artistas nacionales calificados –no porque cobren menos, sino porque un país debe ofrecerles posibilidades a sus artistas–. Eso es claro.
Creo firmemente en la cultura como inversión y en su potencial para mejorar nuestra sociedad; sin embargo, no es posible que le pongamos ¢70 millones –que incluso es poco si comparamos nuestros montajes con el de otros países–, el músculo de varias instituciones y talento a un espectáculo y que la falta de público no nos alarme.
Estas son preguntas urgentes y sus respuestas deben dar de qué hablar, provocar una reflexión sesuda y abrirles paso a acciones concretas para atender una crisis que, al parecer, no hemos atendido de la mejor manera.
Pero, ¿vale la pena?
Sí, con sus bemoles, es un montaje, respaldado con gran inversión de talento, esfuerzo y dinero, que recomiendo y vale el boleto.
Los cantantes nacionales, quienes han sido legionarios costarricenses del canto con experiencia o estudios en el extranjero, sacan con buena nota su tarea. Se destacan el barítono José Arturo Chacón (Don Giovanni), quien comprueba, una vez más, su amplio rango vocal, sus posibilidades histriónicas y, además, le imprime al pérfido seductor unos rangos mefistofélicos; la soprano María Rudín, una juguetona, fresca y encantadora Zerlina que no pocas veces se roba el show; la soprano Sofía Corrales, quien nos conmueve como la atribulada Donna Elvira que ama al embaucador; la soprano Ivette Ortiz, con una bella voz que sigue sorprendiendo, esta vez como Donna Anna, así como el tenor David Astorga quien se afianza en el rol de Don Ottavio o el bajo José Gabriel Morera que nos hace erizarnos en nuestro asiento cuando guía a Don Giovanni al fuego al que se ha condenado. Talento hay en este país y estos cantantes lo dejan patente.
Por supuesto, hay actuaciones más brillantes que otras (conviene trabajar más este tema en los casos débiles), hay escenas que funcionan muy bien (la de la boda, la del jardín en casa de Don Giovanni, la del cementerio…) y otras no convencen (la de la casa del Commendatore, la del salón de baile…), y hay apuestas que son un tiro por la culata: la escenografía, además de decorar con mejor o peor tino una escena, entorpece el movimiento escénico y varias veces saca al espectador de la ficción.
El vestuario, por ejemplo, toma un protagonismo negativo y se convierte en tema de conversación entre los asistentes: aporta y destaca a Zerlina, Il Commendatore y Donna Elvira, pero se convierte en un constante “ruido” visual en el caso de Donna Anna –inmerecido, sin duda–.
E incluso con esas debilidades, es una ópera digna, que se disfruta como un todo y se gana los aplausos. (Como espectador, uno se topa con trabajos que son un gran y laborioso esfuerzo, pero les falta calidad y no logran el reconocimiento del público; sin embargo, este no es el caso).
Le quedan cinco funciones a este dramma giocoso en dos actos y estoy segura que muchos querrán disfrutarla, formarse su criterio y unirse a esta conversación. Anímese; a la ópera hay que perderle el miedo: es como una telenovela o serie de Netflix, pero con cantantes y buena música en vivo. Y, en este caso, se trata de truhan con plata, que cree que puede jugar con las mujeres y que la vida nunca le cobrará sus cabronadas.
Estrenar con un teatro a medio llenar es el único drama que no se debería repetir.
Funciones restantes
Después del estreno de Don Giovanni, este montaje se representará los días 24, 26, 27 y 31 de julio, a las 7:30 p. m., y el 29 de julio, a las 5 p. m. Los boletos cuestan entre ¢7.000 y ¢25.000. Habrá un 20% de descuento para ciudadanos de oro y estudiantes que presenten su carné en ventanillas y puntos de venta; este no aplicará para compras web ni para los tiquetes de galería. Las entradas para esta ópera están a la venta en Specialticket y sus más de 40 puntos de venta autorizados en el país, en el el centro de llamadas 4000-1090 y en la boletería del Teatro Melico Salazar.
Esta producción cuenta con la participación de la Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica, el Coro Sinfónico Nacional y ocho cantantes líricos –siete son costarricenses–, todos bajo la batuta de Arthur Fagen como director musical y Matthew Lata, como director escénico.