Leonard Bernstein (1918-1990) era un monstruo. Una fuerza de la naturaleza. Las cataratas del Niágara o el volcán Etna. El mundo lo recuerda primordialmente como director, pero también era un compositor de genio, un pianista notable, un pedagogo y conferencista carismático y cautivante, un ensayista de prosapia, un showman, un personaje mediático, el rostro y el emblema mismo del potente renacer de la música en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Algún envidioso dijo de él que “tenía demasiados talentos y no suficiente genio”. Yo diría que fue genial en todo lo que hizo.
Como pianista nos legó grabaciones del Concierto número 25 de Mozart, del Concierto en Sol de Ravel, de la Rhapsody in Blue de Gershwin y del Quinteto de Schumann: no hay nada que reprocharles.
Como director, su legado es inconmensurable. Fue, en particular, uno de los responsables del auge mahleriano, uno de sus pioneros y adalides. Sin embargo, igual dirigió todo el repertorio universal, siempre dejando su sello personal en sus interpretaciones.
Como compositor, nos legó el mejor musical jamás compuesto: West Side Story: ¡por Dios, qué cornucopia de bellas melodías, líricas, satíricas, humorísticas, profundamente románticas! La historia recrea la tragedia de Romeo y Julieta, pero, en lugar de Capuletos y Montescos, tenemos la guerra urbana entre diferentes grupos étnicos del Nueva York de los años cincuenta. Bernstein no pudo nunca superar el éxito clamoroso de esta obra.
También tiene óperas y operetas como Peter Pan, On the Town, Candide (según la novela homónima de Voltaire), Wonderful Town, On the Waterfront, una misa, el ballet Francy Free, tres sinfonías, y un corpus copioso de música de cámara y canciones.
Ofreció series de invaluables conferencias televisivas en torno a la música, presentó los popularísimos Conciertos para la juventud también para la televisión: fue el gran educador musical de su país. El primer director americano íntegramente formado en los Estados Unidos.
Era un ser proteico, una irradiación permanente y generosa de sabiduría y un entusiasmador profesional: todo país debería de tener su Leonard Bernstein: la cultura musical del mundo sería infinitamente más rica.
Nexos con Costa Rica
Bernstein tiene un vínculo significativo y poco conocido con Costa Rica. De 1951 a 1978 estuvo casado con Felicia Cohn Montealegre, distinguidísima actriz chilena nacida en San José, Costa Rica, en 1922. Era hija de Clemencia Montealegre Carazo y Roy Elwood Cohn. Educada en el catolicismo se convirtió al judaísmo al casarse con Bernstein. El matrimonio duró hasta la muerte de la bella actriz, acaecida el 16 de junio de 1978. Además de actriz, ella era pianista y discípula, ni más ni menos, que de Claudio Arrau.
Empero, la relación estuvo lejos de ser miel sobre hojuelas, debido a la abierta bisexualidad de Bernstein, amén de su alcoholismo y tabaquismo. Su muerte, acaecida el domingo 14 de octubre de 1990 a causa de un infarto fulminante, en su residencia en el Dakota Building donde también viviera -y muriera– John Lennon y muchas otras celebridades, advino apenas dos semanas después de que los médicos le prohibieran terminantemente seguir dirigiendo, debido a su fragilidad cardíaca.
La verdad es que Bernstein, prendido en la vorágine autodestructiva del alcohol –siempre se le veía con su trago de whisky en la mano–, precipitó su propia muerte a los 72 años. Nos pudo haber dado diez años más de bella música, pero los demonios que lo habitaban fueron más fuertes que su voluntad de vida. Otro tanto sucedió con Karajan –que no era alcohólico–: pocos días después de que los médicos le desaconsejaran seguir dirigiendo, moría a los 81 años. ¡No se le puede pedir a un águila no volar, a un ruiseñor no cantar o a un cometa no refulgir! Hombres así debieron de haber muerto con las botas puestas, en el pleno ejercicio de eso que les daba vida y gozo.
Otro nexo con Costa Rica: Bernstein estudió dirección orquestal con el mismo profesor de nuestro querido Irwin Hoffman: el legendario Serge Koussevitzky. Ambos eran compañeros de clase y frecuentaban el festival de Tanglewood, que eran campamentos musicales organizados por la Orquesta Sinfónica de Boston.
Hoffman tocó muchas veces el violín acompañado por Bernstein al piano, pero no podía seguirlo –es su propia confesión– cuando Leonard (Lenny para sus amigos) se ponía a improvisar jazzísticamente. La experiencia podía ser algo frustrante para Irwin, pero siempre tuvo por él cariño e infinita admiración.
El comunicador
En la música, no ha habido un comunicador tan natural y elocuente como Bernstein. Cautivaba a todo el mundo con su autoridad y simpatía. Sus conferencias y programas televisivos son auténticas joyas didácticas, y es con enorme entusiasmo que me permito recomendárselas. Muchas de ellas son asequibles por medio de YouTube.
¡Qué propiedad, qué carisma, qué capacidad para contagiar su entusiasmo por la música que amaba y tan egregiamente servía! No ha habido, y no sé si nunca habrá otro como él. Era magnético, apuesto y tenía el don de explicar un complejo fenómeno musical en términos abordables para todo el mundo.
No era ciertamente el caso de Europa, pero los Estados Unidos de los años cuarenta eran todavía un país que necesitaba ser alfabetizado musicalmente. Ahí es donde surge la providencial figura de Bernstein, educador musical de su nación. Por poco hasta actor resulta nuestro multifacético Lenny: en 1945 consideró representar el papel de Chaikovski, con Greta Garbo interpretando el rol de su benefactora Nadezhda von Meck en una suntuosa producción hollywoodense: ¡se imaginan ustedes!
Su debut como director no pudo haber sido más espectacular. El 14 de noviembre de 1943 tuvo que sustituir a un gravemente resfriado Bruno Walter al frente de la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Era un desafío: tomarlo o dejarlo. No había la posibilidad de un solo ensayo: fue una llamada de emergencia, a última hora, y el programa era harto difícil. Bernstein aceptó el reto y adivinen qué: el concierto, transmitido a todo el país en vivo por la Radio CBS fue un enorme éxito. Después de eso, su nombradía como director quedó asegurada.
Dirigió a todas las grandes orquestas sinfónicas del mundo, pero quedó inextricablemente asociado a la Filarmónica de Nueva York, cuya titularidad ocupó de 1958 a 1969. Hacia el final de su vida nos legó, para el sello Deutsche Grammophon, una serie de maravillosas grabaciones de las sinfonías de Brahms, Schumann, Liszt y Beethoven con las orquestas sinfónicas de Viena e Israel.
Fue pionero de la música de Mahler, Nielsen, Copland, y Ives, de varios compositores que, sin el toque de su varita mágica, yacerían hoy en día en la oscuridad.
Hemos de agradecer a la vida haber sido contemporáneos de Bernstein y habernos dejado iluminar por la luz de su genio inmarcesible. ¡Feliz cumpleaños, maestro!
Sinfónica Nacional recuerda a Bernstein
En el sexto concierto de la Temporada Oficial, la Orquesta Sinfónica Nacional le dedicará un programa completo al gran Leonard Bernstein, bajo la dirección del titular Carl St. Clair y con la participación de los solistas Benjamin Pasternack (pianista), Celena Shafer (soprano) y William Davenport (tenor), así como la participación del Coro Sinfónico Nacional. Las presentaciones serán el viernes 24, a las 8 p. m., y el domingo 26, a las 10:30 a. m., en el Teatro Nacional.
El repertorio estará compuesto por las siguientes obras de Bernstein: Sinfonía N.° 2, Slava!, Doa-Doo-Day-Day Opening Trio de Trouble in Tahiti, Greeting and Little Smary de Arias and Barcarolles, A List Bit in Love de Wonderful Town, Glitter and Be Gay y la Obertura, ambas de Candide.
Los boletos están en el sitio web del Teatro Nacional y la boletería física del lugar. Los tiquetes cuestan entre ¢5.000 y ¢20.000, dependiendo de la localidad.