Alguien, cuya identidad no recuerdo, me preguntó si este servidor recordaba que Montserrat Caballé hubiese contraído matrimonio en Costa Rica. Con la pregunta misma, entendí la confusión que existió durante mucho tiempo. El amable lector se refería a María Francisca Caballer, soprano valenciana que acudió al himeneo en la ya abatida estructura del Sagrario, anexo a la Catedral Metropolitana. La artista –que se encontraba de gira con la Compañía de Zarzuela de Faustino García– unió su destino al del productor Agustín Lisbona Candial.
María Francisca y Montserrat eran, sin embargo, dos sopranos perfectamente diferenciables. La primera, era una coloratura auténtica, que había alcanzado tempranamente la celebridad merced a la grabación de Marina, controvertida ópera del español Emilio Arrieta. La evocamos, entre el celaje de nuestros primeros recuerdos, atacando con desenfado compases que nos recordaban la Scena della Locura de Lucia di Lammermoor, pero que la historia lírica se empeñaba obstinadamente en atribuir a Arrieta. María Francisca era también una grande, que triunfaba a la sazón en un género venido a menos.
La segunda –Montserrat– era una Vestal romana, erguida sobre la majestuosidad de un cuerpo que hacía eco de un paradigma lírico. El mismo que el gran Yogi Berra –inolvidable receptor de los Yanquis de New York– convirtiera en inmortal al afirmar metafóricamente que la ópera no termina hasta que la señora gorda cante…
Pequeñas historias de una grande
Muchos años más tarde, sobre el escenario de la Scala milanesa, tuvimos harta oportunidad de apreciar a Caballé y a su paradigma. En un inolvidable recital, acompañada por el inmenso pianista Miguel Zanetti, la diva catalana demostró el porqué un sector de la crítica italiana la llamaba La Gran Vestale Lirica, acaso homologando el rol epónimo de la ópera de Gaspare Spontini, que tantas veces ejecutara.
En el recital de mención, en 1982, llegué a contar ocho encores o bises ante un público fervoroso, que permaneció íntegro en la gran sala. El punto culminante se centró en la conocida melodía de la ópera Gianni Schicchi: O mio babbino caro. Al terminar los ensordecedores aplausos que servían de epílogo a cada interpretación, se escuchó a una respetable señora, desde un palco lateral: Sei grande! (¡Eres grande!) –le gritó. Caballé, tomando a broma el cumplido, colocó ambos brazos a los lados de su cuerpo, expresando: E grossa! (¡Y gorda!).
Estuvimos también presentes (ya lo hemos contado) en la célebre oportunidad en que se endosó al anima sola de la gran Maria Callas el fenómeno paranormal que impidiera a Caballé la ejecución del paradigmático rol de Anna Bolena, epítome del belcanto donizettiano.
El belcanto se llamó Caballé
Resulta controversial el tema de la especialidad del cantante: ¿hizo mal María Callas –tradicionalmente especialista en repertorio operístico del belcanto– en abordar otros géneros diversos que exigían una preparación diferente? Acaso la respuesta sea favorable a la gran diva, pero no queda duda de que la preparación técnico-vocal de Montserrat Caballé fue superior a la de sus restantes colegas de la segunda mitad del siglo XX. Al menos, Caballé no entregó el precio que muchas intérpretes hubieron de pagar por tal exceso.
Pese a ello, su repertorio admitió obras de un claro expresionismo como Salomé, Ariadne auf Naxos, o Arabella, todas de Richard Strauss.
En su extensa carrera, Caballé abordó un número relativo de roles. A semejanza del inmortal Alfredo Kraus, fijó como norte la calidad y no la cantidad de sus prestaciones. En tal sentido, podríamos citar algunos títulos básicos que constituyeron su repertorio: Lucrezia Borgia, Marguerite, Violetta, Cio-Cio-San, Floria Tosca, Liú; el homónimo rol de Tancredi, Julia (La Vestale), Norma, Adriana Lecouvreur, Maria Stuarda, Anna Bolena, Leonora, Semiramide, Ermione, Maddalena o la reina protagonista de Sancia di Castiglia (Sancha de Castilla), de Donizetti.
De manera ocasional abordó papeles que no eran de su cuerda, como la Agnese di Hohenstaufen. también de Spontini, la Elvira de I puritani, o roles wagnerianos como la Isolde o la Elsa.
La crítica, de manera inevitable, la comparó con María Callas. No podía ser de otra manera, pues la confluencia de roles entre ambas gigantes de la lírica mundial invitaba al cotejo de sus voces. En ocasiones, la pureza de su interpretación, unida a su majestuosa técnica y a su belleza vocal, inclinaron la evaluación a su favor.
No obstante, Caballé no despertó nunca ese fervor, colindante con el mito, que Callas desencadenara en el gran público merced a su insuperable nivel de actuación.
Su extraño repertorio
La técnica perfecta de la diva catalana, construida a partir de un manejo absoluto de sus recursos diafragmáticos, le permitió abordar roles que permanecían relegados en la historia moderna de la lírica.
El olvido no obedecía a criterios estéticos, sino a las posibilidades técnicas de las intérpretes. En tal sentido, las dos grandes artistas de nuestro tiempo –capaces de exhumar partituras de «imposible» ejecución pertenecientes al settecento u ottocento– fueron la mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli y la catalana Caballé.
En la historia de la lírica mundial se adujo muchas veces que los secretos atribuidos a los maestros Nicola Porpora y Manuel García –concernientes al manejo del órgano vocal y a la respiración– habían sido inhumados conjuntamente con sus descubridores. Al observar en vivo a Montserrat Caballé se tuvo la certeza de que tales “secretos” (si los hubo) habían sido revividos por la cantante catalana.
El movimiento de su diafragma era imperceptible, pero al mismo tiempo le bastaba para mantener deliciosos sonidos prolongados, con un mínimo esfuerzo. Concomitantemente, fue capaz de reproducir colores poco habituales en la disponibilidad de los intérpretes, recurso propio de la técnica del claroscuro, que contrastaba hábilmente la paleta cromática de los sonidos.
La técnica del filato –consistente en prolongar las eufonías con un volumen particularmente reducido, y sobre una dosificada columna de aire– fue acaso la más calificada especialidad de la cantante. Escuchar su O mio babbino caro –la inmortal aria de Puccini– equivalía a una auténtica lección magistral de canto. Las difíciles octavas –que la partitura pucciniana exige ejecutar con exactitud de afinación, y en un pianissimo apenas audible– eran sorteadas por Caballé con naturalidad propia de su incontestable maestría.
La progresiva dificultad de movimiento que su corpulencia evidenciaba, fue limitando la actividad de la diva. De tal manera, dio paso a su afición por el recital, que requería mucha menor dosis de desplazamiento escénico. Los míticos recursos de su técnica vocal se mantuvieron, empero, incólumes hasta el final.
No existe duda respecto a la supremacía de su destreza vocal ni a la abundancia increíble de recursos que matizaban su prestación, y que le garantizaron un sitial vitalicio en el Walhalla de la ópera mundial.
Dos sabrosas anécdotas
Montserrat Caballé no pudo sustraerse a la fatalidad, que resulta proverbial en Tosca y en La Forza del Destino. Con relación a Tosca, el musicólogo venezolano-catalán Roger Alier incluye dos sabrosos relatos: el primero, la ruptura repetida de una silla, que la protagonista colocaba entre su generoso cuerpo y la lujuria de Scarpia.
En la segunda anécdota –acaecida en la Staatsoper en medio de una huelga de figurantes– se narra que la dirección del célebre teatro vienés se vio obligada a improvisar el pelotón de fusilamiento de Cavaradossi, y para ello recurrió a jóvenes miembros del Ejército austríaco. Los imberbes soldados recibieron una apresurada explicación del réggiseur, quien les instruyó acerca del fusilamiento de la persona que encontrasen cerca de la pared. Malhadadamente, el tenor que encarnaba a Cavaradossi sufrió un repentino ataque de tos, que lo obligó a un mutis temporal de la escena. En consecuencia, la única persona que permanecía en esta, junto al muro fatal, era la corpulenta figura de Caballé. Fieles a su disciplina militar, los improvisados soldados se aprestaron entonces a fusilar a Floria Tosca. Colocada ante el inevitable desenlace, Caballé gritó agudamente: “¡Eso sí que no! ¡A mí no me fusila nadie!”. La función se detuvo y, en medio de la hilaridad general, se repitió la totalidad de la escena.