Daniel Ortega volvió al poder en el 2007, y volvió para quedarse.
Supo lo que era perder la Presidencia –en febrero de 1990 frente a Violeta Barrios de Chamorro– y estar en la oposición tras derrotas consecutivas en las elecciones de 1996 y 2001, y el otrora guerrillero jamás quiere volver a vivir esa experiencia.
Para conseguir de nuevo el poder, Ortega aprendió bien cómo debía hacerlo el príncipe, según lo expuso el célebre Maquivaelo y cómo tenía que gobernar para sobrevivir (el fin justifica los medios).
Forjó pactos con Arnoldo Alemán para librar a este de la condena por corrupción y devolver todos los bienes incautados por el Estado, así como repartirse el Poder Judicial y el Electoral. En el 2009 Ortega, ya reinstalado en la Presidencia, logró vía libre para la reelección presidencial continua gracias a un fallo de la Sala Constitucional. Y, como para que no quedara duda de las aspiraciones del jefe del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en febrero del 2014 la Asamblea Nacional le aprobó la reelección sin límite de periodos. O sea: será candidato tantas veces como quiera.
Noten, pues, una característica de ese hombre que nació hace 73 años en un pueblito rural, La Libertad, en el departamento de Chontales: su gusto por el poder.
Tomó contacto con el mando del país como parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que se hizo cargo de una Nicaragua devastada por la guerra que derrocó a Anastasio Somoza Debayle, en 1979. En ella fungió como coordinador, pero pronto él y su hermano y ministro de Defensa, Humberto, se erigieron en las figuras más poderosas.
Daniel siempre
En las primeras elecciones en la era postsomocista, Daniel fue el aspirante del FSLN a la Presidencia y, desde entonces, lo ha sido. El sandinismo no ha conocido otro candidato.
Y ello va acorde con el verticalismo impuesto desde la cúpula del movimiento fundado en 1961 para reivindicar la lucha por la independencia y la soberanía que libró el general Augusto César Sandino en los años 20 y 30 del siglo anterior contra la intervención militar estadounidense.
Para quienes son jóvenes y no lo vivieron, les cuento que era “célebre” la frase “¡Dirección Nacional, ordene”! que gritaban los militantes de base para expresar disciplina y obediencia al directorio colectivo de nueve miembros del FSLN.
La derrota de Daniel Ortega en los comicios de 1990, los más vigilados en la historia de Nicaragua, con presencia de observadores de la OEA, la ONU y el Centro Carter, fue el motor que lo impulsó tanto a buscar su regreso al poder como la oportunidad para irse deshaciendo de cualquier desafiante interno.
Hoy no hay quien haga sombra al “compañero presidente” en las filas del Frente.
El proceso de concentración de mando va más allá de las filas partidarias y en la actualidad ninguna institución del Estado escapa al control de lo que muchos nicaragüenses prefieren denominar el “orteguismo”. En algún momento, el dictador chileno Augusto Pinochet se jactó de que “en este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa”. Ortega no la ha dicho, pero está convencido de que así es en Nicaragua y se esfuerza por demostrarlo.
Ni protesta ni fiscalización
Después de aplastar a sangre y fuego las protestas populares nacidas de la disconformidad por una reforma al sistema de jubilaciones, impuesta desde arriba, el binomio gobernante Daniel Ortega-Rosario Murillo se ha impuesto como tarea consolidar la “normalización” que costó al menos 325 vidas.
Que no se mueva ninguna hoja sin que ellos lo sepan pasa por reprimir toda forma de manifestación. Si es en las calles, ahora la Policía Nacional exige solicitar permiso. La oposición agrupada en la Unidad Azul y Blanco cumplió el requisito, pero...¡no!, no hubo autorización.
Semanas antes, el Parlamento aprobó una ley que castiga con hasta 20 años de cárcel a los responsables de “terrorismo” y hay varias personas condenadas.
Actualmente, la más mínima expresión de descontento callejero activa el despliegue de policías antimotines, a veces acompañados por paramilitares.
El régimen mantiene una ofensiva cuyo fin es cerrar todos los espacios de disidencia y cuestionamiento.
En esta línea se enmarca la persecución a dirigentes campesinos como Francisca Ramírez –exiliada en Costa Rica– y Medardo Mairena, preso y a quien las autoridades acusan por la muerte de cuatro policías y un civil, o la expulsión de Ana Quirós, quien dirigía el Centro de Información y Servicios en Asesoría en la Salud (luego declarado ilegal).
Del ojo de la dictadura tampoco escapan las organizaciones no gubernamentales (ONG). El propio Ortega les dice por qué: “Las ONG son entrenadas por organismos no gubernamentales de los Estados Unidos y de Europa. Ellos son cómplices de estos crímenes y ellos también deberían de pagar por estos crímenes (referencia a las acciones de resistencia durante las protestas)” .
Sume otro objetivo: los medios y los periodistas cuyas informaciones desagradan al poder. También ya hay periodistas en el exilio y los que permanecen en el país son objeto de hostigamiento e intimidación que se manfiestan ya sea con detenciones, llamadas amenazantes, seguimientos... entiendan, los tenemos en la mira.
Hay pocas dudas que la administración Ortega-Murillo no está dispuesta a tolerar ninguna fiscalización interna o internacional. ¿Quiere otra prueba?
El binomio ni pestañeó para echar del país a la misión del Alto Comisionado de las Unidas para los Derechos Humanos luego de que este emitió un informe contundente sobre la actuación de las fuerzas de seguridad estatales en la represión de las protestas. Nicaragua, denunció el Alto Comisionado, está sumida en “un clima de miedo” e impera la impunidad.
Si bien aún permanece en el país una misión del Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua (Meseni) y otra de un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), instaladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), esta se ha quejado de la falta de cooperación del Estado para investigar abusos de los derechos humanos y nada excluye la posibilidad de que en algún momento la dictadura también los expulse.
Reacciones de esa índole contra organismos internacionales tienen su “explicación” en el alegato de la defensa de la soberanía. Pero, como recordó semanas atrás el escritor Sergio Ramírez Mercado, en el pasado Nicaragua aceptó misiones de observadores y fiscalización, como en las elecciones de 1990.
Lo que pasa, en realidad, es que el escrutinio de propios y extraños es incómodo para quien hizo del poder un fin (y gozo) en sí mismo.
Por ahora es todo.