¿Qué le parecería si Costa Rica tuviera apellido? Si, por ejemplo, se llamara Costa Rica Figuerista o Costa Rica Morista.
Bueno, pues le cuento que hay un Estado, en el Oriente Medio, que desde 1932 adoptó el apellido de la familia de la dinastía fundadora. Sin más rodeos: ese país es Arabia Saudí, y es Saudí porque así lo quiso la casa Al Saúd, que hoy integran los descendientes de Muhamad bin Saúd. Este fundó el emirato de Diriyah, el primer Estado de lo que es hoy ese reino opulento que casi flota en el petróleo que yace bajo sus arenas ardientes.
La monarquía que gobierna con poder absoluto está en la picota y su carácter ha quedado de sobra expuesto después de haber planificado y ejecutado el homicidio del periodista Jamal Khashoggi, cuya actitud crítica decidió cobrarle al punto de literalmente deshacerse de él (sí, el colaborador de The Washington Post y otros medios fue desmembrado y su cuerpo disuelto en ácido, según las investigaciones en Turquía).
Para entender por qué tanta saña, debemos pasar revista a las características del reino y su forma de gobierno. Entonces, le aseguro, usted no tendrá ninguna duda.
Dios, islam y política
Empecemos.
Primero, en aquel país de casi 2.150.000 km² (42 veces la superficie de Costa Rica), el poder dimana de Dios y el monarca lo ejerce en el desierto en nombre de Alá y con el Corán, texto sagrado de los musulmanes, como guía. Entonces, las medidas que adopta el gobernante son incuestionables.
Ese era el fundamento (divino) de las monarquías absolutas en la Europa anterior a la Revolución francesa.
El poder es una expresión del islam, tanto como religión como fuente política, por lo cual no cabe demandar una separación entre ambas esferas.
En segundo término, el rey (desde el 2015 es Salmán bin Abdulaziz) es no solo el jefe del Gobierno, sino de las Fuerzas Armadas y tiene todas las potestades: desde hacer nombramientos, vetar propuestas de ley o declarar la guerra.
Todo ello por cuanto en Arabia Saudí no existe una Constitución como la entendemos en una democracia pluralista. El país se rige por una Ley Fundamental, que es un conjunto de normas básicas escritas a “imagen y semejanza” de la familia gobernante.
Como usted ya habrá imaginado, el poder absoluto es eso: todo para quien gobierna. No espere hallar sindicatos ni partidos políticos. Está prohibidos pues su existencia se considera contraria a la esencia del gobierno ejercido por derecho divino.
¿Y hay parlamento? Claro que no. Lo más parecido, si queremos considerarlo así, es el Consejo Consultivo (150 miembros) que, como su nombre lo indica, es un órgano al cual el monarca recurre... si le da la gana, pero que no tiene ninguna facultad de decisión.
Hay algo más: los ciudadanos están obligados, según aquella Ley Fundamental, a jurar lealtad al rey. De nuevo, es como volver a la Europa de los monarcas absolutistas (“el Estado soy yo”, decía Luis XIV). Es decir, la soberanía radica en el monarca (Rousseau debe estar revolcándose en su tumba).
Para que le quede más clara la esencia de Arabia Saudí, en última instancia este es un reino híbrido surgido del matrimonio de un hijo de Muhamad bin Saúd con la hija de Muhamad ibn Al-Wahhab, negociado en 1774.
El resultado es ese reino donde impera el wahabismo, una versión ultraconservadora del islam que se apoya en una interpretación al pie de la letra del Corán.
‘Apertura’ y barbarie
Todo lo anterior explica por qué allá no se tolera ninguna forma de oposición y que quien lo intente sabe el grave peligro al cual se expone.
Inclusive, no fue hasta mediados de este año cuando a las mujeres se les permitió conducir vehículo y, poco antes, asistir a los estadios (eso sí: nada de estar juntas con los hombres). Ah, también, en diciembre del 2017 se dio el visto bueno a la reapertura de salas de cine, que fueron prohibidas en los años 1980.
Ambas medidas las impulsó el príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, quien se ha propuesto modernizar el país con el impulso de un islam moderado, según dijo.
Pero al tiempo que hacía esos guiños de apertura, a MBS (como se le llama por las primeras letras de su nombre) no le ha temblado la mano para reprimir voces de protesta y arremeter contra varios príncipes y exministros a quienes acusó de incurrir en corrupción. Entiendan: la ‘apertura’ tiene límites.
Y estos límites le pasaron la factura al periodista Jamal Khashoggi, crítico del poder y cuya línea lo había llevado a exiliarse en Estados Unidos.
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Khashoggi estaba en el ojo del gobierno de Riad y la cita que el reportero hizo en el consulado de su país en Estambul, para obtener un documento para casarse, fue la oportunidad dorada para deshacerse de él.
El régimen primero negó que el periodista hubiese ingresado a la sede, pero ante la presión de Turquía y los cuestionamientos al desmentido, más otros indicios que surgían, no le quedó otra opción que reconocer el asesinato, el carácter premeditado y brutal de este, y quedar desenmascarado.
La barbarie que rodea el homicidio dejó expuesto al reino wahabita ante el mundo y la imposibilidad de mostrar al menos partes del cuerpo de Khashoggi se yergue como la peor prueba de ese terrorismo de Estado ejecutado por un país que es el guardián de los dos lugares más sagrados del islam –La Meca y Medina– y cuna del nacimiento de la tercera fe revelada, en la primera mitad del siglo VII.
Pero, atención, aquí no terminan los apuros para la dinastía Al Saúd. Vuelva a ver hacia Yemen.
Los cuestionamientos éticos y de la conducta en materia de derechos humanos encuentran otro flanco en la participación de Arabia Saudí en la guerra civil de ese país bañado por el mar Rojo y el océano Índico, de aguas por medio con el Cuerno de África.
Se lo explico así: los saudíes se metieron en ese embrollo en el país árabe más pobre con el fin de impedir el triunfo de los rebeldes hutíes que se levantaron contra el gobierno en el 2011. Pero, ¿ por qué? Porque los hutíes son chiitas, una de las dos ramas principales en que se dividió el islam en el siglo VII. La otra son los sunitas.
Arabia Saudí, donde el sunismo es mayoritario, saltó a la contienda al considerar que Irán, su gran rival chiita en el Oriente Medio, pretendía ganar terreno e influencia regional buscando un triunfo de los hutíes.
El conflicto armado ha alcanzado altísimas cotas de violencia, destrucción y barbarie, y Arabia Saudí, cabeza de una coalición de varios Estados sunitas, enfrenta duras críticas, máxime que los bombardeos de esa alianza han cobrado, en varias ocasiones, decenas de víctimas civiles, entre ellas niños.
En setiembre de este año, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU prorrogó un año una investigación sobre posibles crímenes de guerra.
Otra prueba del grado de deterioro de la situación en Yemen, donde la población ha sido diezmada también por el cólera y la hambruna, es la presión que las potencias occidentales y la misma ONU están ejerciendo sobre los actores para acabar la contienda.
Entonces, a Arabia Saudí se le han juntado dos situaciones en las cuales figura sentada en el banquillo de los acusados.
Nada peor para un príncipe que pretende “reformar” y “modernizar" su reino, pero que ahora se ve confrontado con sospechas que apuntan a su responsabilidad política tanto en el asesinato de Khashoggi como de la matanza en Yemen.
En ambos casos, es difícil dudarlo, toda vez que en Arabia Saudí el rey (y su heredero) reinan y gobiernan, como es propio de los monarcas absolutistas.
Por ahora, es suficiente. Hasta la otra semana