La tarea de reconocer a los muertos que dejó la erupción del volcán Arenal, hace medio siglo, en muchos casos resultó misión imposible.
Los gases y piedras incandescentes convirtieron a las víctimas en una especie de masa negra que no permitió identificarlos a plenitud.
Este es el recuerdo que mantienen hoy los familiares de quienes fallecieron aquel lunes 29 de julio de 1968, muchos de ellos mientras ayudaban en labores de rescate.
Luz Ania Carrillo es la hija del entonces regidor sancarleño Anael Carrillo.
Según rememora esta enfermera jubilada, el fuego redujo a las víctimas mortales a un polvo de color muy oscuro.
A su padre, recuerda, una de las nubes más intensas de material volcánico lo sorprendió saliendo del Jeep en el cual trasladaría heridos o fallecidos.
Carrillo relató que a su padre lo identificaron por las botas de hule que llevaba puestas. Los gases no lo alcanzaron, pues la mayor parte de su cuerpo quedó debajo del carro, boca abajo y semienterrado en la arena.
Al revisar lo que quedó de la camisa de Anael, en la bolsa del lado izquierdo encontraron su cédula de identidad parcialmente dañada.
Según Carrillo, muchos familiares no vieron los restos de sus parientes por recomendación de las autoridades sanitarias. No se pudo saber quién era quién.
Al igual que don Anael, muchos de los fallecidos en 1968 fueron voluntarios que fueron a socorrer a los afectados por la expulsión del material volcánico. Esposas, madres o hijos no tuvieron éxito en convencerlos de que no se acercaran a los sectores más golpeados.
“Para quienes fallecieron era mucho más importante salvar la vida de sus otros semejantes que ocuparse de la suya.
"Nos dieron una gran lección de sacrificio, de darse por gente a la que posiblemente ni siquiera conocían”, resaltó Luz Ania Carrillo.
Premonición se volvió realidad
El comerciante Honorio Murillo Alfaro y su esposa, quien en ese entonces esperaba su décimo hijo, vivían en las afueras de La Fortuna de San Carlos cuando sucedió la explosión del Arenal.
Margoth, la hija mayor, tenía en esa época 16 años.
Siendo apenas una adolescente, la joven tuvo una premonición la noche del 28 de julio cuando escuchó los primeros retumbos y temblores del cerro. Los interpretó, dijo, como un anuncio de que se aproximaban horas llenas de dolor y mucho luto.
A la mañana siguiente, lunes 29 de Julio de 1968, sus temores aumentaron cuando el firmamento se oscureció, y siguieron los movimientos sísmicos acompañados de fuertes vientos y torrenciales aguaceros.
Murillo Rodríguez, quien hoy es vecina de barrio El Jardín de Quesada, y tiene tres hijos con el exfuncionario bancario Óscar Arrieta, precisa que cuando circularon las primeras malas noticias de gente quemada su papá decidió marchar a tratar de salvar lugareños en compañía de un cuñado y varios amigos.
“Mi madre Bertilia estaba a pocos días de dar a luz. Por eso, ella, yo y otros hermanitos le rogamos a papá que no fuera al lugar, que podía volver pero sin vida.
"Él no nos escuchó. Estaba decidido a colaborar y no encontramos la manera de hacer que se quedara en casa.
"Al verlo partir, lloré en silencio para que mis hermanos pequeños no lo notaran. Mamá, por su parte, quedó sumida en la incertidumbre al mismo tiempo que oraba para que terminaran las erupciones.
“Muy avanzada la tarde ese mismo día nos comunicaron que papá había muerto. La premonición se había cumplido. Quedamos huérfanos de padre y con mamá que era ama de casa esperando el hijo número 10”.
Margoth rememoró que esa misma tarde trasladaron a toda su familia a Ciudad Quesada.
“En el camino pensé en cómo haríamos para sobrevivir. Fue cuando mi madre sacó fuerzas de flaqueza y se dedicó a producir tortillas. La venta nos dio hasta para pagar el estudio. Era una mujer a quien la adversidad no doblegó”.
Margoth afirmó que la muerte de su padre sirvió para unir aún más a toda su familia.
"Hoy, recordamos a papá como un hombre bueno que dio su vida por proteger la de otros. Lo recordamos con mucho orgullo. Era valiente, decidido y luchaba por lo que creía que tenía que llevar a cabo.
"Igual opinión tenemos de nuestra madre, que falleció hace 20 años no sin antes conseguir que varios obtuvieran un título profesional”, agregó.
Larga y angustiante noche de la víspera
Mario Murillo Ruiz tenía 40 años cuando el Arenal inició el ciclo eruptivo más violento que recuerda la historia.
Estaba casado y vivía en las faldas del volcán, entre La Palma y Tabacón.
Mario hoy tiene 90 años y disfruta de una inmejorable salud física y mental.
La siguiente es la narración que hizo a La Nación sobre lo que vivió y sufrió hace medio siglo:
“La noche del 28 de julio de 1968, víspera de la tragedia que estaba por llegar, me acosté alrededor de las 7 p. m.
"Una hora después, empecé a sentir que la tierra se movía. De seguido, en el techo de la vivienda comenzaron a caer muy seguido lo que creí eran piedras que estaban lanzando por joder algunos vagos del pueblo.
"No le di importancia a las supuestas piedras, pero una hora más tarde se vinieron temblores fuertes y entré en razón de que algo malo que se originaba en el coloso estaba por llegar.
"La noche se me hizo interminable, sentí mucha angustia ya que pensé en la posibilidad de un gran terremoto. No pude dormir.
"A la mañana del día siguiente, el 29 de julio, el cielo se oscureció y cayeron aguaceros. De seguido, escuché un crujido del volcán y luego los retumbos y las erupciones de roca caliente y gases ardientes.
"Al empezar la tarde, cuando había decidido marcharme a La Fortuna, unos amigos me invitaron a que los ayudara a buscar posibles cadáveres ya que olía a carne quemada.
"Estaba a punto de decirles que sí cuando el ganado de la finca llegó hasta la calle, muy asustado y con sed. Por responsabilidad laboral cambié de planes, reuní los animales y los llevé a un sitio seguro.
"En esas estaba cuando se produjo una gran erupción. Después, me enteré que había matado a algunos de los amigos con los que había conversado minutos aires.
"Sin duda, el ganado me salvó la vida. Si el grupo de animales no se hubiera aparecido en la calle probablemente hoy formaría parte de la lista de víctimas mortales”, relató.
Medio año después de esa primera erupción, Mario volvió al escenario donde quedaron muchos cuerpos. Lo hizo para ayudar a levantar unas cruces en memoria de los caídos.
Cuenta que le sigue doliendo la ausencia de quienes no lograron escapar a las erupciones de piedras y gases asfixiantes.
Esta ha sido la experiencia más dura y triste de su vida.
“Nunca me esperé que lo que los campesinos llamábamos el Cerro Arenal en realidad fuera un volcán dormido que nos dejó muerte y desolación”, concluyó don Mario.