Fue un viernes 11 de octubre de 1996. En aquellos años, era inusual que la Caja convocara a conferencias de prensa. Menos un viernes. Menos tan tarde.
La periodista titular de salud en aquel momento en La Nación, María Isabel Solís Ramírez, estaba en otras asignaciones. Yo apenas comenzaba como reportera y mis jefes me enviaron a la guerra. Nadie imaginaba la magnitud de la bomba que lanzarían desde la Caja, cuyas cenizas aún se recogen 20 años después.
Trato de recordar: "Esto es peor que el huracán César". Fue una de las frases que me quedó grabada entre las muchas que dijo el entonces presidente ejecutivo de la Caja, Álvaro Salas Chaves. Ese huracán causó muchas muertes en el país y en Centroamérica. Entonces, ¿peor que César?
El anuncio: 114 enfermos de cáncer habían sido sobreirradiados con cobalto en el Hospital San Juan de Dios (luego se cambió a 117 y después a 115, cifra final). Las causas se estaban investigando y convocarían a expertos de todo el mundo en el país.
Esa primera vez, Salas dio la cara. Según se supo después, hasta consultó al entonces presidente de la República, José María Figueres Olsen. Tomaron la decisión de revelar la tragedia, que se sabía varias semanas antes del anuncio oficial. Después, a Salas se le volvió a ver poco y su lugar ante las víctimas, las familias y la prensa lo tomó la gerenta médica Julieta Rodríguez.
No existían celulares como hoy. Era un viernes de octubre y llovía. En el único teléfono público que había en la esquina del edificio principal de la Caja, pasé la noticia a algún compañero que me la tomó del otro lado de la línea. Por supuesto, la portada de La Nación abrió el sábado siguiente con un titular que nadie desearía producir: '109 pacientes corren peligro'.
La verdadera tragedia apenas comenzaba.
No quiero entrar en más detalles por respeto a todas las personas que llegué a conocer y con quienes, inevitablemente, establecí lazos más fuertes que los que hay entre fuentes y periodistas. Mi respeto y solidaridad para quienes aún viven (familiares y víctimas) y para los muertos. Por Marcela, Betina, don Fernando, Karla, Jania...
Sentí su rabia y su dolor y, debo admitirlo, una profunda tristeza al saber que la tragedia que afectó a tantas familias y se convirtió en una sombra permanente para la Caja, había encontrado terreno fértil para germinar.
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El sábado siguiente, 12 de octubre, La Nación abrió las líneas telefónicas para que los afectados se contactaran con nosotros. No existían las redes sociales, solo una línea fija y un número que no paró de sonar nos conectó con la parte más humana de esta historia.
Recuerdo que la hija de un enfermo de cáncer llamó desde un teléfono público. No quería que su papá se diera cuenta. Ella sospechaba que él podría ser uno de los afectados. Ya de por sí la lucha era dura: cáncer y sus secuelas; ahora sobreirradiación.
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Aquello resultó inevitable. Nadie, absolutamente nadie sabía qué podría pasar a partir de entonces. En 1996, se le llegó a llamar 'la pequeña Chernóbil', en referencia a la tragedia radioactiva que, diez años antes, afectó la vida de unas 600.000 personas.
La única información que se manejaba fue la de los síntomas exacerbados entre los primeros seis pacientes que activaron la alarma: vómitos incontrolables, diarreas profusas y quemaduras intensas dentro y fuera del cuerpo. A esa lista de seis, posteriormente, se fueron sumando más y más y más.
De toda la cadena de hechos que se ligan a ese acontecimiento en los últimos 20 años, una de las que más impresión causó fue la convocatoria de pacientes y familiares para comunicarles la noticia.
El lunes siguiente a la conferencia de prensa en la CCSS, según estaba planeado, se convocó a los pacientes para que fueran a sus hospitales, donde personeros del San Juan, el Calderón y el Nacional de Niños, acompañadas por autoridades de la Caja, les dieron oficialmente la noticia.
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Fue una de las poquísimas ocasiones -juicio incluido, cinco años después- en que voceros de la CCSS, pacientes y familiares compartieron un mismo espacio y se vieron cara a cara.
Porque después de la noticia y de las promesas institucionales con lágrimas incluidas, sucedió lo que suele pasar: la prioridad prometida en la atención, las indemnizaciones rápidas y justas y el apoyo familiar a los parientes de las víctimas costaron mucho que se diera por parte de la CCSS. Aunque hoy las autoridades de entonces y las de ahora lo nieguen.
Aquí los periodistas entramos a jugar un papel. Año tras año, nos hemos encargado de evitar que se olvide esta tragedia y de poner rostro y voz a los afectados, impidiendo que la CCSS mande al baúl de los recuerdos lo que pasó en el Hospital San Juan de Dios.
Veinte años después, muchas cosas han cambiado en los servicios de radioterapia de la Caja. Fue una lucha llegar hasta lo que hoy existe en materia de seguridad para los enfermos y para el personal que trabaja en esas áreas.
Significó la pérdida de muchas vidas y la inversión de recursos millonarios para alcanzar un estándar básico de seguridad y de avance tecnológico que garantice tratamientos casi de primera línea.
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Fue difícil, sobre todo para quienes vivieron la tragedia en carne propia: los enfermos sobrevivientes y los parientes de los muertos.
A ellos nunca se les debe olvidar. Nunca se les va a olvidar.
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