El fanático necesita un muro más ancho y más alto que el de la casa de Óscar Ramírez.
Sueño, ruego, anhelo un día sin necesidad de muros. No por Óscar Ramírez; por este país, supuestamente decente, supuestamente educado.
El Macho me preocupa menos. Él saldrá algún día de su casa, donde se aislado del fútbol, del fanático, del insulto, como me cuenta la nota de nuestro redactor José Pablo Alfaro; donde no le toca explicar por qué jugó Venegas, por qué no metió antes a Colindres y a Joel o por qué contra Serbia pecó de cauto. Eso, en todo caso, sería lo de menos.
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Ahí, detrás de su muro, no le teme un mal momento con su familia en algún lugar público, si a un desubicado le sobra fanatismo y le falta educación (si acaso no es redundar). A lo sumo habrá escuchado desde adentro al cobarde que pasó en carro con un insulto a todo galillo. Ya pasó. El Macho Ramírez volverá al supermercado, a la conversación en la acera, a la misa del domingo, a las risotadas con los vecinos. Incluso me atrevería a decir que algún día volverá al banquillo, una vez superada la decepción de las chotas pasadas de tono, las críticas personales, la mofa al cuerpo. Algún día sentirá de nuevo ese cosquilleo propio de aquello que nos apasiona.
El Macho no me preocupa, si bien sobra decir se trata de un hombre humilde, bonachón, trabajador, honesto, que no merece un insulto. ¿Alguien acaso los merece? En todo caso, no Ramírez, primer dolido por los resultados en Rusia 2018, en deuda con lo que él mismo soñó. A quién puede dolerle más se le fue la oportunidad de hacer historia, perdió el trabajo y perdió la ilusión de hacer lo que le gusta.
Ni siquiera me intera en esta columna debatir si realmente fue pésima la presentación tica o si tan solo falló en uno de los tres partidos, en el que no podía fallar. El punto es que la Selección y el Macho Ramírez me preocupan menos que este país.
Él puede con él y con sus seres queridos. Este país, en cambio, aún no aprende que el fútbol es solo juego y a falta de límites culturales necesita muros de concreto.
Algún día, quizás —y solo quizás— nos demos el lujo de criticar al técnico, cuestionar sus alineaciones, pedir a un jugador o al otro, quejarnos del planteamiento defensivo o el desbocado ataque, sin necesidad del insulto o el ataque personal.
La gracia del fútbol —entendemos todos— incluye la discusión, el debate y el desacuerdo. Si no, sería muy aburrido. No incluye, en cambio, la necesidad de construir muros contra la baja educación.