No hay otra luz en la calle 15 de San José más que la del alumbrado público. La sorpresa es grande.
Es domingo por la noche y Tobías Ovares –el crítico de teatro de La Nación– y yo encontramos la fachada del Teatro Arlequín con los portones cerrados. Un par de hombres se lanzan pedradas en la línea del ferrocarril que está sobre la avenida y el temor se acrecienta en una calle en la que la soledad se multiplica.
“¿Sabés qué habrá pasado?”, me pregunta Tobías con pupilas dilatadas. “No sé”, le contesto, “voy a llamar a don William”.
Busco entre mis contactos de celular a William Esquivel, el director de Dos arriba y una abajo, la obra que planeamos ver. Llamo a su número porque don William no solo tiene a cargo la dirección artística de la pieza teatral, sino que también es el dueño del Teatro Arlequín.
“Aló, don William. Viera que, como le había comentado, ya estamos en el teatro, pero está todo cerrado”, le digo, mientras quedo a la espera de una respuesta. Tobías mantiene su mirada en mi teléfono, como si también pudiera escuchar la conversación.
“Ahhh sí, es que viera que se nos metieron unos goterones y todo el equipo se dañó, pero no se preocupen. Pueden venir el próximo viernes”, responde don William con su pausada voz.
“Está bien, don William”, le respondo, “pero siempre nos podremos ver mañana para la entrevista?”.
Él me responde que sin dudas.
Cuelgo e intercambio miradas con Tobías. Nos resulta paradójico el escenario: han pasado catorce años desde que Dos arriba y uno abajo entró en cartelera y justo el día que decidimos mirarla por primera vez, no hemos podido verla.
“Tranquilo”, me dice Tobías. “Son gajes del oficio. Habrá que esperar hasta el viernes”.
“Pues así será”, contesto.
* * *
Hoy es lunes y, cuando estoy en la acera del Teatro Arlequín, la situación no es tan diferente: los portones del recinto están cerrados con la diferencia de que la luz de las nueve de la mañana aleja cualquier temor parecido al vivido ayer.
De nuevo, busco el contacto de don William en mi celular y lo llamo.
“¿Pero cómo no me ve?”, me dice don William con tono amable. “Estoy justo detrás de usted”.
Volteo y dentro de un automóvil gris veo una mano que se mueve. Enfoco y distingo una sonrisa fija que me invita a acercarme. Paso la calle y me encuentro con el carro de don William. Camino hacia la puerta del conductor pero el dramaturgo me ruega sentarme en el asiento del copiloto.
“¿Cómo me le va? Mucho gusto”, dice Esquivel en nuestro primer encuentro en persona. “Haga el asiento para atrás, que veo que tiene las piernas largas”, me dice.
“Don William, no sé si prefiere que nos bajemos a tomar algo y conversar sobre la obra”, le sugiero. Él responde rápidamente: “no, tranquilo. Podemos hablar aquí, frente al teatro. Frente a mi querido teatro”, dice. Tras finalizar su parlamento, ambos nos quedamos viendo el Arlequín, un teatro que no siempre fue de don William.
En 1992, el dramaturgo –quien cuenta con un doctorado en teatro de la Universidad de La Sorbona de París– se propuso comprar las acciones del entonces Teatro Tiempo, ubicado en frente de Caja de Ande, para rebautizarlo con su nombre original (Arlequín) y realizar montajes de las apetecidas comedias que tanto le gustaban.
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El teatro se movilizó hacia su ubicación actual y, con libretos humorísticos, el Arlequín apareció como una de las grandes ofertas dentro del conocido “circuito de Cuesta de Moras”, y las funciones usualmente llenaban con alegría los 152 espacios que alberga.
Fue hasta el 4 de noviembre del 2005 cuando un récord se asomaba como profecía inesperada. Después de montar El cuarto de comedia –obra que había demostrado que la gente pegaba gritos de risa en el teatro–, don William planeó un nueva título.
Tras haber visto un filme en blanco y negro cuyo nombre no recuerda, don William tuvo una ocurrencia.
“Yo había visto una película de los sesenta donde, lo único que yo tomé, era la idea de una obra de teatro donde el protagonista tuviese tres novias”, rememora el director, dando paso a su éxito más grande.
Dos arriba y una abajo cuenta un extracto de la vida de Bernardo, un hombre que idea la manera de ser infiel con tres muchachas al mismo tiempo. El tipo aprovecha que las tres mujeres laboran como sobrecargos de vuelo y coordina sus horarios para que, mientras dos de sus novias se encuentran trabajando en sus respectivos aviones, Bernardo pueda estar con la tercera en su casa (de allí el título de la obra).
Por este elenco han pasado nombres como Glenda Peraza, Luis Daell y Jorge Valenty, quienes han cumplido con un propósito claro.
“Yo pensé en hacer una buena comedia de enredos pero con ticos hablando en un lenguaje totalmente popular, donde hablamos de tamal asado, tamal de elote…”, dice con orgullo el dramaturgo. Aún así, Esquivel no cataloga la obra como un libreto original ni como una adaptación, pues “la dinámica de los ensayos hizo que la obra se convirtiera en algo muy diferente”.
“No es una adaptación propiamente mía porque le doy libertad a los actores. Si una frase no les sale, yo les digo que la diga como les parezca, así que la obra va evolucionando con el tiempo”, asegura don William mientras baja las ventanillas de su automóvil.
Tan solo unas horas antes, William Venegas, quien realizó la crítica de teatro de Dos arriba y una abajo en el 2005 me advirtió de esta particularidad de la obr
“Yo he visto la obra tres veces”, dice Venegas, “pero la obra cada vez era más diferente. Los actores a veces improvisaban y cada vez era algo distinto. Cuando la vi la primera vez, era una obra formal y con comedia bien hecha”, recuerda el también crítico de cine de La Nación.
Entonces, ¿cómo se ha mantenido esta obra durante tanto tiempo?
“El secreto es que la obra es súper corta, sin ninguna vulgaridad. Eso hace que la gente venga con toda la familia. A veces hay reservaciones de 15, 17 personas. Han venido expresidentes de la República, diputados… Una vez llegaron 48 personas desde Guápiles. Bueno, incluso hay un señor que tiene el récord: ha visto la obra 34 veces porque, siempre que viene, encuentra cosas nuevas. Es un puro vacilón”, dice don William y suelta una risa.
“¿Pero usted imaginó que la obra iba a tener tanto éxito?”, le pregunto.
“No. Cuando yo la estrené, esperé que llegáramos a 300 funciones, y era optimista”, dice el director, ahora, cuando la obra lleva más tres mil funciones. “El primer año estuvo bien, pero nos dimos cuenta que el título asustaba porque a veces la gente es muy morbosa. A medida que se fue dando la función, cada día llegaba más gente por el boca a boca. Nosotros la presentábamos viernes, sábado y domingo y desde las tres de la tarde ya estaba todo vendido. Hay gente que a veces hasta se queda fuera”.
Una vez que terminamos la conversación, don William y yo estrechamos manos y nos despedimos. “¿Entonces nos vemos el fin de semana?”, pregunta. “Ojalá venga el sábado o domingo que es cuando viene más gente”.
“No, don William. Yo llego el viernes”, le respondo.
“Ah bueno, no hay problema. Nos vemos”, me dice con la sonrisa intacta.
* * *
Otra vez la noche se acuesta en la calle 15 de San José, pero en esta ocasión las luces que salen del Teatro Arlequín tocan el pavimento. A diferencia del domingo anterior, la función de Dos arriba y una abajo está en pie y unas cuarenta personas se encuentran en el vestíbulo del recinto.
Entro al teatro y ahora es desde la boletería donde se asoma una mano moviéndose. Es don William, quien se encarga de los tiquetes.
Estiro mi mano entre el pequeñísimo espacio destinado a pasar billetes y siento una mano en mi espalda. Es Tobías, el crítico de teatro, quien ha llegado casi que simultáneamente conmigo. “Don William, ¿cómo le va?”, le dice Tobías y el dramaturgo nos saluda a ambos en medio de la verja. “¿Están listos para destornillarse de la risa? Disfrútenlo”, dice don William con el orgullo de un padre que ve a su hijo crecer.
Nos adentramos en el teatro para percatamos que nuestros asientos están prácticamente en el vientre del recinto, apenas dos filas antes del escenario.
La sala comienza a llenarse a pesar de que es viernes y Esquivel tira un rápido ojo al escenario. Cada veinte días, él vuelve a mirar la obra completa para asegurarse que se estén cumpliendo según sus deseos teatrales.
Es hasta las 8:14 p. m. cuando la obra inicia. Las luces del Arlequín se apagan y tan solo unos segundos después de la completa oscuridad, comienza a sonar una canción. Despacito, el hit de Luis Fonsi y Daddy Yankee del 2017, suena con fuerza y delata que, efectivamente, la obra ha cambiado con el paso de los 14 años que lleva en escena.
La música se calla, las luces se encienden y aparece el elenco actual, que solo incluye una actriz del reparto original –según cuentas de don William, han pasado 14 personas en la interpretación de los personajes–. El augurio del director se cumple y no han pasado más de dos minutos para que las risas reboten en las paredes del Arlequín.
Las luces del teatro iluminan las sonrisas colgadas en las butacas. El público disfruta sin saber que está frente a una de las últimas funciones de esta legendaria obra: ninguno sabe que, dentro de aproximadamente dos meses, Dos arriba y una abajo dejará la cartelera.
Don William ha tomado la decisión porque “ya es momento de cambiar”. Incluso, el mismo elenco se encuentra en el montaje de una nueva obra.
Pero por ahora, el Arlequín se sigue desarmando en pocos instantes. A pesar de que el dramaturgo permite extender a más de dos horas si el público se muestra muy conectado, esta noche las risas durarán lo de siempre: poco más de una hora.
Las bromas y los enredos continúan. Nada existe fuera del Arlequín.
Tal vez ese sea el secreto de William Esquivel: saber crear una obra que nadie olvidará, mucho menos Costa Rica.
Antes y ahora
Crítica de William Venegas en el 2005
Con los aires que por aquí soplan, en nuestro medio, la apertura de una nueva sala teatral puede ser (o no) una buena noticia. Depende.
Ahora, en Tibás, la desaparición de una sala de cine (atropellada por los monopolios exhibidores que nunca le ofrecieron películas de estreno) da lugar a un remozado ambiente teatral: cómodo, de buena acústica, con rico escenario de boca ancha y de profundidad aceptable.
Al entrar, una escenografía hecha con decoro, limpieza visual y cierta elegancia anuncia lo que vendrá después: se trata de una comedia de aceptable jocosidad urbana (eutrapelia) y de carácter ligero (como algodón de azúcar), titulada Dos arriba y una abajo.
Poco a poco, el escepticismo que llevamos anudado en un pañuelo va perdiendo su estrés, y asumimos una actitud menos tensa: la obra en cuestión se aparta rápido de las comedias chabacanas que deambulan por algunas salas josefinas, ¡por dicha!
En Dos arriba y una abajo tenemos una (poco original) comedia de enredo: la del donjuán con tres novias a la vez, a quien se le arma un lío enorme cuando las tres le llegan al mismo momento a su casa, lo que el público disfruta por las situaciones hilarantes que se suceden.
La puesta en escena, una vez planteado el conflicto, estructura bien los acontecimientos, con un acento cómico aceptable, sin caer en el humor grueso (ni en su lenguaje ni en la generalidad de los signos escénicos), pero sin evitar algunos lugares comunes (como la presencia del afeminado de siempre, de rasgos innecesariamente acentuados).
El trabajo de dirección sostiene un ritmo oportuno, aunque un deficiente aprovechamiento del espacio escénico (los actores casi siempre están en línea frente al público); también hay un buen subrayado de lo cómico (con música y otros sonidos), aunque un trabajo de luces inexpresivo.
Por su parte, las actuaciones ocultan con ánimo jocoso las debilidades histriónicas de actores más llenos de entusiasmo que de otra cosa (por supuesto, las miradas se concentran en Glenda Peraza), aunque un trabajo de dirección actoral más riguroso les hubiera bajado el volumen para -así- evitar la piñata de voces destempladas que se arma en ciertas escenas (como si así se lograra mayor intensidad).
En resumen, Dos arriba y una abajo es un agradable divertimento (para reírse tranquilamente) que, por momentos, resulta diversivo (solo logra distraer), y al que hay que asistir sin exigencias academicistas.
Crítica de Tobías Ovares en el 2018
Bernardo sostiene, de forma simultánea, relaciones afectivas con tres aeromozas. A fin de no ser descubierto, aprovecha los itinerarios de viaje de sus amantes para recibir a una de ellas, mientras las otras dos trabajan. Un repentino cambio de horarios hará que las mujeres coincidan en su departamento. La llegada de Roberto –amigo de Bernardo– y Willy –un chef– complicará la situación al extremo.
Esta comedia de enredos condensa los rasgos más típicos del estilo que dominó y aún prevalece en el circuito de los teatros independientes, otrora conocido como “Cuesta de Moras”. Abundan los personajes clichés al estilo del gay libidinoso cuya principal característica es la de ser un depredador sexual (Willy). Tampoco falta alguien oriundo de la zona rural (Roberto), retratado como simplón y dicharachero.
También destaca el personaje bufonesco (Willy), es decir, el que acapara la licencia para romper la cuarta pared, improvisar o comentar los sucesos de la obra. A su vez, las mujeres se presentan como objetos de deseo y, al contrario de los hombres, entran a escena con prendas que exaltan sus figuras. Por ese motivo, pareciera justificarse el acoso verbal y físico que reciben de los caracteres masculinos.
En el caso de Dos arriba y una abajo, debe subrayarse el dominio técnico del elenco. El ritmo es trepidante. No hay pausas innecesarias. Las improvisaciones son oportunas y no dejan que amaine la atmósfera festiva de la sala. En esta dinámica, los intérpretes prestan mucha atención a su público. Por eso, los juegos escénicos que más risas producen se alargan hasta el aplauso espontáneo de la audiencia.
Las habilidades de escucha y reacción de estos actores y actrices no las tienen tan desarrolladas sus colegas de otros circuitos teatrales costarricenses que incursionan en la comedia. Aquí hay un oficio pulido a fuerza de lidiar con espectadores que no perdonan la falta de estímulos para la risa. Lo problemático de esto no pasa por el disfrute colectivo, sino por las distorsiones ideológicas utilizadas a fin de complacer el gusto del público.
Cuando Bernardo y Roberto afirman que una mujer muda es la mejor de todas, se evidencia el machismo de fondo. Cuando la conducta de Willy se reduce a la de un compulsivo acosador de varones, los estereotipos homofóbicos saltan a la vista. Esta clase de chistes promueven gestos aprobatorios y transforman el evento en la radiografía de una sociedad que celebra, con risas, la puesta en escena de sus propios prejuicios.
Algunos espacios teatrales se han convertido en reductos de prácticas discriminatorias que, en otros ámbitos, no son toleradas. Esto es una paradoja ya que las artes escénicas poseen la enorme capacidad de imaginar modos alternativos de vivir y convivir. Desaprovechar ese potencial es nefasto. El resultado es la normalización de una violencia que, fácilmente, se consume como entretenimiento apto para todo público.
Dos arriba y una abajo mantiene, después de muchos años, un alto nivel de convocatoria. De hecho, cientos de espectadores entraron al mundo del teatro a través de esa puerta. De ahí, la urgente necesidad de pensar estos hitos, más allá de sus logros cuantitativos.