Eloísa Castro Méndez pausa con frecuencia una sentida conversación, respira profundo y continúa con el relato de una historia que parece de ficción pero que, en realidad, es el resumen de su vida.
La semblanza que hace de sí misma está impregnada de desdicha: una migración de Honduras a Costa Rica a la que nunca le encontró razón; una vida errante durante años en distintos lugares del territorio costarricense; épocas de violencia doméstica; el despojo de cinco de sus seis hijos; el temor que supone la ilegalidad de permanecer 'incógnito' en el país y la carencia de una identidad que le diera la garantía de acceder a los derechos más básicos del ser humano, como la educación, la salud o la seguridad social.
Sin quererlo, Castro mantuvo una vida clandestina aquí durante más de cinco décadas, tiempo que transcurrió desde que fue abandonada en Cartago por la misma mujer que la introdujo al país cuando era apenas una adolescente.
Eloísa recuerda al dedillo su historia en Costa Rica, pero de sus épocas de infancia y adolescencia no tiene más detalle que nació en Honduras y que fue “por ahí” de los 15 años cuando una mujer la sacó de la casa de la tía con la que vivía, la montó a un bus y la trajo a Costa Rica, donde luego la desamparó.
A sus 69 años de edad, Castro no recuerda ni vagamente quien era aquella mujer. Tampoco tiene memorias de sus padres, de la tía con la que se supone que vivió, ni de nada relativo a su familia; de hecho, no sabe si tiene ascendencia en Honduras e ignora también por qué su nacimiento nunca fue registrado en aquel país, donde ella asegura haber nacido.
“Usted me dice vamos a Honduras y no sé nada. De Honduras no recuerdo nada, solo cuando una señora me trajo y me dejó aquí (en Costa Rica) sin familia y sin nada. De mis padres no sé nada, tampoco sé nada de mí. Entonces recuerdos de allá (de Honduras) no tengo ninguno, ni extraño nada porque yo me acostumbré a vivir aquí en Costa Rica”, dice Eloísa desde la sala de la casa que alquila una hija suya, en Tobosi de Cartago. Ahí vive por unas semanas.
El nombre de Eloísa saltó a la luz a inicios de junio anterior cuando trascendió que fue la primera persona sin patria a la que el Registro Civil le otorgó la nacionalidad costarricense, luego de que la Dirección Jurídica del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto la determinara como una persona en condición apátrida.
En la Casa Amarilla –como llama doña Eloísa a ese ministerio– el proceso en la búsqueda de regular su condición inició en los primeros meses del 2015.
Entre completar los requisitos y la investigación posterior que lleva a cabo la Cancillería, el trámite se extendió hasta el segundo semestre del 2017. En ese momento, finalmente la Dirección Jurídica de la Cancillería declaró “apátrida” a Eloísa.
La declaratoria le dio la posibilidad a la señora o de naturalizarse como costarricense en el Registro Civil –gracias a la reforma al Reglamento de Naturalizaciones realizado por el Tribunal Supremo de Elecciones en marzo del 2017– o de solicitar el Documento de Identificación Migratorio para Extranjeros que entrega la Dirección General de Migración y Extranjería.
Eloísa Castro optó por la naturalización. La cédula de identidad le fue otorgada entre la felicidad y las lágrimas de familiares y extraños el 26 de marzo; empero, el Registro Civil reservó la noticia hasta inicios de junio, para que la vibrante coyuntura electoral de entonces (el país se aprestaba al balotaje presidencial el 1°. de abril) no eclipsara un momento histórico: Costa Rica se convertiría en el primer Estado latinoamericano en contar con una legislación para personas apátridas, y en concretar un trámite de otorgamiento de la nacionalidad.
La cédula de identidad fue un alto al escabroso camino por el que Eloísa transitó durante años, una ruta donde hubo desesperación, lágrimas e impotencia desde el primer día que llegó a Costa Rica, por allá de 1963.
Un calvario
“Me acuerdo que entramos a Costa Rica en bus y la señora que me trajo me dejó botada en Cartago. Yo lloraba porque quería que me devolvieran pero nunca supe más de la señora que me trajo. No sé si era de aquí (costarricense) o de allá (hondureña). De grande me contaron que esa señora traía muchas muchachas y chiquillas que las venía a dejar aquí quien sabe para qué. Gracias a Dios me encontré gente buena, hice amistades y nunca agarré malos caminos, a pesar de que no tenía una madre que me diera un consejo. Empecé a trabajar y así me la fui jugando sola”.
Esas palabras resumirían el capítulo de inicio de un libro que, posiblemente, Eloísa Castro firmaría si supiera escribir y leer, pero como nunca tuvo acceso a la educación desconoce cómo se hace cualquiera de las dos, por eso catapulta su historia a viva voz.
“Le voy a ser sincera porque me gusta decir la verdad: nunca estuve en la escuela. No sé leer, no sé escribir, por eso es que firmo con la huella (digital) porque nunca aprendí a escribir”, destaca,
En Cartago y a la intemperie, Eloísa comenzó a andar sin rumbo. Sus primeros años en la Vieja Metrópoli los pasó sentada en un poyo de algún parque. Ahí llegaba antes de los primeros rayos del Sol y de ahí se iba entrada la noche. En esas se mantuvo por varios años.
“En ese tiempo no tenía donde dormir. Una señora muy buena me daba dormida pero me tenía que levantar a 4 a. m. para salir antes de que el esposo llegara de trabajar (tenía horario nocturno) y luego podía llegar hasta después de las 9 p. m., entonces ese rato pasaba sentada en los poyitos de un parque en Cartago”, cuenta Eloísa.
En la casa de esa señora o en alguna Iglesia donde pedía posada en ocasiones, Eloísa descontaba las noches. Entre ese ir y venir conoció a un policía que luego de algunos meses se convirtió en el padre de sus dos hijos mayores; sin embargo, este señor nunca le cambió su realidad.
Deambulando por las calles de Cartago y embarazada de María de los Ángeles, su primera hija (se llama así en honor a La Virgen de Los Ángeles), Eloísa conoció a una señora que le prometió una vida más digna.
“Tengo algo y es que aunque no conozca a las personas siempre las saludo. Así fui haciendo las amistades que tengo y así encontré a una señora un día de tantos que andaba caminando sin rumbo. Recuerdo que empezamos a conversar y ya ella me preguntó dónde vivía. Le respondí que no tenía donde vivir y que más bien tenía que andar buscando dónde pasar las noches y me preguntó que si no me quería ir a vivir con ella, que ella iba a ser como una hermana para mí y yo me fui. Le ayudé a criar a los hijos y ella me compraba cositas. Luego nació mi hija mayor y esa señora también me la chineaba bastante”, añade doña Eloísa, sin precisar ubicación temporal porque, hasta la fecha de nacimiento que fue impresa este año en su cédula (29 de julio de 1948) fue un cálculo que hicieron sus hijos según los años de cada uno.
Al año del nacimiento de María de los Ángeles, Eloísa quedó embarazada de Carlos Alfredo, también hijo del policía. Para ninguno de los dos hijos obtuvo ninguna ayuda del padre. La manutención de los pequeños estaba a cargo de la señora que la acogió en su casa.
Según dice, el padre de los menores nunca se hizo cargo de los pequeños y, al contrario, siempre la amenazó con quitárselos, por eso sus dos primeros hijos solo fueron inscritos con sus apellidos (Castro Méndez) y no con los del papá.
“Llegó a la casa (el Policía) con un detective falso para quitarme a mis hijos. Me di cuenta que el detective era falso cuando le vi los zapatos. Yo no le iba a entregar a mis hijos a nadie. Ya luego me salió que el policía era casado y yo fui a buscar a la esposa para disculparme con ella porque él me mintió”, agrega a su historia.
Para evitar inconvenientes posteriores, Eloísa dejó la casa de su amiga y se trasladó a vivir a Ipís de Guadalupe. Ahí conocería luego al papá de sus próximos cuatro hijos: Heidy, Victoria, Lorena y Jossimar.
Con él vivió algún tiempo e incluso casi llegaron al compromiso; sin embargo, ella no podía casarse debido a que carecía de documentación.
“No tenía papeles para casarme, pero más bien con él sufrí mucho porque me maltrataba y me pegaba y yo nunca pude denunciarlo ni hacer nada porque no tenía cédula de identidad y me daba miedo que la Policía llegara, me pidiera papeles y yo sin nada aquí ni en ningún lado”, cuenta la señora.
Aclara que sus dos primeros hijos los tuvo en el Hospital Max Peralta de Cartago y los otros en el Rafael Ángel Calderón Guardia. A pesar de no tener documentación a Eloísa nunca se le negó la atención por su estado de embarazo y, con todo y todo, reconoce que sus parejas de turno se encargaban de los trámites previo y posterior a los partos.
“Yo les decía (a los médicos) que no tenía papeles y entonces el papá de mis hijos respondía por eso y me daban la salida con esa cédula. Por dicha, gracias a Dios, nunca tuve problemas con eso”, dice.
Cuesta arriba
La ayuda que recibió de sus exparejas (ambos ya murieron) para el cuidado y la alimentación de sus hijos fue escasa. Eloísa debió complementar su rol de madre de familia con trabajos remunerados que le garantizaran a sus hijos, por lo menos, la alimentación.
“Trabajaba mucho en casas y en sodas de colegios como el Napoleón Quesada y el Liceo de Moravia. También cogí café en Heredia. A pesar de que crié a mis hijos sola, nunca los maltraté y no me gusta que maltraten a los chiquitos”, cuenta Eloísa.
Pero la vida se le tornó aún más injusta cuando el padre de sus últimos cuatro hijos se fue. La comida escaseaba y las necesidades de sus hijos en crecimiento eran mayores. En ese momento Eloísa entró en una depresión, fue necesaria su hospitalización y sus cinco hijos nacidos hasta entonces fueron trasladados a un hospicio de huérfanos, donde permanecieron durante cinco años.
No fue hasta después de que le dieron de alta del centro médico (muy posiblemente fue en el Calderón Guardia, ella no recuerda con precisión) cuando se enteró del paradero de sus hijos, lo que implicaría un nuevo calvario.
Recuerda que trabajaba y cuando tenía el permiso de ver a sus hijos, iba con el alma hecha trizas porque ellos aprovechaban la visita para pedirle zapatos, pantalones o blusas y camisas. En la visita siguiente ella procuraba llevarles todo con el dinero que ganaba en las cogidas de café o en las limpiezas de casas.
Paralelo, batallaba legalmente para recuperar a sus hijos, lucha que se complicaba aún más por la falta de su documento de identidad y de recursos para pagar un abogado.
“Era difícil que ella pudiera ir a pelear a un tribunal o algo así por nosotros. Llegaron al punto en que solamente nos podía ver a escondidas si llegaba a una Iglesia o a algún lugar donde ella sabía que nosotros estábamos ahí. Mi papá le ayudó cinco años después para poder salir nosotros de ahí. Igualmente después de eso fue difícil porque ella no tenía una cédula de identidad, entonces a la hora de querer ayudarla para el seguro o el trámite para una casa no se podía porque no tenía el documento de identidad. Pero creo que lo que más nos marcó fue el haber estado en el hospicio de huérfanos y no estar con ella”, recuerda su hija Heidy Sánchez en un video que distribuyó el Registro Civil en junio anterior.
Una vez que los recuperó, Eloísa regresó a sus hijos al cuarto que alquilaba en Ipís y años después ella quedó embarazada de Jossimar, su hijo menor. Entre él y Lorena (los hijos más pequeños de Eloísa) hay ocho años de diferencia.
Precisamente fue con sus dos hijos más pequeños que Eloísa la comenzó a pulsear a como fuera y donde fuera. Así explica el por qué vivió en Limón por un tiempo, de donde se vino porque “no me gustó”; y en Guanacaste, provincia de la que también huyó “porque en la casa en que vivía me asustaban”.
En la actualidad ella turna sus estancias entre San Francisco de Coronado, Tobosi de Cartago, y Herradura y Jacó en Puntarenas, donde viven cinco de sus hijos. El otro emigró de Costa Rica hace varios años y vive en Estados Unidos.
Una casa: su sueño
Eloísa dice que siempre anheló una casa propia que le diera domicilio fijo a sus hijos, y que le permitiera a ella tener un jardín donde sembrar plantas –una de sus aficiones– y donde pudiera consentir al menos a un perro o un gato, pero nunca tuvo siquiera la opción de meterse a un proyecto de vivienda por la carencia de documentos que la identificaran.
“Nunca tuve ninguna jarana (deuda). Iba a un almacén (de venta de artículos para el hogar) solo a ver y desear, como dicen. Nunca pude comprar nada, nunca pude hacer un trámite bancario o meterme a un proyecto de casas, todo por la cédula, pero le pedí mucho a Dios que algún día tuviera mi cédula para dejar de andar así”, afirma.
Doña Eloísa sigue sin casa y sin deudas y lo único que la relaciona con una entidad financiera del país es un común tarjetero azul que obsequia a sus clientes un banco estatal y que solo sirve para proteger los plásticos de débito o crédito.
En un compartimento de ese estuche Eloísa tiene un carné provisional que le dio Migración y Extranjería en el pasado mientras la Cancillería regulaba su condición en el país. “Ese carné nunca sirvió para nada”, reclama. En el otro espacio, está guardado su apreciado y consentido documento de identidad.
A la lista de servicios a los que Eloísa tuvo accesos reservados se adiciona uno crucial: la salud. El cuadro de depresión que mencionó antes solo fue un caso de varios en los que requirió atención médica.
“Vivir sin cédula para mí ha sido muy difícil. Vieras cómo sufría yo cuando iba a los hospitales o a las clínicas para que me atendieran. Uno sintiéndose mal y me decían que no me podían ver por falta de papeles. Les decía que se pusieran la mano en el corazón, que aunque no tuviera papeles, que aunque no fuera de aquí, que yo era un ser humano como todos y me decían que no. Lo que hacía era irme a la casa a llorar, y Heidy (una de sus hijas que la acompañó en todo el proceso) me decía que no me pusiera así.
“Yo lloraba, casi caía en depresión otra vez y mi hija me decía: 'mami, salga del cuarto', y yo le decía que no tenía voluntad de nada y Heidy lo que hacía era sentarse a llorar conmigo. Si yo iba a la clínica, era porque me sentía mal, enferma. Le decía a Heidy que me iba a morir y que nadie me quería ver. No le deseo a nadie esta vida que yo llevé sin cédula, por eso el día que me la entregaron pedí (a los magistrados del Tribunal Supremo de Elecciones) que así como me habían ayudado a mí, ayudaran también a las personas que están aquí con las mismas condiciones que yo estaba”.
Más recientemente Eloísa fue diagnostica con diabetes; sin embargo, aunque en algunas clínicas cercanas a las casas de sus hijos le daban los medicamentos para tratar la enfermedad, luego se resistieron a hacerlo por la falta de un documento de identidad y de Seguro Social.
Eloísa lleva más de un año sin tratamiento para esa enfermedad y, cuando requiere de atención médica por su diabetes, solo es atendida en Emergencias de algún centro médico.
“No sé cómo estoy del azúcar. Me he adelgazado muchísimo y tengo más de un año sin hacerme un chequeo médico y casi lo mismo sin tratamiento. No puedo pedir pastillas regaladas a otras personas porque tengo que hacerme exámenes y los medicamentos son distintos para todos. Digamos que estoy a la mano de Dios. Le sigo diciendo a Diosito que solo Él sabe lo que va a hacer conmigo”, agrega Eloísa.
Hace dos años los hijos de Eloísa debieron reunir un dinero para realizarle un ultrasonido a la señora en un consultorio privado debido a varios dolores que comenzó a sentir en la espalda.
El ultrasonido halló piedras en la vesícula. “En la clínica solo le ponían suero para el dolor hasta que un día una amiga del hermano mío que vive en Estados Unidos nos ayudó para que operaran a mami en un hospital de la Caja. Luego nos iban a cobrar ¢3 millones, pero como mami es adulta mayor nos salvamos”, recuerda Heidy Sánchez.
Su hija afirma que desde que le entregaron la cédula a Eloísa tramitan el Seguro Social, el otro requisito para acceder –se supone sin inconvenientes– a los servicios médicos de la Caja Costarricense de Seguro Social, pero hay un requisito que tiene que ver con comprobar el domicilio del solicitante, y doña Eloísa no tiene una residencia fija.
También tramitaron una pensión del Régimen No Contributivo y una ayuda en el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS). Hasta ahora –se le consultó el lunes anterior– no han recibido respuesta de ninguna de las dos instituciones.
También el lunes de esta semana Eloísa fue a la clínica de Tobosi a que le valoraran una hinchazón que tiene en su pie derecho desde hace varias semanas, pero se negaron a atenderla, ahora, por falta del Seguro Social.
“El doctor me mandó a ponerme paños de manzanilla y a comprar una pastilla. ¡Con qué plata! Me dijo que para verme tenía que pagar ¢50.000”, dijo.
Las épocas de martirio por no tener cédula son solo malos recuerdos en la vida de Eloísa pero no el final del camino: aún le quedan luchas que dar y anhelos por conquistar. El Seguro Social, la pensión y una casa de bienestar social, entre ellos.
A pesar de todo, un gran sueño se le hizo realidad: ser ciudadana de un país.
“Estoy feliz de la vida con mi cédula. Me siento como la mamá de Tarzán”, concluye Eloísa Castro.
Por encima de la vida de miseria y necesidad que ha llevado, Eloísa sonríe genuinamente, abraza y, todavía, sabe esperar, porque conoció con el tiempo que la esperanza era su mejor virtud.
Eloísa nunca aprendió a leer ni a escribir, pero su lenguaje es universal: es el del amor.
Con amor le puso el pecho a la necesidad, educó y sacó adelante a sus seis hijos, abraza y cuida de sus 23 nietos y habla de sus tres bisnietos.
Ellos son ahora su única familia, la que tanto extrañó de pequeña y la que siempre anheló. Son ellos también los que quieren celebrar a Eloísa, por primera vez en 70 años, su natalicio el 29 de julio, una fecha que desconocen si es la real, pero eso es secundario cuando hay motivos por celebrar.