En este mundo que parece estar cada día más frenético, a menudo banalizamos acciones rebosantes de sacrificio entrega total Las historias de mamás (o parejas) que eligen adoptar uno o varios hijos son de esos casos que nunca dejarán de ser uno de los actos de amor más plenos que puedan existir. Es un pacto tácito donde no está implícita la unión de sangre. Es un pacto tácito que solo los protagonistas pueden comprender en su total dimensión. Estas son unas poquísimas –pero representativas– historias que nos disparan la capacidad de asombro, incluso en tiempos en que ya casi nada parece deslumbrarnos.
YURI LORENA JIMÉNEZ
El largo y tortuoso camino hasta Isabella
Aquel día de principios de marzo del 2017, Marcela tenía una importante reunión de resultados y proyecciones con los socios de la empresa que hacía pocos meses habían fundado. Los números eran halagüeños y todo transcurrió en un ambiente de optimismo. Al final, Marcela, abogada de 42 años en aquel momento, pidió la palabra por unos minutos. “Hoy iba a hacerles un comunicado doble, con algo de pena porque la empresa está empezando y no estaba presupuestado que tuviera que acogerme a una doble incapacidad porque mi esposo y yo estamos en la parte final de un proceso de adopción que culmina el 11 de marzo, cuando nazca nuestra hija, Isabella. En eso estábamos cuando me di cuenta, en enero, de que estaba embarazada, entonces íbamos a tener a dos bebés con solo algunos meses de diferencia, pero esa es la otra parte de lo que quiero compartirles, solo voy a tener una incapacidad porque en este momento, lamentablemente, estoy teniendo un aborto”.
Marcela y su esposo desde hace 20 años, Javier, desgranan su insólita historia de embarazos y adopciones fallidas sin poder evitar los ojos aguados en ciertos tramos, mientras su pequeña Isabella, hoy de año y cinco meses, está pronta a regresar del Maternal (kínder).
Imposible imaginarse el acogedor apartamento en Rohrmoser (Pavas) si Isabella no existiera en sus vidas, pues los rincones llenos de juguetes, la mesita de comer, las almohadas con motivos infantiles y decenas de detalles remiten a la omnipresencia de un bebé en casa.
Ahora todo son sonrisas, carreras, reuniones, preparación de atuendo según las actividades del día siguiente, más las piyamas, chupones, tacitas temáticas y demás. Pero detrás de todo este ambiente que impera hoy en la vida de esta familia, hay una sobrecogedora historia llena de vericuetos, sorpresas, ilusiones, desazones y tristeza total que durante 20 años parece haberse ensañado con las vidas de esta pareja en lo que a los hijos se refiere.
El caso de Marcela y Javier parece un guion de una película de Lifetime u otra cadena que reseña historias familiares insólitas.
Aunque lo cierto es que así podría ocurrir con cada historia que se reseña en este artículo, que pretende conmemorar el inminente Día de la Madre con un enfoque sobre otras formas de maternidad.
De momento, el caso que nos ocupa se remonta a 20 años atrás, cuando una pareja de ilusionados veinteañeros se casaba a sabiendas de que, en el ímpetu de su juventud temprana, intentarían construir una vida juntos en lo amoroso, profesional, económico, etc.
Alguna vez, siendo novios, tocaron el tema de tener hijos pero muy de soslayo, por razones obvias: a los 22 (Javier) y 23 años (Marcela) tenían mucho qué hacer antes de pensar en formar una familia de tres o más integrantes, posiblemente después de los 30. En fin, tener hijos no era un tema.
Pero su increíble historia con relación a este asunto se gestó la misma noche de su boda, en el arranque de su luna de miel. Aunque pensaban planificar porque los hijos estaban en el horizonte lejano de sus planes, esa noche se la jugaron, con tal tino que dos meses después, estaban recibiendo el diagnóstico: Marcela estaba embarazada.
Hoy, con 40 años cumplidos, rememora junto con su esposo el insólito relato de lo que fue sus vidas a partir de entonces.
Una noticia demoledora
“Ve lo que es la vida, yo lloraba y lloraba. Javier estaba feliz, yo no lograba asimilarlo y cuando tenía dos meses de embarazo, nos van dando otra noticia que a mí me terminó de liquidar: no solo estaba embarazada, sino que iba a tener trillizos. Peor, prácticamente caí en depresión, yo fui la mayor de cuatro hermanos, entonces siempre tuve la responsabilidad de cuidarlos y no había aprovechado pero ni un mes de casada cuando ya no solo iba a ser mamá, sino que ahora me decían que de tres”, cuenta la hoy abogada experta en derecho laboral.
En una de las pocas bromas que se permitió durante su prolongado relato, recuerda esos días con un tenor sombrío, donde a sus apenas 23 años y dos meses de casada, no solo no quería ni levantarse de la cama, prácticamente en depresión, sino que se atormentaba al imaginarse “la polada” de salir en las páginas de los diarios cuando tuviera a los trillizos, pues en ese momento los casos eran contadísimos y cada nacimiento triple era nota obligada en la prensa.
En ruta a una ironía suprema
Marcela no adoba su historia, ni esta, ni las demás. Guarda mentalmente una cronología exacta de fechas y hechos, y no tiene ningún reparo en contar la ironía suprema en la que se convirtió ese rechazo inicial que tuvo con su primer embarazo.
Dice que su mamá se preocupó tanto de ver que ella no levantaba anímicamente, que un día llegó a su casa y la emplazó, mientras ella estaba tirada en la cama, lamentándose de su infortunio al “pegarse la rifa” de un embarazo triple en plena luna de miel.
“Dejate de payasadas”, le dijo su mamá. “Y si es tanta la cosa, decime qué querés ¿querés que te lleve a abortar? Déjese de tanta m…, los hijos son una bendición, ¡levántese de esa cama!”.
La sacudida le hizo efecto inmediato y la entonces estudiante de administración hotelera (su primera carrera) empezó a hacerse a la idea de que pronto conformarían una familia de cinco.
En eso, tocaba cita de control y justo ese día su esposo no podía acompañarla, entonces asistió con su mamá. Ilusionadas las dos, se aprestaron a ver a los pequeños retoños en el ultrasonido.
La cara de preocupación del médico, mientras auscultaba el vientre de la joven madre, las inquietó. Al fin dijo: “Efectivamente, hay tres sacos. Tres productos. Pero no veo vida”. Madre e hija se angustiaron y finalmente, entraron en shock cuando el doctor les dijo. “Lo siento mucho. Están muertos los tres”.
Sin culpas ni planes de hijos
Uno pensaría que la siguiente parte de este trance estaría llena de drama y culpas, pero Marcela admite que, tras el impacto inicial y la reconfirmación por parte de otros especialistas en embarazos múltiples de que los trillizos no habían sobrevivido, ella sintió una especie de alivio.
“Es que era un embarazo muy temprano y yo no me había hecho la idea, de alguna manera sentí que se me reacomodó la vida, Javier estaba en México cuando eso pasó y al regreso yo estaba en reposo… casi no hablamos nada sobre el tema. Ni en ese momento, ni en los años que siguieron. Ni tampoco hablamos de tener familia, instalamos un restaurante, luego pusimos otros dos más, nos dedicamos a estudiar y trabajar y dejamos de lado cualquier idea de tener hijos, es que ni siquiera lo hablábamos”, cuenta la mujer.
Compraron una casa bonita, ella a sus 28 años ingresó a estudiar derecho a la Universidad de Costa Rica, en una evidencia más de que se había olvidado por completo de la maternidad en aquellos años. Javier dice que él tenía el deseo de ser papá pero respetaba la decisión de Marcela y nunca la presionó. Simplemente no fue un tema por años.
Contra el tiempo
Hasta que ella cumplió 39 años y “se le activó el reloj biológico”, bromean ambos.
Tomaron la decisión de convertirse en padres para que ella tuviera al bebé justo a los 40. Problemas de fertilidad, comprobarían una vez más, era lo último que tenían ellos como pareja: en cosa de semanas, Marcela estaba embarazada.
Esta vez la noticia fue todo un acontecimiento para ambas familias, incluidos los papás de intercambio que la habían acogido a ella durante su adolescencia durante un año en Ohio.
Los preparativos en todo sentido se activaron de inmediato. Tras la primera pérdida, la de los trillizos, Marcela había aumentado 25 kilos paulatinamente, entonces hasta se puso en control con un nutricionista para alimentarse adecuadamente sin ganar más peso y para que el bebé tuviera la mejor alimentación desde que estaba en el vientre. Empezaron a llegar los regalos de familiares y amigos, aquello era un alboroto.
El principio de la agonía
A las 11 semanas, asistieron al ultrasonido de control y, de pronto, un insólito dejavú: ambos advirtieron que el ginecólogo hacía un rastreo intenso, con rostro preocupado. Tras un rato que se hizo eterno, les dijo “Vieran que no se ve moviéndose el bebé. No se le oye el corazón, pero no podemos estar seguros de que haya pasado algo, vengan mañana de nuevo”. Ahí sí, baldazo de agua congelada. Preguntas sin respuesta. Cruce de miradas perdidas. Apenas unas cuantas palabras.
Javier, lo admite, estaba demasiado ilusionado. Tanto, que se fue a la Basílica de Los Ángeles a pedir que, al día siguiente, oyeran latir con fuerza el corazón de su bebé.
“Pero no, ya yo no me sentía embarazada. Me habían dolido los pechos desde el principio, igual que con los trillizos, y cuando el doctor nos dio la alerta una de las primeras cosas en las que pensé fue en eso, que con razón ya no me dolían los pechos”.
Tal cual. Al día siguiente, los peores temores se confirmaron. El corazón del bebé había dejado de latir.
A la crisis emocional se le sumó otro contratiempo nada menor. La pareja decidió que lo intentaría nuevamente, pero ahora sí corrían contra el tiempo por la edad de ella, entonces el ginecólogo les aconsejó que esperaran a que ella expulsara espontáneamente el feto, pues un legrado era muy invasivo y tendrían que esperar varios meses antes de embarazarse de nuevo… meses con los que no contaban. Irónicamente, el tiempo que nunca fue un tema durante unos 15 años, ahora se convertía en un tic tac frenético en contra de sus deseos de ser papás.
Pero, por alguna razón, Marcela no expulsaba “el producto”, como se les llama a los fetos en el argot médico.
La única alternativa al legrado era conseguir unas pastillas que son para tratamientos de úlceras estomacales pero que también son abortivas. “Uno no puede matar lo que ya está muerto”, les dijo el médico, pero no pudo ayudarles a conseguirlas porque eventualmente podía ser acusado injustamente de un delito. Todo esto ocurría en el 2014, cuando ya las pastillas en cuestión estaban bajo la lupa de las autoridades y conseguirla fue toda una osadía, cuenta Javier.
Una vez que se las tomó, según las instrucciones médicas, Marcela empezó a las 2 a. m. con unas contracciones que, según recuerda, son lo más terrible y doloroso que cualquiera se pueda imaginar. “Yo sentía una presión, como si me reventaran por dentro. Ya desesperada pedí ir al hospital, pero el doctor nos dijo que aguantara lo que pudiera porque podía tener problemas en el hospital, que pensaran que me había provocado un aborto. Me quería morir del dolor. Al final, después de muchas horas, la presión era tal que sola, en el baño, hice una presión máxima y yo misma me saqué los coágulos… eso me alivió el dolor físico, lo sicológico lo tratamos con terapia pero también con la esperanza de embarazarme otra vez… esperamos seis meses para empezar a tratar y efectivamente, en febrero del 2015, quedé embarazada de nuevo. Solo que esta vez no le dijimos a nadie, nada más al círculo más cercano de familiares y amigos”, rememora Marcela.
Un ciclo perverso
Ya ahí la historia empieza a parecer de nunca acabar. Ella tomó los cuidados normales pero tampoco era que pasaba “acostada con los pies para arriba”. Ambos estaban muy positivos y trataban de no permear sus mentes con temores. Pero como a las ocho semanas, un día cualquiera Marcela fue al baño y sintió un vuelco en el corazón: tenía manchas de sangre en el calzón.
De nuevo, el camino otras veces transitado. El ginecólogo (quien obviamente ya se había convertido en su gran amigo), les dijo la temida frase: “Hay producto, pero no se siente el latido. No con la fuerza que debería”, les dijo, aunque les dejó un hálito de esperanza. Marcela no se anduvo por las ramas. Saliendo del consultorio le dijo a Javier: “No, ya no me siento embarazada. Pasó de nuevo”. Esta vez, eso sí, el proceso de expulsión fue natural. No menos traumático, pero sí menos doloroso físicamente. “Sangraba, cuando ya fui al baño era como ver un kilo de hígado, tuve que andar con pañales de esos para adulto mayor, estaba pálida y desesperanzada…”.
Ya para entonces, la situación emocional de ambos pasó a ser “horrible”, como lo describe ella. “Uno vea la gente con chiquitos y yo lloraba ¡cómo podía ser tan inútil! Ya era la tercera pérdida, no podía ser posible”, pensaba ella.
Fue entonces cuando se decantaron por la posibilidad real de adoptar. Tras sondear posibilidades en las instancias gubernamentales, supieron que el proceso era bastante largo, de años, por razones obvias, pues las autoridades deben asegurarse más allá de toda duda razonable que van a entregar un menor a una familia idónea. Entonces, supieron de otro sistema que consiste en la adopción directa, donde la madre biológica cede legalmente al hijo (a), con abogados de por medio, un proceso que también es complicado y riesgoso por cuanto la madre puede arrepentirse a última hora.
Un riesgo altísimo
Sin embargo, Javier y Marcela eligieron esta opción. Por medio de una fundación que trata de dar acompañamiento a mujeres desamparadas y embarazadas, fueron elegidos para ser padres de el hijo (a) de una joven que en ese momento tenía unos cuatro meses de embarazo. Los padres adoptivos y la madre biológica no se conocen, pero los primeros nombran una “intermediaria” de su confianza, para ayudar a la mamá biológica con la transición. En este caso, fue la hermana de Marcela quien aceptó ser el “puente”.
“Luego nos dijo, y nosotros también lo aprendimos con ella, que no sabía en lo que se estaba metiendo. Fue demasiado complejo, porque conforme se acercó la fecha del nacimiento mi hermana me decía que no me ilusionara, que había empezado a ver señales de que la muchacha se iba a arrepentir. Para colmo, lo que iba a tener eran gemelas, pero perdió una, ya avanzado el embarazo, entonces se apegó a la otra y antes de la fecha del nacimiento, nos comunicaron oficialmente que la muchacha se había arrepentido”, cuenta Marcela con naturalidad.
Mientras que ese fue el golpe más duro para su esposo Javier, durante todo el proceso que se inició desde el primer embarazo, el de los trillizos, Marcela cuenta que ella simplemente asimiló que, por alguna razón, esa chiquita no era la que le tocaba a ella. “Fue muy raro, hasta me puse contenta. En el fondo el corazón me decía que si la muchacha se había arrepentido, era por algo, sencillamente esta chiquita no era para nosotros”, cuenta Marcela con una serenidad pasmosa. A estas alturas, cualquier espectador –en este caso, yo-- ya siente toda la historia casi como una macabra trama de fatalidades. Pero Marcela está dotada de una resistencia que parece blindarla en escenarios en los que otras hubiéramos reaccionado, mínimo, con medicación psiquiátrica. Ella no.
Javier reconoce que él no es de mostrar mucho sus emociones, todo lo contrario. Pero la adopción fallida a él sí lo descolocó por completo.
El destino, riéndose en sus caras
Pasó un año.
En noviembre del 2016, recibieron una llamada de la misma señora de la fundación que les había hecho el contacto con la anterior muchacha. Tenía una nueva posibilidad, esta vez se trataba de una joven madre de tres hijos, abandonada por el esposo, y embarazada de una relación reciente. Totalmente contra la pared por todas partes, la joven –cuyo hijo menor tenía año y ocho meses– entendió que era imposible seguir por la vida como madre soltera y jefa de hogar, con un bebé recién nacido. Ya bastante cuesta arriba tenía la vida.
Marcela escuchó la propuesta, colgó el teléfono y le dijo a Javier. “Ahora sí. Voy a ser mamá. Yo sé que voy a ser mamá. Es una chiquita. Nace en marzo”, le dijo a Javier, quien se negó rotundamente. Un nuevo contratiempo para la pareja. “Estaba aterrorizado, yo había sufrido todo en silencio y me sentí tan emocionado con la primera adopción, la fallida, que me daba terror, ya no tenía fuerzas para llevarme una nueva decepción. Entré en modus no por unos días, pero Marcela estaba totalmente convencida. Rápido me volví a emocionar, pero siempre con un gran miedo que al final mantuvimos los dos hasta el momento en que la tuvimos en los brazos. Fue una agonía tremenda”, cuenta el esposo y hoy padre de Isabella.
Pero con esta pareja, al parecer, todo puede suceder. Isabella llegaría al mundo en marzo del 2017, y en enero de ese mismo año se llevaron la sorpresa de que Marcela estaba, nuevamente, embarazada.
“Fue una locura. Se me hacía tan maravilloso que Isabella tuviera un hermano o una hermana seis meses menor, que se criaran juntos… yo hice lo de siempre, cuidarme normalmente, todo iba súper bien, ya tenía ocho semanas… y en febrero, que me tocaba el ultrasonido… de nuevo el doctor nos dice… ‘lo oigo muy débil, pero sí se escucha… vengan en una semana’. Así lo hicimos y después de la auscultación, el doctor nos dijo, una vez más ‘No chicos. No hay actividad cardiaca’.
Era para desmoronarse por completo. Solo que no se podía. Porque faltaban menos de 15 días para la llegada de Isabella. Claro, a menos que la mamá biológica se arrepintiera. Como quien dice, todos los números de la rifa para volverse locos de la angustia. Javier lo manejó como siempre, encerrándose en su silencio. A su manera, poniéndole el pecho a las balas.
Marcela lo manejó como siempre, poniéndose su atuendo de abogada ejecutiva, con el aborto espontáneo en camino, forrada en toallas nocturnas, poniéndole el pecho a las balas.
Aquel día de principios de marzo del 2017, Marcela tenía una importante reunión de resultados y proyecciones con los socios de la empresa que hacía pocos meses habían fundado. Tal cual lo plasma el arranque de este reportaje. Marcela pidió unos minutos al final para contarles de Isabella, y para decirles una frase que los paralizó a todos (varios hombres y dos mujeres): “En este momento, lamentablemente, estoy teniendo un aborto”.
Isabella
Antes de tener a su hija en brazos, esta pareja sufrió lo indecible. Marcela terminaba de expulsar los restos de su último embarazo fallido, el cuarto, casi al tiempo en que la mamá biológica de su hija empezaba las labores de parto. Ya estaba todo listo… y no. Arrepentirse a última hora era su prerrogativa y el peor terror de Marcela y Javier.
La angustia de esas horas previas se acrecentó con la falta de noticias. La mamá biológica, en un acto que le despedaza el corazón casi a cualquiera, se mantuvo firme en su decisión de ceder a su hija, al punto de que con costos quiso verla, acaso amamantarla con un poco de calostro, pero la entregó en cuanto pudo, temerosa ella misma de que su instinto maternal se desbordara y se aferrara a la chiquita.
Afuera de la clínica, Marcela y Javier aguardaban vueltos locos de la ansiedad. Con el portabebés y todo lo que uno se pueda imaginar necesita un recién nacido. La chiquita había nacido perfectamente, por parto normal, y en teoría estaban a horas de tenerla con ellos. Pero las pruebas de la vida parecen ensañarse con estos dos. A la chiquita hubo que hacerle unos exámenes para descartar una complicación menor, lo que demoró su salida del hospital, pero esto ellos no lo sabían.
Esas horas fueron letales para la pareja, pues obviamente sentían el terror de recibir una llamada inesperada que les dijera la frase de sus pesadillas: “La mamá se arrepintió”.
Y bueno, el final feliz y la forma en que tuvieron a su hija en sus brazos, requeriría una historia de otras no sé cuántas páginas.
Lo cierto es que hoy Isabella, de año y cuatro meses, llena a la familia de ingenio, belleza, alegría, travesuras, chiquilladas y todo lo que hace un niño bien amado a esas edades.
“Amo a la mamá que parió a mi hija”
“Yo veo la adopción diferente a como la ve casi todo el mundo”, dice Marcela. “En temas de adopción, a la mamá biológica se le dice ‘la progenitora’, esto como un eufemismo para dar a entender que la mamá-mamá, es uno. Yo no uso ese término, la mamá soy yo, pero la mamá biológica es ella y aunque no la conozco ni la vamos a conocer nunca, porque ese es el convenio, yo la amo y le agradezco con todo mi corazón porque nos dio lo más preciado de nuestras vidas, esta chiquita es el centro de la familia. Yo pude concebir los míos pero no pude tenerlos, y esta muchacha me cedió a Isa, porque no tenía otra opción, pero entregarla a una familia que ella sabía que la iba a cuidar, amar y educar como lo estamos haciendo nosotros, es un acto de amor mayor que el de habérsela dejado sabiendo las penurias que iba a pasar”, reflexiona Marcela quien, a su vez, ha tenido logros impensables con tal de estrechar los vínculos con su hija. Por ejemplo, darle de mamar. Con ayuda médica, logró estimularse las glándulas que producen la leche materna y amamantó a Isabella durante meses.
Mientras me trago las lágrimas ante esta delirante historia de amor, Isabella –que ya ha regresado del kínder– revuelve la rutina familiar en cosa de par de horas, y ya juiciosa tipo 7 se resigna feliz al chupón y a la cama, y se duerme como un ángel, envuelta en franelas y juguetes de tela rebosantes de amor, en un sueño desprolijo de falta de alimento o carencia alguna.
Y ya para terminar de mimetizarse con la historia de esta familia, Marcela cuenta que en todo el proceso, una psicóloga la instó a darles un adiós digno y hermoso a sus hijos no nacidos. Ella se resistió en un principio, a los trillizos, por ejemplo, no los había nombrado, todo fue demasiado pronto, ella estaba demasiado joven, todo fue demasiado fuerte.
Entonces, antes de que Isabella llegara a sus vidas, Marcela hizo unas cajitas con los nombres de cada uno. Y también unas mandalas. Simbólicamente, para ella, ellos serán los guardianes de Isabella, su hermanita menor.
Simbólicamente, toda esta historia no hace más que ensanchar el alma y reconocer, felizmente, que entre tantas malas noticias, aún existe el amor, en uno de sus estados más puros.
Segunda historia: Una cita a ciegas
Cada historia de adopción es digna de un reportaje gigantesco, de un guion de película, de un libro que quizá jamás se escriba pero que se va estampando en el alma de los protagonistas.La fertilidad es, para algunas (me incluyo) una especie de sello de fábrica que podría haberme convertido en mamá de 15 o 20 hijos, a la antigua, como mi abuela paterna.
“Hacer” hijos, para muchas, es cosa de un tris.
Las “tortas” o los hijos no pedidos deben haber poblado la mitad del planeta, qué se yo, pero ahora que me involucré en este tema, por primera vez, entiendo la dimensión de lo que viven las mujeres que, por la razón que sea, no pueden concebir o llevar un embarazo a término.
Hay miles de casos. En lo que es una buena noticia, los números del Patronato Nacional de la Infancia (PANI) indican que en los últimos años se ha acrecentado la adopción: entre el 2008 y el 2012 fueron ubicados en adopción 449 menores de edad. Entre el 2013 y el 2017 se ubicaron 679, lo que representa un incremento del 33%.
Pero bueno, el caso que nos ocupa ahora es el de una exitosa publicista, casada con un mercadólogo en un bonito matrimonio que lleva ya 16 años, y que pudo procrear de forma natural –eso sí, tras intentarlo durante mucho tiempo– a su hija Nicole, su primogénita, hoy de 13 años.
Este caso llama particularmente la atención por varias razones. Los esposos (Claudia y Luis Diego, pseudónimos obligados pese a que ambos quisieran revelar sus identidades, pero ya sabremos por qué no procede) son lo que llamaríamos, un par de cromos. Guapísimos los dos, con una vida bastante acomodada, exitosos en sus trabajos, papás fascinados con Nicole, prósperos económicamente… ¿qué más pedirle a la vida?
Claudia, un mujerón de esas que paran el tránsito, guapa, elegante y con su lindura hormada por sus horas de gimnasio a diario, sorprendió a sus allegados hace cuatro años, cuando comunicó con gran felicidad y normalidad, que su familia ahora incluía cinco miembros, pues había adoptado a dos hermanitos que entonces tenían 2 y 3 años.
Lo primero que podría pensar uno en este caso es cuál puede ser el afán de agrandar la familia en una pareja que no solo vive bien, sino que ya tienen su propia hija biológica.
Puras ganas de dar amor
Pero las procesiones de cada uno van por dentro y Claudia y Luis Diego, con todo y su acomodada vida, querían a toda costa una familia grande. Optaron por la fertilización in vitro, ahorraron e iban a intentarlo en Panamá, donde el procedimiento era legal, y justo en ese momento se aprobó acá.
Decidieron esperar los tres meses que demoraría la implementación, pero paralelamente habían introducido los documentos en el PANI para optar por la adopción.
Justo en ese lapso, los llamaron del Patronato para que valoraran la opción de adoptar a dos hermanitos de 3 y 4 años, hijos de una problemática familia a la que no había posibilidad de devolverle a los niños, pues la madre había agredido a los hermanos mayores de los chiquitos, al punto de reventarle el tímpano a uno de ellos en una de las tantas golpizas.
Claudia y Luis Diego fueron a la cita a conocer a los chiquitos, y no hubo vuelta atrás. De golpe, regresaron a su casa en cosa de días con los dos nuevos integrantes de la familia, menores que su hija Nicole, quien al parecer heredó el ADN de sus padres en cuanto al gusto por la familia unida por el amor, no necesariamente por la sangre, y hoy es la espectacular hermana mayor de Maximiliano y Raúl.
Hay que decirlo: Claudia es una mujer con una exigencia profesional bastante demandante y quien profesa con disciplina un estilo de vida saludable, en la nutrición y en el gimnasio. Todo esto requiere tiempo, así que cuando sus allegados supieron lo de la adopción, no faltó quién les preguntara “¿Por qué “complicarse” la vida con dos niños a “gallo tapado?”.
Claudia, cerca de entrar en sus 40, aceptó sin el menor reparo compartir las razones que la llevaron junto con su esposo a optar por la doble adopción.
El tema es de tratamiento delicado, pero ella le quita todo el misterio con respuestas sencillas. Evidentemente tiene un matrimonio sólido y Nicole vino a consolidar el triunvirato. Ella fue consciente de que iba a tener dos hermanitos de sopetón, y se han aliado como familia todos, en un tema que ya no es un tema, pues la adopción fue hace cuatro años y ahora, simplemente, Maximiliano y Raúl son parte de la familia y punto.
En este caso, como en el de Marcela y Javier, todos quisieran dar la cara y aparecer con fotos e identidades, pero la vida les ha enseñado que en pleno siglo XXI, sigue habiendo estigmas pavorosos con el tema de la adopción.
¿Complicarse la vida?
La pregunta de rigor a Claudia es ¿por qué complicarse la vida si ya había una hija biológica y esta es la tónica en cientos de familias en estos tiempos?
Ella, ad portas, rechaza lo de “complicarse la vida”.
“Los dos venimos de familias numerosas. Nos costó tener a Nicole, y queríamos tener más hijos, de eso no teníamos ninguna duda, al punto de que emprendimos lo de la fecundación in vitro y paralelamente metimos todo el papeleo en el PANI.
Todo fue muy expedito, mucha gente nos preguntó en su momento por qué lo hacíamos, si no teníamos temores porque no sabíamos de dónde venían los chiquitos y qué habrían vivido antes. Nosotros confiamos en nosotros como papás, nos enamoramos en cuanto los vimos, en nuestra familia no existen las diferencias, son nuestros hijos y eso implica lo que pasa siempre con familias tradicionales, algunos tienen trabillas de aprendizaje y eso nos está pasando con el menor, pero tiene enormes destrezas y ya sabremos aprovecharlas. Yo nada más puedo darle todo mi agradecimiento a quienes hicieron posible que yo ahora tenga a estos dos chiquitos, los hermanos menores de mi hija, que los recontra adora… esto a ella sin ninguna duda la va a hacer mejor persona, ya lo está haciendo” dice Claudia con un entusiasmo contagioso.
La crueldad ajena
Las familias entrevistadas para este reportaje querían, con todo su corazón, poner sus nombres y fotos e historias, pero las experiencias al ser padres de niños adoptados les han llamado a la cautela.
“Nosotros vivimos en un condominio, todo bien, cuando nos dieron a los chiquitos pues con toda normalidad lo contamos a quienes nos preguntamos, como hasta el día de hoy, aunque habitualmente no es un tema, ya somos cinco y así lo asumimos todo, es como si yo los hubiera tenido… pero hemos aprendido a cuidarlos. Nosotros publicaríamos la historia porque hay tantos chiquitos susceptibles de ser adoptados, y la gente por temores no lo hace… nos encantaría contar la maravillosa experiencia que fue traerlos a nuestras vidas, pero hemos tenido que aprender a la brava que uno por ser genuino, auténtico y feliz, puede exponer a los chiquitos.
La cosa es que como al mes de haberlos adoptado, estabábamos con los tres disfrutando en la piscina del condo, un domingo. Estaban jugando con otros chiquitos de los vecinos, de tirarse de bolsas de agua, todo en vacilón, en eso a uno de los chiquillos de una vecina le pegó la bolsa que tiró Maximiliano, el mío, un poquillo fuerte. El chiquito se puso a llorar y la vecina sacó a los güilas de inmediato y dijo, frente a todas las otras familias que estaban ahí: “Vamos para la casa, qué mal esos chiquitos, ¡tenían que venir saliendo del PANI!”.
Esa es la única razón por la que Claudia no aparece con las fotos familiares de sus cinco miembros. Ella cuenta, al igual que Marcela y otras entrevistadas, que el tema de la adopción pasa a último plano, una vez que los hijos se insertan en el hogar.
“No es un tema, pero no por nada especial, es que ya son mis hijos, entonces se asume y listo, son de nosotros. Lamentablemente, siempre seguimos viendo estigmas que nos llaman a la prudencia. Por ejemplo, en la escuela-colegio de mis hijos hay un muchacho que dicen que es el más guapo del colegio. Se hizo novio de una muchacha muy bonita también, pero cuando los papás de la muchacha se dieron cuenta de que el guapo ese era adoptado, le prohibieron cualquier tipo de relación con él. Todo el colegio se enteró y ha sido un gran drama, y muy cruel. Nuestros hijos son maravillosos, uno de ellos necesita un empujoncillo a la hora de cumplir sus tareas, pero eso nos pudo haber pasado con un hijo biológico. Y jamás, jamás pensamos en ellos como una carga que no pedimos. Jamás. Son nuestros. Tenemos tres hijos, Nicole es la guía de ellos, se aman, nos amamos, tuvimos que dosificar el dinero para vacacionar, por poner un ejemplo, porque no es lo mismo salir tres que salir cinco. Pero eso no tiene mayor relevancia. Lo hermoso es ver a mis chiquitos, a mi familia, hemos tenido que reacomodar los gastos pero el costo beneficio no tiene precio. Somos una familia hermosa y feliz, y el tema de la adopción, nada más no existe. Uno de mis hijos me preguntó, pequeñito ‘Mamá… ¿yo estuve en tu pancita, sí soy tu hijo?”. Yo no sé por qué vino a cuento la pregunta, pero le contesté: “Mi amor, más aún, usted no es hijo de mi vientre, más fuerte aún porque es es hijo de mi corazón, por elección’. Y nuncamás me volvió a preguntar.
El tema simplemente no viene al caso nunca, pero el día que nos pregunten les contamos todo con naturalidad. En todo caso, de verdad, que sean adoptados o no, no tiene ninguna importancia. Lidiamos con los mismos asuntos que lidian los otros padres, o nosotros con Nicole, y es exactamente lo mismo. Es un amor que no tiene raciocinio ni explicación”.
Historia 3: “No tengo la mínima idea de dónde provengo”
En el otro rostro de las adopciones se encuentran personas que fueron cedidas no bien salieron del vientre de su madre y nunca supieron absolutamente nada sobre su origen. Nada, ni un nombre, ni una pista, absolutamente nada.
Es una situación a la que la gran mayoría de seres humanos no nos enfrentamos, incluso muchos de los que fueron dados en adopción saben algún detalle o hasta conocen a algún pariente biológico.
Pero sí, hay quienes tienen una hoja absolutamente en blanco con respecto a su origen. Es el caso de Valentina, de 41 años, una simpática administradora de empresas, felizmente casada y madre de dos hijos de 12 y 9 años, quien accedió feliz a compartir su historia para este reportaje.
Su caso es bien particular. Cuenta que sus papás se casaron cuando tenían 20 años y, contrario a lo que ocurría con la fecundidad que imperaba en las familias de ambos, por razones que nunca trascendieron, nunca lograron un embarazo.
Llegaron a los 40 años sin hijos y, según le cuenta su mamá a Valentina, por aquel tiempo un ginecólogo le comentó que iba a nacer un bebé y que la mamá lo estaba dando en adopción y así, prácticamente del vientre de su madre biológica pasó a los brazos de sus papás.
“Yo tengo el recuerdo de esa historia desde que tengo uso de razón pero nunca pregunté nada, sabía que era adoptada y listo pero no me dio la curiosidad, ni me sentía diferente, de hecho aunque había tanto estigma sobre ese tema yo lo veía como lo más natural e hice pasar malos ratos a varias compañeras de escuela que bromeaban con eso” rememora Valentina en su acogedora casa, en Sabana Norte.
“¡Usted es recogida!”
En aquellos tiempos era frecuente que los chiquillos, cuando discutían, se insultaran diciéndole al otro “¡usted es adoptado!” o “¡usted es recogido!”.
“Algunas veces me lo hicieron y yo, lejos de verlo como una ofensa, les contestaba que sí, que yo era adoptada. Nunca se me olvida una vez que estábamos jugando en una hamaca, cerca de la casa, y una de mis mejores amigas me dijo bromeando que yo era adoptada. Le dije que sí, ellas no me creían, entonces las llevé a preguntarle a mi mamá y mami con toda naturalidad les dijo que sí”, cuenta entre risas al recordar la pena de sus compañeras.
Valentina recuerda que sus papás siempre que tocaban el tema –tampoco era que se hablara de eso muy frecuentemente– le decían “nosotros la queremos más que si la hubiéramos tenido, porque la elegimos”.
La relación con ellos y el resto de la familia es, asegura, casi idílica.
Su papá, de oficio contador, se pensionó cuando ella tenía 3 años, entonces tuvo una niñez con papás muy presentes y muy pendientes, y ella, por naturaleza, siempre fue una chiquita buena, aplicada. “La sapaza –dice muerta de risa– imagínese que yo ni a las fiestas del colegio iba, no fui ni a la post fiesta después del baile de graduación, nunca les di un dolor de cabeza... claro, después me saqué el clavo cuando entré a la universidad, ahí sí me rematé pero ya estaba más grande y además era muy buena estudiante”.
Lo que se hereda, no se hurta. Nunca mejor dicho este adagio. Valentina creció viendo a su papá “haciendo números”, literalmente, para darle a ella la mejor educación posible. Luego, ella seguiría el mismo camino en la universidad, al elegir Administración.
“Yo recuerdo estar jugando en la sala, en las noches, y papi sentado en la mesa haciendo cuentas, viendo a ver qué recortaba para poder pagarme el colegio, de hecho hice la primaria en la Saint Paul y después yo no sé ni cómo hacían, pero me matricularon en el SEK, que era posiblemente el colegio más caro del país. A mí se me salía el amor de verlos a los dos hacer sacrificios y cuidarme con aquella entrega... yo creo que por eso, de chiquilla, nunca me dio por preguntar ni siquiera quién era la mujer que me llevó en el vientre. Igual cuando lo hice alguna vez, mami se ponía un tanto incómoda y yo dejaba de preguntar”, cuenta Valentina.
Ya en la adolescencia sí atravesó por un “período CSI” pero se le pasó rápido.
“Yo no soñaba con conocer la historia, lo que más curiosidad tenía era saber si tenía una hermana o hermano”.
Conforme fue dejando la niñez y la adolescencia atrás, fue siendo más consciente de lo que sus papás habían hecho por ella. Muestra las fotos de ambos (él tiene 93 años y la señora, 82), y como dicen que suele ocurrir con hijos adoptados, el parecido con su papá es sorprendente.
Con ojos brillosos por la emoción, cuenta que su papá pensaba en todo, con tal de que Valentina tuviera una autoestima firme, a toda prueba.
“Fijate qué pecado, nosotros teníamos un ‘pickupcillo’ en el que con costos cabíamos los tres, mientras que había compañeros del SEK a los que los recogían en Mercedes, BM’s y hasta limosinas. Entonces papi me preguntaba si quería que me dejara en la esquina, por aquello de que me diera vergüenza, y yo jamás, jamás. Es que no te puedo explicar el amor”, insiste Vale, quien además dice haberse “pegado la lotería” por haberse cruzado en la vida con su hoy esposo y padre de sus hijos.
Sobre sus orígenes, cuenta que a veces tiene contratiempos cuando un médico intenta construir su hoja clínica. “Diay es que no sé nada, lo único es que, para peores, soy A Positivo ¡soy como un Hyundai, todo el mundo lo tiene!”, bromea.
--La pregunta postrera se impone: “Valentina, ¿de verdad de verdad usted ya asumió que nunca va a saber nada de su familia sanguínea?”.
Reflexiona y contesta con serenidad y certeza.
“Casi te puedo asegurar que no. Es más, te puedo asegurar que no, y la razón es que me da mucho miedo lo que pueda encontrar. Así como estoy vivo muy feliz. Además, el día que tuve a mi primer hijo para mí fue algo doblemente extraordinario, porque por primera vez en mi vida tenía a alguien con mi propia sangre. Luego vino el otro. Y con ellos y mi vida tal cual está, tengo más que suficiente. Prefiero dejar el pasado como está”.