Uno de los últimos días de diciembre de 1954, Sadako Sasaki corría como nunca. Era una niña rápida, con 11 años de edad que en sus piernas reflejaban el atletismo de un profesional, según recordaría su madre, Fujiko Sasaki, muchísimos años después
Corría y corría en una pista de Hiroshima, la ciudad japonesa que trataba de levantarse de la bomba atómica que la destrozó diez años antes.
Sadako corría con fuerza hasta que paró de emergencia. A lo lejos, su madre se extrañó por la pausa repentina.
La infante comenzó a sentir algo incómodo en su cuello que no la dejaba concentrarse. Debajo de su amarrado cabello, en la delgada piel infantil, una inflamación ligera en altura pero poderosa en dolor empezaba a esparcirse.
Su madre se acercó hasta ella y reconoció una hinchazón poco habitual en su piel. No era el rojizo característico de una comezón sino una especie de acumulación carnosa que se estaba formando. La preocupación en la cara de la madre fue ineludible.
La niña, con su delgado cuerpo, decidió dejar de correr por ese día, y, sin saberlo, para siempre. Fue la última vez que corrió libremente. Fue la última vez que pudo sentir el mundo con otro tacto.
Su historia, que se ha convertido en una versión japonesa de difíciles dramas infantiles como los de Anna Frank y Tanya Savicheva, empezó ese día hasta calarse en los anales de la humanidad. La niña de Hiroshima sembró un relato difícil de olvidar.
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Sobrevivir eternamente
Sadako nació en la mítica ciudad de Hiroshima, aquella que el 6 de agosto de 1945 fue el escenario de una nube en forma de hongo que cabó con más de 166 mil personas.
En medio de la Segunda Guerra Mundial, el presidente estadounidense Harry S. Truman atacó al Imperio de Japón con dos bombas atómicas; una en Hiroshima y otra en Nagasaki.
La que reventó en Hiroshima parecía una condena inexorable para Sadako Sasaki. El arma nuclear explotó a 1.600 metros de su casa, cuando ella tan solo tenía dos años.
El estallido de la bomba expulsó a Sadako por la ventana de la casa, en medio de una lluvia negra que arrastraba arena, remanentes de construcciones y brazos humanos.
Mucho tiempo después, Fujiko Sasaki recordaría en entrevistas cómo logró abrazar a su pequeña hija Sadako entre el apocalipsis.
La madre de Fujiko no resistió el bombardeo y falleció, pero la indefensa Sadako sobrevivió contra cualquier expectativa, y se convirtió en una de las vivencias más relevantes entre los damnificados del desastre.
Los libros de historia cuentan el resto del relato: Japón se rindió, acabó la llamada Guerra del Pacífico y los nipones comenzaron un proceso de reconstrucción del país.
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Sadako creció con el recuerdo de la guerra en su cuerpo pero no en su memoria. Algunas cicatrices del desastre la acompañaron en una infancia que parecía habitual dentro de lo trágico de la situación, hasta que llegó el día de la hinchazón en medio de la carrera.
La niña de 11 años comenzó a sentir una picazón en las piernas tan solo un mes después de que arrancó la inflamación en su joven cuerpo. Cuando Sadako miró sus piernas, una seguidilla de manchas rojas y púrpuras advertían que algo sucedía en su cuerpo.
Su madre no tardó en reaccionar y para el 20 de febrero de 1955, Sadako se encontraba hospitalizada en la Cruz Roja de Hiroshima con la mala noticia entre las sombras: se le diagnosticó leucemia maligna aguda de las glándulas linfáticas.
“Esta es una enfermedad de la bomba atómica”, dijo su madre cuando supo la noticia, y reventó en llanto al saber que la expectativa de vida para su hija era de máximo un año.
La niña, quien cada vez se veía más delgada, delataba con su cuerpo la enfermedad. Fujiko Sasaki, su madre, escribió en muchas ocasiones cómo los ojos de Sadako parecían desgastarse, como si se preparasen para cerrarse por siempre.
Con agujas, tubos y camillas como su ecosistema, Sadako fue internada en el hospital que, casualmente, albergaba a otros niños con el mismo padecimiento. El rumor de radiaciones producidas por la bomba en el desarrollo de la enfermedad cada vez se hacía más sonoro, sobre todo por la cantidad de niños que sufrían (según registros, más de 60 presentaron el mismo caso cuando Sadako fue internada).
Para agosto de ese año, Sadako conoció a una mujer llamada Chizuko Hamamoto (entre los registros se discute si fue una adulta o una adolescente) quien, al mirar a la niña adolorida, decidió motivarla con una historia.
“¿Conoces la historia de las mil grullas?”, le preguntó Chizuko a la niña. Sadako nunca había escuchado algo de esa leyenda.
Chizuko procedió a contarle un relato que actualmente pertenece a la mitología social de Japón. La mujer le comentó de una antigua leyenda japonesa que promete que, quien pliegue mil grullas de origami, recibirá un deseo por parte de los dioses.
“Podrías desear sanarte”, le dijo Chizuko a la infante, mientras le enseñaba cómo confeccionar el diseño de la insigne ave de patas largas.
Sadako le contó la leyenda a su madre y le pidió ayuda para encontrar el papel suficiente con tal de lograr la promesa.
Papel higiénico, envoltorios de medicamentos, restos de basura… Todo funcionaba para la niña que, según recuerda su madre, había cambiado la mirada existencial por una rebosante de esperanza ante la expectativa de las mil grullas.
Un par de meses después, mientras continuaba con su labor de origami, la niña conoció a un muchacho internado en el hospital por repercusiones de la radiación de la bomba. Sadako trató de persuadirlo para que intentase diseñar las grullas pero el joven contestó que los dioses ya no lo podían ayudar. “Sé que moriré mañana", le dijo el muchacho, según se cuenta en el libro que Eleanor Coerr escribió al respecto.
Esa misma noche, el adolescente murió, y a Sadako le comenzó a correr un sudor frío.
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Mil anhelos
Los detalles de los últimos días de Sadako Sasaki son escasos. Su tiempo libre era utilizado de lleno para doblar grullas, conversar con su amiga Chizuko y pasar los últimos ratos con su familia.
Para comienzos de octubre de 1955, el sueño de volver a correr era completamente imposible. Según los escritos de su madre, la niña se disponía a afrontar su futuro inmediato.
En esos días, su pierna no registraba ningún color más que el morado. La hinchazón era parte de su cuerpo y el corazón poco a poco se disponía a morir.
La mañana del 25 de octubre, como siempre, su padre y madre llegaron a visitarla. La enfermera les comentó que Sasaki llevaba una semana sin comer.
Fijako, la madre, pidió un té de arroz. Se le acercó a su oído para instarla a comer. Sasaki cedió y le dio una probada. “Es sabroso”, dijo suavemente.
Esas fueron las últimas palabras que pronunció Sasaki Sadoko en su vida. Con el abrazo de su familia, la niña murió a los 12 años.
En medio del llanto, Fijako se acercó a la habitación de su difunta hija y encontró el puñado de grullas que dobló durante el año. La cifra total de origamis fue de 644 grullas.
Al saber la noticia, el resto de internos del hospital se sumaron a una causa tácita: completar las mil grullas que Sasaki anheló.
Para el día de su funeral, Sasaki Sadoko fue enterrada con las mil grullas que doblaron los otros enfermos, quienes poco a poco murieron en los siguientes meses.
Cada 6 de agosto, a sabiendas de este relato, miles de personas en el mundo le dedican un homenaje a Sasaki en su memoria.
En el Parque de la Paz de Hiroshima se construyó una estatua con forma de grulla dedicada a la infante. Semanalmente, muchos visitantes llegan a dejar grullas como un símbolo de paz universal.
En la base de la estatua se lee una leyenda: “este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: que haya paz en el mundo”.