La primera regla del Sopitour es: “No digan la palabrota”. De cuatro amigos, Ingrid Tacsan es la militar de la “cultura sopística” y quien, puntual, recibe a los comensales del Sopitour.
Después de que terminara la cena de su cuarto aniversario, severa, fue quien me hizo jurar que tampoco escribiría en este artículo la palabrota (aunque la pronuncié tanto que los únicos “sopipuntos” que me dieron fueron de lástima).
En realidad, antes de mi primer Sopitour, esquivé por meses las invitaciones de otras ediciones. Soy caldnógstica, consomeatea. No creo en la vida después del caldo.
Me imaginaba al Sopitour exactamente como El Club de la Pelea de Chuck Palahniuk, excepto que sin los sopapos clandestinos. En su lugar, abundante sopita.
Nunca sop... No, sopita. Aunque también a pueden ser caldos, consomés, cremas, y, porque revisé el diccionario de la Real Academia Española buscando sinónimos para evitar la palabrota, también sopicaldos.
“La calificamos como el caldo suficiente para llenar la cuchara” , me explicó Tacsan sobre los prerrequisitos que cumple una sopita.
Después de cenar con ellos a finales de junio, tengo en mi cocina una cuchara tornasol que siento que no me gané en la fiesta –rompí la segunda regla cardinal del Sopitour, “Hay que tomarse toda la sopita”.
El vigésimo Sopitour se celebró en medio de dos cumpleaños de los “sopifundadores”: el de César Tovar –responsable del nombre de la comunidad gastronómica– y Gabriela Clarke –encargada de traer a nuevos iniciados al culto del caldo–.
Los eventos del Sopitour no están en ninguna agenda de actividades. Nacen y se promocionan exclusivamente en la red social de Twitter.
Hasta el cierre de este artículo, la cuenta del Sopitour tiene 110 seguidores. El número no es alto y la asistencia es casi diez veces más baja en los recorridos que organizan periódicamente. En promedio, asisten 12 comensales, afirman los cuatro sopifundadores.
“Cuando no va uno de los originales, como que no se considera un Sopitour oficial”, asegura el cuarto integrante, Ari Lotringer (y el único de los amigos que no utiliza Twitter).
Un Sopitour, usualmente, dura lo que tengan que durar: la mayor parte de un día. Los cuatro amigos organizan una ruta de tres restaurantes a los que llegan a pie o en carro (siempre hay un mapa virtual en Google Maps para guiar a los turistas).
Sin embargo, la vigésima edición no solo fue especial porque regalaron cucharas –no hay quite, quienes tenemos una fuimos bautizados en la fe sopística– sino porque escogieron un único restaurante para sentarse a comer en común armonía.
Por una noche, la Bodega de Cocinart –un pequeño restaurante en barrio Escalante– preparó su segundo piso para atender a 23 invitados con tres sopitas de la chef Priscilla Herrera de Moya. En orden, llegaron a la mesa: una fragante taza de ayote thai (con coco y chips crujitentes para compañar); una sopita de zanahoria con crutones (que dejé a la mitad por delicada); y una de hongos (con una tostada con queso gratinado).
En este cumpleaños no hubo piñata ni hubo queque con candelas. Soplamos las cucharadas calientes.
Sin ánimos de cantar feliz cumpleaños, los cuatro sopifundadores despidieron la cena con la porra que se inventaron antes de que la ruta culinaria acumulara una ordenada bitácora de 100 restaurantes visitados.
En la sobremesa, las cuatro voces rompieron al unísono: “Sopitour Espectaculaaaaar”.
Sopita para el alma
Hace cuatro años, el Sopitour estaba atrapado en el hielo de un aguacero en Tapantí. No era el primer paseo que hacían juntos, pero estaban allí porque se conocieron por medio de Ari Lotringer y de Gaby Clarke.
“Siempre ha sido amiga de compas músicos que yo tenía cuando empecé a tocar en diferentes bandas”, dice Lotringer, mejor conocido como el guitarrista de la banda de metal progresivo Time’s Forgotten.
“César fue alumno mío de guitarra por bastante tiempo. Ingrid, fue que Gaby me la presentó. Ya después nos hicimos bastante amigos”, asegura Lotringer.
Juntos se antojaron de sopita, la primera idea colectiva que tuvieron.
“Yo conté la anécdota de que mis hermanos me decían que no podía decir sopita sin sonreír”, recuerda César Tovar, quien trabaja como compositor de música para videojuegos. “Empezamos a molestar con eso. Random, nos empezamos a mandar fotos de sopitas. Era un chat de Facebook, al principio. Después, salió la idea de ir a probar una o varias sopitas. Empezamos a vacilar con ponerle Sopitour. Fue tan buena idea que todos accedimos a invitar gente y todo”, asegura.
Ahora, el vacilón otorga “sopidistinciones” y “sopipuntos” a sus miembros más apuntados.
“Los otorgamos a cualquier aporte a la cultura sopística”, afirma Clarke.
La sopita no suele ser el plato fuerte en ningún menú (quizás los restaurantes orientales están mejor preparados, mencionan). El Sopitour obliga a los locales que se apuntan al chiste a replantearse el lugar que tienen sus caldos en su oferta.
“Procuramos llamar al restaurante y al menos avisar. Porque en los primeros llegábamos un montón y el restaurante nos decía que no habían suficientes ingredientes”, asegura Clarke.
“O platos”, añade Tovar.
“En Kubrick (barrio La California) los vimos entrar con bolsas con cebollitas del AutoMercado”, se ríe Clarke sobre un recuerdo del segundo Sopitour.
Según los sopifundadores, todavía no encuentran un restaurante que dé en el clavo con la sopita de cebolla, dice Ingrid Tacsan.
“En cada lugar tenemos una sopita favorita. La que siempre repetimos es la azteca, porque hay en todos los restaurantes”, dice. “A todos nos gusta la sopita de cebolla pero todavía no hemos encontrado el lugar para comerla” asegura.
El veredicto es tajante: la mejor sopita que han probado es la que trae empanaditas en Susbida, en barrio Amón (“Nos gustaría que abrieran un local más grande”, suspira Tacsan).
La peor sopita, coinciden los cuatro, es un borscht que les sirvieron cerca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica.
Sin embargo, en la lista de casi 100 restaurantes que Clarke mantiene ordenada y comentada, difícilmente hay ganadores o perdedores como tales. Los sopifundadores no son críticos de sopitas, son meramente exploradores culinarios.
“Siempre hemos querido salir del Valle Central. No sabemos cómo ubicar lugares rurales que estén lo suficientemente cerca entre sí para hacer las tres sopitas. Pero está entre los planes junto con el Sopitour casero: invitar a una casa a todo el mundo y nosotros preparar las sopitas”, afirma Clarke.
Mientras esos planes se espesan, la comunidad del Sopitour se cocina a fuego lento. Mencionan que ahora llegan comensales que ninguno de ellos conocen, que vieron el pequeño anuncio en Twitter y quieren probar la experiencia.
De primer bocado puedo decir que el Sopitour sabe a la calidez de compartir comida con una familia de amigos. Sabroso inclusive si uno no quiere caldo y, en una sentada, le sirven tres tazas.
Los cuatro sopifavoritos
Phoenicia (libanés)
Ubicado en Plaza Los Colegios, Moravia. Recomiendan la sopita de lentejas rojas.
Club Alemán
Ubicado en Los Yoses, 100 metros sur y 300 oeste de la Hyundai. Recomiendan la sopita de cebolla.
Café Anka (ruso)
Ubicado 25 metros sur de la Pops de Curridabat. Recomiendan el borscht.
Susbida (vegetariano)
Ubicado diagonal al Alianza Francesa en barrio Amón. Recomiendan la “sopita madre”, que es la única sopita en el menú de la soda.