El maestro Hoffman, nacido el 26 de noviembre de 1924, nos dejó el 19 de marzo a los 93 años de edad, después de breve enfermedad. El haberme contado entre sus amigos, y haberlo entrevistado durante muchas largas tardes con el propósito de escribir un libro sobre él -amén de haber tocado como solista bajo su dirección en incontables oportunidades- se cuenta, sin duda, entre las grandes bendiciones, los más excelsos privilegios de mi vida. Irwin Hoffman es -digamos las cosas en Do mayor y compás de cuatro por cuatro- el más importante, experimentado, influyente e ilustre director que ha tenido la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), desde su fundación hasta el día de hoy.
Discutir tal cosa sería una insensatez. Hay un antes y un después de la era Hoffman, en la vida musical del país. El maestro recibe en 1987 a una orquesta desmoralizada, indisciplinada, llena de deficiencias, y deja en el 2001 un grupo de profesionales brillantes en todos los atriles de la institución. Puso el listón muy alto, para cualquier director que hubiera de sucederle. Después de un hiato de diez años en que se alejó de la orquesta, regresó, gracias a las gestiones de Guillermo Madriz, a la sazón director del Centro Nacional de la Música, con un concierto histórico en el que interpretó la Sinfonía Patética de Chaikovski, arrancando lágrimas de emoción y los más encendidos vítores. “La Sinfónica de Costa Rica es mi orquesta, yo la formé, me siento feliz de regresar a ella” -expresó en esa ocasión-. De ahí en adelante, y durante los últimos siete años de su vida, no cesó de conducirla en su nueva calidad de director emérito.
También prodigó su talento al frente de la Orquesta Sinfónica Juvenil.
El maestro Hoffman tuvo una trayectoria únicamente comparable a la de los más grandes directores del siglo XX. Trabajó al lado de absolutamente todos los solistas eminentes de su época: los mejores pianistas, los mejores violinistas, los mejores chelistas, los mejores compositores, e incluso colaboró con la legendaria Martha Graham en extensas giras de conciertos a todo lo ancho y lo largo de los Estados Unidos. Levantar una lista de los solistas señeros a los que acompañó es cosa que nos tomaría páginas. Bástenos saber que no hubo un solo nombre ilustre con el que no colaborara. Alumno del mítico Serge Koussevitzky en Julliard School of Music, dirigió en los festivales de Tanglewood, al lado de figuras como Leonard Bernstein (su compañero de estudios) y Aaron Copland. Luego dirigió, en calidad de titular o de maestro asociado, a la Orquesta Sinfónica de Vancouver, la Orquesta Sinfónica de Chicago, la Orquesta Sinfónica de Florida (que fundó), la Orquesta de la Radio y Televisión Belga, la Orquesta Sinfónica de Chile, la Orquesta Sinfónica de Flagstaff (de cuyo festival fue creador), la Orquesta Filarmónica de Bogotá, la Orquesta Sinfónica de Colombia y la Orquesta Filarmónica de Cali. Por doquier pasó, dejó una estela de excelencia, una huella indeleble de integridad profesional. Era profundamente honesto en su respeto por la partitura, rigurosamente observante de las indicaciones de los compositores que interpretaba, pero no era un purista, un pedante de esos que abordan la partitura como si de textos sacros se tratase.
Será muy difícil para nuestra orquesta encontrar un director que se le aproxime en autoridad, justeza de criterio, madurez y musicalidad. Un poeta de los sonidos (Tondichter, (Tondichter, lo hubiera llamado Beethoven) y un artista inmenso: ese era Irwin Hoffman.
El autor es pianista y escritor. jacqsagot@gmail.com
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