Nació bajo una estrella errante. Los sueños la hicieron abandonar el hogar, aunque pocos se hicieron realidad. Conoció dónde estaba el infierno y supo que el cielo es el adiós para siempre. Por eso se marchó.
Era una supernova negra; vino de un universo paralelo con leyes propias, donde todos los astros debían de girar alrededor suyo. Fue egoísta, frágil, controladora, abusiva, alcohólica, despilfarradora, lujuriosa y pretendió curar sus heridas con la pureza de su canto, pero fracasó.
Una agobiante inseguridad la acosó desde los siete años, cuando interpretaba en el piano complejas piezas musicales con solo escucharlas una vez.
Los peores instintos del predicador Clarence LeVaughnn Franklin –su padre– conectaron con el fascinante tintineo de las monedas, y cayó en la cuenta de la joya que –con su desgraciada esposa Barbara Siggers– trajo a esta dimensión el 25 de marzo de 1942, en Memphis, Tennessee.
Sin tiempo para la niñez, la pequeña Aretha Franklin elevaba el fervor religioso en la New Bethel Baptist Church –en Detroit–, donde el patriarca la obligaba a pegar la ceremonia del sábado por la noche, con la del domingo por la mañana.
En los días del esclavismo los negros hallaron la libertad espiritual en los templos, donde mezclaron creencias y supersticiones africanas, para sobrevivir al darwinismo social de los racistas gringos.
Antes de ser la reina del soul ella dio rienda suelta a sus cuerdas vocales con el góspel, para liberar el corazón de los fieles sometidos al machacante ímpetu religioso del Savonarola paterno.
Las alabanza divinas fueron la música de fondo para exacerbar el apetito sexual, que el lubrico Ray Charles describió como el “circo del sexo” y “cuando se trataba de sexo eran más salvajes que yo”.
Ese fue el ambiente en que se crió Aretha. A los 12 años se acostó con la estrella Sam Cooke, de 23 años; a poco de cumplir los trece parió un niño que llamó Clarence.
Algunos supusieron que el pastor era el padre, los menos pensaron en Sam, y para sorpresa de todos la paternidad le cayó a Donald Burk, un compañerito del colegio. Dos años después procreó a Edward, hijo del productor Edward Jordan.
Los bebés fueron criados por su hermana Erna y su madre Barbara, mientras ella consolidaba su carrera, según relató David Ritz, autor de Respect, la connotada biografía de la diva.
Esa obra detalla las virtudes públicas y los vicios privados de Aretha Franklin, que el 16 de agosto murió de cáncer de páncreas y dejó un luminoso legado musical; opacado por sus berrinches, celos, deudas y una maraña de enredos personales.
Autopista del amor
Barbara –la madre– se hastió de las gamberradas de Clarence y se fue de la casa. Aretha tenía seis años y quedó a expensas del depredador del púlpito.
A los 20 años cayó en las redes eróticas de Ted White, que fue su marido y mánager. Él moldeó su imagen, pulió el estilo y se casaron, más por negocio que por amor.
Gracias a White firmó su primer contrato discográfico pero vivió aterrorizada por aquel monstruo, con quien engendró a Teddy Jr. El productor le pegaba por un sí o por un no. Para controlar el miedo comenzó a beber y a fumar hasta tres paquetes diarios de cigarros.
“Todo el mundo sabía que era un hombre brutal; ella quería que el mundo pensara que tenía un matrimonio de cuento de hadas. Ella estaba teniendo todos esos éxitos, haciendo todo ese dinero. Tenía miedo de hacer olas hasta que un día volcó el barco y casi se ahoga” confesó su cuñada Earline.
Soportó seis años el martirio; a la bebida sumó la gula. Comía como un náufrago: dulces, pan y pollo frito. Era una masa sideral con voz.
Ni bien salió a flote y volvió a hundirse, esta vez con su apoderado Ken Cunningham que la dejó embarazada de Kecalf. Vivían juntos pero Aretha se daba sus escapaditas con el cantante Dennis Edwards, del grupo The Temptations.
Las presiones y los ataques de nervios la transformaron en una gelatina emocional; abandonó shows, en otros se ausentó, desarrolló un miedo cerval a volar en avión y comenzó a vestirse de manera extravagante.
Sentía celos de sus colegas y a otras las vomitaba, convencida de que deseaban su trono. Desde 1967 a 1974 ganó en fila todos los Grammy, pero en 1975 Natalie Cole se atravesó con This will be y cortó su racha. La odió con tirria.
La muerte de Clarence, en 1984, la hundió. Por seis años el viejo estuvo en coma; un maleante lo cosió a tiros e n un frustrado asalto. Despidió a todo su equipo, canceló conciertos, cayó en la ruina y se atragantó de cuentas – llegó a tener 30 demandas–. Su hermana Carolyn murió de cáncer, el hermano Cecil nadaba en drogas y Anita Baker la superó como mejor intérprete de R&B.
Fue un año horrible, hasta que en 1992 la rescató del desván el candidato Bill Clinton, cuando la contrató para que cantara el himno nacional en la Convención del Partido Demócrata. Volvió a salir en los periódicos de todo el mundo y tomó el último aire.
Cantaba como una diosa. Más que eso, ¡Con el alma! Quemaba a sus rivales con su voz de fuego. Nadie como ella conoció el poder cautivador del silencio, aunque sus canciones gritaron lo que nadie veía.
Pocos alcanzaron el infinito como Aretha Franklin. Su corazón vibró con las estrellas, quiso alcanzar la luna y soñó con la música de las esferas, creyendo despertar justo en las puertas del cielo.
Musa del feminismo
La canción Respect fue ubicada por la revista Rolling Stone como la quinta mejor de todos los tiempos, solo superada por Bob Dylan, The Rolling Stones, John Lennon y Marvin Gaye.
Para los efectos prácticos el feminismo la tomó como su “leit motiv” musical, gracias a que Aretha Franklin transformó la versión machista de Otis Redding, en una feminista y la consagró como una artista internacional.
El día de los enamorados de 1967 Aretha entró a un estudio de grabación en Nueva York, le dio vuelta a la letra de Otis y acabó convertida en la líder de una generación de mujeres, que ya no toleraba los desplantes masculinos.
La versión de Franklin está centrada en la mujer, la cual exige respeto y un trato digno.