Murió en Júpiter. ¡ Estuvo a una uña de lo imposible: reinventarse a los 82 años! No por la edad, si no porque el pellejo ya no le daba ni para unos caites.
Aclaremos de una vez que no era un extraterreste afincado en alguno de los 79 satélites del gigantesco planeta; igual que ese cuerpo celeste alrededor de Burt Reynolds giraba una pléyade de amantes.
Era un macho. ¿Qué digo un macho? Un machote. El público juvenil que se enteró de la noticia de su muerte –el 6 de setiembre de este año– vio a un carcamal y no al seductor impenitente que arrasó con las mujeres como hojas secas.
Participó en unas cien películas, pero él solo mencionaba con orgullo tres: Deliverance, Los caraduras y Boogie Nights, por la última fue nominado al Óscar a mejor actor de reparto.
Si uno afina el lápiz Burt pudo pasar a la historia del cine por una sola razón: tener el peor olfato para los grandes papeles y rechazar algunos que otros aceptaron y hoy veneran los cinéfilos.
Uno tan solo de ellos lo tendría en el Parnaso del celuloide: James Bond, Han Solo, John McClane o Michael Corleone.
Quiso ser recordado por sus pobladas cejas, sonrisa pícara y aquel espeso mostachón, que parecía un escobón erótico. También, fue el primer actor en posar desnudo –full extra– para una revista no pornográfica.
Los curiosos pueden buscar la versión de Cosmopolitan de 1972 y comparar perchas; ahí luce tendido sobre una piel y con un puro del tamaño de un menhir.
Navajo Joe
Hecho un ¡ay de mi!, frágil, demacrado, achacoso, aferrado a un bastón y al final en una silla de ruedas, quien fuera el gallo del corral en el cine de los años 70 no alcanzó a filmar las pocas escenas que le pidió Quentin Tarantino para Once Upon a Time.
Sus fuertes facciones cheroquis –heredadas de su padre Burton Milo Reynolds– fueron bien recibidas para sus primeros papeles de indio malo, en las cintas de vaqueros buenos.
La madre, Harriette Fernette, lo parió el 11 de febrero de 1936 en Michigan y cuando cumplió ocho años se marcharon a La Florida, porque ahí el padre consiguió empleo de policía.
Una serie de lesiones le impidieron destacar en el fútbol americano; quiso el oficio del papá pero este lo convenció de estudiar. Un profesor de inglés lo escuchó recitar a Shakespeare y le dio un papel en una obra teatral.
Mientras le cambiaba el sino trabajó como camarero, repartidor, estibador y guardia de seguridad en un salón de baile.
Pasó de las tablas a la pantalla con solo 20 años; recibió una beca y en Nueva York conoció a Joanne Woodward, la futura mujer de Paul Newman, y ella le ayudó a gestionar su carrera.
El destino lo llevó a filmar cintas de acción y comedia; probó como director, pero con poca fortuna.
Intentó recuperar su prestigio y con 81 años produjo The Last Movie Star, una especie de testamento sobre la vida de una estrella, llena de remordimientos y anhelos.
Alta velocidad
Si se hubiera dedicado al trabajo con la misma intensidad que a perseguir mujeres, habría amasado un Potosí. La modelo y actriz gringa, Lori Nelson, lo abandonó por picaflor.
Siempre hay más peces en el río y buscó consuelo con Judy Carne. Se casaron y vivieron juntos dos años. La sustituyó por Inger Stevens, una actriz sueca que se suicidó con una sobredosis de barbitúricos.
Burt no era hombre de grandes pesares y montó una seguidilla de lances con Mamie Van Doren, Sarah Miles y Lorna Luft.
Esta última prometía ser un partidazo para lanzar la carrera de Reynolds; era hija de Judy Garland y hermanastra de Liza Minelli.
Así como venían se iban. Siguió con Dinah Sore, cantante de los años 70; de ahí saltó directo a la entrepierna de Chris Evert y acabó entre las sábanas de Tammy Wynette, en los entreactos de Dos pícaros con suerte.
Hasta ahí le alcanzó el combustible porque conoció en ese set a Sally Field y vivieron –ni felices ni comiendo perdices– entre 1977 y 1981. Años después el actor reconoció que Sally fue el amor de su vida.
Tanto le dolió la separación que buscó refugio en Tawny Little, Miss América. Vivieron un romance fugaz e intenso. Sin cura para el mal de amores reinicidió en nupcias con Loni Anderson; la dejó por Kate Edelman con quien quemó los últimos cartuchos de lujuria.
Padecía del corazón –un poco por enamorado pero más por el baipás que le practicaron– y estaba en bancarrota cuando la parca le estampó el beso final.
Llevó una vida a marchas forzadas y pagó con creces todos sus excesos, porque Burt Reynolds nació para el placer.
A pagar la fiesta
El largo brazo de la justicia le echó el guante a Burt Reynolds y un juez lo condenó a pagar $155 mil dólares a Loni Anderson; suma que le adeudaba del arreglo de divorcio.
La pareja estuvo unida cinco años y acabaron por las infidelidades del actor, agresión física y abuso con drogas y licor.
Durante 20 años el divo evadió cancelar un remanente del pago pactado por la separación, pero Loni lo persiguió y lo atrapó.
Intentó evitar la deuda y se declaró en quiebra, pero no le sirvió de mucho porque siguió con su vida de derroches.