Sin buen humor la vida sería imposible. Solo así sobrevivió a un marido esclavista, a una jauría de envidiosos y a las reglas de una sociedad francesa decadente.
Escritora, mujer de cabaré y periodista. Piedra de escándalo, fue la primera en recibir un funeral de estado, aunque de poco le serviría en el más allá, adonde creyó que nunca llegaría, pues vivió como si fuera eterna.
Las mujeres que leen son peligrosas y Sidonie-Gabrielle Colette lo aprendió, en el pueblito de Saint-Sauveur-en-Puysage donde su madre –Sidonie Landoy– le cortó el ombligo el 28 de enero de 1873.
El padre, Joseph Colette, era un viejo militar paticojo que ejerció el oficio de San Mateo y sirvió como capitán en las tropas de los zuavos, los aguerridos regimientos franceses de infantería, allá por 1830.
Recibió una formación laica y llevó una niñez al natural; una especie de Tom Sawyer en modo femenino. El contacto con la naturaleza, los animales silvestres y el ejercicio físico forjaron su libérrimo espíritu.
Fue Sidonie quien sembró en Colette la semilla del me-vale-un-cuerno-todo. Ella era una mujer culta, liberal, atea, librepensadora y con tres hijos al hombro derivados de un fallido primer matrimonio en Bélgica.
Emigró a Francia y ahí encontró a Joseph, que toleró sus devaneos y delegó en ella la educación de la prole: Héloise, Edmé, Leopold y en especial Sidone.
Le enseñó a su hija a probar, explorar y conocer; a desechar las convenciones sociales que la limitaban, hasta que Colette concluyó que la única vida importante era la suya.
La gata
Los tres matrimonios de Colette y sus peculiares lances amorosos no fueron las palancas que la encumbraron a la cima de las letras francesas, el feminismo o apedrear las atalayas conservadoras.
Fueron sus libros, Claudine y Gigi, los que causaron controversias, por la carga erótica que destilaban. Claudine en la escuela fue la primera novela moderna en tratar un amorío lésbico.
La escritora apenas controlaba su lujuria en presencia de las núbiles parisienses; tuvo amantes entre las damas más encopetadas, como Matilde de Belobeuf –alias Missy– y para más señas sobrina de Napoleón III.
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El éxito comercial de sus obras lo extendió a una serie de productos –al mejor estilo de la factoría Disney o Marvel– como disfraces, fragancias, jabones y hasta cigarrillos.
Otro leño a la hoguera de su reputación fueron sus fotos en posiciones poco edificantes. En 1906, en una de sus apariciones teatrales, le tomaron una foto con un seno en bandolera.
Más cerca de nuestros días la imitaron Madona, Beyonce, Tony Braxton, Janet Jackson y la púdica Laura Pausini, quienes enseñaron sus pechos, entrepiernas y traseros, para repuntar sus alicaídos “ratings”.
El farol azul
Le gustaban tanto las ostras como los caracoles; a finales del siglo 19 y la primera mitad del 20 la bisexualidad era vista como una tara mental, por más que la promoviera una estrella literaria como Colette.
El primer marido era 13 años mayor y descendía de una atildada familia de editores. Su nombre fue Henry Gauthier-Villars, pero la chusma lo llamaba Willy.
Ella tenía 20 años cuando lo conoció y se enamoró como una colegiala de aquel vividor, crítico musical, periodista y novelista popular, que tenía una cuadra de “negros” a sueldos de hambre que escribían las obras que él firmaba.
El chulo pescó en el aire el talento de Colette y la animó a escribir sus recuerdos juveniles; así surgió la saga de Claudine que evocaban la niñez y adolescencia de la autora. Fueron publicadas entre 1900 y 1907.
Willy despilfarró las ganancias en fiestas, amantes, apuestas y la tenía a trabajos forzados para cumplir con los contratos; mientras, ella combinaba las letras con la actuación, el baile y la mímica.
Lo mandó a freír espárragos y se casó con el periodista Henry de Jouvenel; se ve que tenía debilidad por los redactores, así como algunas la tienen por los futbolistas.
Fue cronista de guerra y crítica teatral. Con él tuvo a su hija Bel-Gazou; terminaron porque Henry era un enfermizo mujeriego y ella se levantó a su hijastro de 17 años. Colette rizaba los 40 años.
El último consorte fue Maurice Goudeket, un judío que ella salvó de las fauces nazis y sostuvo su mano el 3 de agosto de 1954, cuando una artritis de cadera y varias enfermedades acabaron con sus impetuosos días.
Como la polillas atraídas por la luz, Colette se acercó a las llamas y ardió, con placer pero sin culpa.
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Vida de novela
Desde niña leyó a Balzac; por eso aprendió a escribir como una poseída, y a expresar sin ambages sus convicciones, por más atrabiliarias que fueran.
Más que biografías se han escrito hagiografías de su particular estilo de vida, tan avasalladora que es difícil separar sus obras de ficción de su existencia real.
Coleccionó premios y homenajes; se elevó a punta de talento y llegó a ser la primera escritora en ingresar y presidir la patriarcal Academia Goncourt.
El cine encontró en Colette una veta inagotable para sus fantasías de celuloide.