Padecía del complejo de Peter Pan pero al revés, porque deseaba crecer lo más pronto posible, para lograr los papeles que deseaba, si bien se excedió “tantito”.
A los 30 años le sacaron 14 dientes. Quedó como una anciana y desde ese día fue la madre o la abuelita –tierna y dulce– en más de 150 películas mexicanas.
Algunas fueron comedias con Cantinflas o Tin Tan, otros eran dramas de gran factura o bodrios innombrables en una página tan seria como esta.
Sara García encarnó a la eterna viejecita complaciente, amorosa, sobreprotectora, regañona, siempre de luto, reina y señora en su santuario: el hogar. Eran otros días y otros tiempos; mejores o peores, nunca lo sabremos.
Hizo yunta con el actor Fernando Soler y crearon el prototipo de los padres de la post revolución, según contó el escritor Carlos Monsiváis en su libro Rostros del cine mexicano.
Él severo, ella, sumisa. Así quedaron por los siglos de los siglos en dos cintas: Cuando los hijos se van, de 1941, y Azahares para tu boda, de 1950. En ambos filmes sufre e intercede por sus retoños ante el patriarca, que apenas se inmuta ante sus gimoteos.
Con Joaquín Pardavé interpretó a la esposa de inmigrantes, sobre todo a los libaneses; una de las comunidades marginadas asentadas en el barrio La Lagunilla, cuando llegaron a la ciudad de México.
La inmortalidad, o por lo menos como la recuerda media humanidad, le llegó con Pedro Infante. Fue la abuelita alcahüeta del semidiós azteca en las comedias nacionalistas de los inolvidables charros; mujeriegos, borrachos, de gatillo fácil y mecha corta.
Del cine pasó al teatro, más tarde a la televisión y después a las telenovelas, que redujeron su personaje al de la madre abnegada y la viejecita simplona. Así quedó retratada, como la nana Tomasina de la pueril Cristina Salinas –alter ego de Graciela Mauri– en el culebrón lacrimógeno Mundo de Juguete, difundido entre 1974 y 1977.
Fue el tótem de la maternidad y lo maduró en centenares de filmes. El papel de Luisa García de García, en Los Tres García, la retrató tal cual: carácter fuerte, mal hablada, socarrona y divertida.
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Lo mismo fumaba puros, que le entraba a los charros, los tequilas y las pistolas; igual iba a misa con velo, rosario y flanqueada por la “nietería”.
Así como nunca llueve parejo, dicen que era muy disciplinada, intolerante, directa como una patada en la ingle y bastante lejos de la ancianita llena de gracia como el Ave María.
Nada que ver con la imagen de los chocolates La Azteca, que utilizó la foto de Doña Sara García para ilustrar el envase de los dulces de mesa “Abuelita”, que hasta el día de hoy simbolizan el calor y las delicias hogareñas.
Así era mi madre
El padre de Doña Sara, Isidoro García, decidió en 1895 arrear sus bártulos y –con su mujer Felipa Hidalgo– dejó La Habana y se marchó a México para restaurar la Catedral de Monterrey. Llegó a la isla de su natal Andalucía, donde fue arquitecto y escultor.
La pobre Felipa estaba embarazada por undécima ocasión; aquel vientre nunca conoció el barbecho, ya que los diez anteriores hijos murieron tras el parto.
Por dicha Sara pegó sus buenos berridos el 8 de setiembre de ese año en Veracruz; debilitó tanto a su mamá que no pudo amamantarla y confiaron ese menester a Francisca Cuenca, una amiga con dos niñas: Blanca y Rosario.
Tenía cinco años cuando una tormenta desbordó el río Santa Catarina, derrumbó el puente y don Isidoro sufrió un mortal derrame, del susto de que la corriente arrastrara a su única hija.
La pequeña y su madre se instalaron en la capital mexicana, donde la pequeña aprendió las primeras letras en el Colegio de las Vizcaínas.
A los diez años Sara quedó huérfana. Ella se infectó de tifus murino y contagió de muerte a su mamá. La directora del colegio, Cecilia Mallet, la acogió en su casa; estudió para maestra y en las clases interpretaba piezas teatrales.
En sus ratos libres, allá por 1917, iba a curiosear a los estudios Azteca Films, fundados por Mimí Derba, condiscípula de Sara y diva de la época.
El director Joaquín Coss la persuadió para que debutara con En defensa propia; fue Eduadro Arozamena quien la llevó al teatro, donde destacó por su dicción, voz potente y aires mandones.
Debido a las giras abandonó la docencia y en una de esas vueltas conoció a Fernando Ibañéz; se casaron y concibió a Fernanda Mercedes. El matrimonió duró muy poco porque Fernando era un calavera y ella lo mandó a freir churros. La desgracia volvió a cebarse con ella el 17 de octubre de 1940, mientras actuaba le informaron que su hija había muerto de tifus.
Mejor se concentró en su trabajo, filmó decenas de películas, lloró en silencio, nunca más se volvió a casar y se dedicó a crear un personaje entrañable: la madre-abuela.
Una tarde, en una tienda, encontró a Rosario, su amiga de la infancia. Ambas tenían 29 años. Así y por casi 60 años cada una cuidó de la otra. Vivieron juntas y Rosario le ayudó a llevar la carrera de actriz, era su secretaria y anfitriona, elegía el vestuario, heredó sus bienes y fueron amigas, hermanas y compañeras.
A los 85 años cayó por una escalera y la cadera le quedó en añicos; en el hospital contrajo neumonía y murió el 21 de noviembre de 1980. Bajó a la tumba al compás de Mi cariñito: “para ella no existe pena que no consuele, mirándole su carita yo veo a Dios”.