Desde aquel día de su infancia, Andrea Vargas ha aprendido a leer las vallas como quien lee un libro, uno que fue escrito con la tinta de sus zapatos, con las marcas de carreras y los saltos sobre obstáculos.
En la pista de Barranquilla, Colombia, el 31 de julio, el libro era completamente diferente. Andrea rascaba el piso, como si con su pie intentara leer en braille lo que la pista le dictaba.
Aquel escenario colombiano no le daba chance de pensar en nada más que automotivarse. “Vamos, vamos, usted puede”, se decía. En su cabeza resonaba el sonido de las campanas de la iglesia de Puriscal, el olor de la lluvia que cae sobre su casa, el ladrido de los perros del jardín de al lado... Pero era hora de correr y no debía pensar en nada más que la meta.
El silbato reventó sus oídos y la explosiva salida la puso rápidamente en el tercer lugar de la carrera, cuando apenas sus pies se alimentaban de los primeros cinco metros. Las cejas fijadas en la meta, como cargadas de ceniza, le dieron un halo de serenidad. El sudor se le acumulaba en los ojos mientras la patria se le revolvía en el interior. Su abdomen depurado, cuadrado, que hace tres años cargó con su hija Avril, era la seña inequívoca de su entrega.
Esa pequeña niña la miraba desde su casa en Puriscal, junto a su padre David, con la abstinencia que le producen los pocos segundos que durará su madre en cruzar la meta. Sin saberlo, Avril entiende lo que es correr. Durante su embarazo, Andrea tan solo estuvo tres meses fuera de las pistas para salvaguardar la vida de su hija.
La niña, ahora de tres años, se emocionaba con su padre ante los gloriosos pocos segundos de felicidad: Andrea corrió 100 metros con vallas en 12 segundos con 90 centésimas. El grito exaltado era inevitable. “¡Ganó mamá!”, vociferó la niña.
Andrea cruzó la línea de meta y tocó territorio inexplorado para Costa Rica durante aquellas justas: el primer lugar en el podio. Ella corrió y corrió para encontrar El Dorado en sus propias zapatillas deportivas.
Una vez vencida la meta, su cabello tocó las rodillas con la sonrisa escondida entre las manos. Andrea estuvo al borde de llorar, con las cámaras asediando sus ojos, pero se contuvo; pensó en su hija Avril, pensó en su esposo, pensó en la niña que miraba el estadio de Puriscal con los ojos de infancia y con las piernas inquietas que han perdurado hasta hoy.
Tal vez su más importante carrera no reunió multitudes en bares , no hizo que personas buscarán una pared para apoyarse al mirar la televisión, pero eso no importa. La carrera que se mira dentro de la televisión es también un sueño dentro de un sueño. Es la espera de años, el beso del aire que indica su primer lugar... Su oro, nuestro oro.
Ahora, en su estadio, en su tierra, Andrea recuerda que es hija de Puriscal, del sudor y de su calma. Su medalla dorada también la bautizó como figura pública, como inmediata promesa que, con tan solo 22 años, tiene el futuro en sus pies y en sus saltos.
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Sabor a oro
Andrea Vargas está sentada en una de las gradas del estadio Luis Ángel Calderón, el recinto deportivo más grande de Puriscal que de paso la parió como atleta. Ella mira el cielo con detenimiento. No hace falta que mire el suelo del estadio; lo conoce demasiado bien.
Toda su vida ha recibido este sol que, en forma lírica, la obliga a cerrar un poco la mirada antes repasar los meses más movidos de su vida.
No debió haber sido sorpresa, pero lo fue: Andrea Vargas fue la única costarricense que participó en las justas centroamericanas y del Caribe del 2018 que se trajo en su equipaje una medalla dorada. Un mes después, también lograría el mismo hito en el Campeonato Iberoamericano realizado en Perú.
El cansancio de Andrea es evidente, pero su horario no muta. Esta mañana volvió a levantarse a las 4 a. m. para entrenar aunque “tanto viaje lo deja a uno cansada”, como asegura entre risas y con las piernas cruzadas, como una niña que empieza a ver un sueño realizarse. “Por dicha han pasado tantas cosas y he podido ir a competir a tantos lugares, pero me hace feliz estar aquí de vuelta. Sigo entrenando, pero competir da algo diferente que uno agradece cuando regresa a Puriscal, que es mi casa”.
Andrea y Puriscal son uno mismo tanto en sus recuerdos como en su presente. Las imágenes del pasado se cruzan cuando ella procura entender todo lo que le sucede. Ella no quiere sentirse como una excepción, a pesar de que lo es. Muchos han pasado por este estadio puriscaleño y han encontrado aquí el inicio y el fin de sus sueños.
“El estadio es muy importante para mí porque vine por primera vez cuando tenía un año. Yo siempre he sido muy hiperactiva, así que se me ponían los ojos brillosos cuando venía aquí y podía correr. Terminó siendo como una profecía de que acabaría en el atletismo”, dice la atleta.
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Andrea conoció la plaza deportiva en sus primeros años de vida, cuando venía a “jugar la anda” con su hermano y hermana de ahora 20 y 18 años, respectivamente.
Eran tardes de sol interminable, de risas prolongadas y energías memorables. Cuando regresaba a casa su padre Juan Manuel –un exjugador de fútbol de los noventa– se sorprendía que la batería de Andrea aún estaba por la mitad.
“Los profesores del kínder llegaban a contarnos que Andrea se ponía a hacer carreras con los compañeritos”, recuerda su padre, “y siempre les ganaba con mucha facilidad. Cuando supimos, Andrea empezó a correr contra los de la escuela y aún así les ganaba. Sabíamos que había algo especial con ella y había que aprovecharlo”.
Andrea tenía solo cinco años cuando corrió su primera competencia. Su padre la inscribió en una carrera del sindicato del Banco Nacional –donde él trabajaba– y la llevó a competir sin un solo entrenamiento previo.
“Llegué a mi primera carrera sin saber cómo se hacía la salida”, rememora Andrea, “porque nada más me explicaron que cuando escuchara un sonido corriera. Me dijeron hasta dónde tenía que llegar y de pura sorpresa quedé de segunda. Lo único que pasó fue que, en vez de asustarme, me dieron más ganas de entrenar”.
Tres años después, Andrea soñó por primera ocasión con ser campeona mundial. Desgastaba las zapatillas deportivas en tan solo un par de semanas y necesitaba dividir sus días adolescentes con entrenamientos a las cuatro de la madrugada y las siete de la noche, intercalados por sus horas colegiales. “Su recorrido era de la casa al estadio, de la escuela al estadio y de nuevo a la casa”, hace memoria su madre Dixiana.
Su padre, convencido de su talento, le construyó unas vallas con tubos de PVC para sus entrenamientos en el estadio. “Hubiera sido imposible haberme formado. Yo sabía que lo mío era saltar y no tenía cómo”, explica Andrea señalando la desértica pista del estadio.
El bautizo en competencias ocurrió en el 2011, cuando Andrea participó en sus primeros Juegos Centroamericanos Junior en El Salvador. En esa oportunidad, una entrenadora emergente nació para quedarse: su madre Dixiana. “Tuve una experiencia más o menos mala porque con las pruebas técnicas y de velocidad necesitaba instrucciones por parte del entrenador, al menos con los saltos. Mi entrenador no pudo viajar, así que mi mamá me ayudó y se convirtió en mi entrenadora”, recuerda.
“Yo como madre me sentía mal de no poder ayudarla, así que me puse a estudiar. Aún así, yo no puedo dejar de ser su madre para convertirme en su entrenadora. Yo llego a los entrenamientos pensando en su bienestar, en motivarla y decirle que las marcas de los otros competidores son solo números. Ella las puede romper”, confiesa Dixiana.
“Yo tengo un apego muy grande con mi mamá”, precisa Andrea, “y abrir todo este camino con ella es algo muy bonito, porque también me recuerda a mi casa, me recuerda todo mi crecimiento”, dice Andrea con la mirada fija, nuevamente, en el estadio.
Andrea no quiere que su año se acabe. “Ha sido el mejor de mi carrera”, sentencia, pero las ansías mueven sus pies.
Su meta es muy clara: clasificar a Juegos Olímpicos y ganar. Tokio 2020 resuena en su cabeza, en sus zapatillas deportivas y en sus ojos .Ella no carga con poses ni pretensiones; solo lleva el sol de Puriscal en su mirada.