En el último siglo, la ciencia y la tecnología nos han permitido acceder a niveles de vida material incomparablemente superiores a los conocidos por todas las generaciones humanas anteriores. Muy especialmente, en los últimos 30 años hemos asistido a la mayor reducción en la proporción de seres humanos en condición de extrema pobreza en toda la historia de la humanidad.
En nuestro ámbito más cercano, los estándares de higiene que posibilitan la disponibilidad de agua potable y de servicios sanitarios, así como el acceso universal a servicios de salud, han contribuido sustancialmente a mejorar no solo nuestra expectativa de vida, sino las condiciones de esta. La electricidad nos ha permitido extender nuestros períodos de actividad, poder preservar y cocinar mejor los alimentos, así como tener acceso a la información y al esparcimiento en el propio hogar. La mejor educación y nuestra mayor conexión con el mundo nos han provisto de mejores y más satisfactorios trabajos, así como de superiores condiciones laborales y de ingreso. Los avances en el transporte y la digitalización nos han permitido acceder a bienes materiales y culturales impensables en el término de hace tan solo una generación. Y, finalmente, los desarrollos vinculados a la comunicación han encogido el mundo y nos lo han puesto a nuestro alcance con solo apretar un botón.
Todo esto, en conjunto, ha hecho que grandes segmentos de población, que no todos, vivamos hoy en día ajenos a ciertos tipos de problemas, y que situaciones o carencias que antes suscitaban hondas preocupaciones, arduos trabajos y mucho dolor, sean ahora o bien inexistentes o bien triviales, y de fácil solución.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, parecemos estar extrapolado esta tendencia al progreso y al bienestar material, y la estamos queriendo llevar a la vida en general, convirtiéndola casi en un mandato bíblico. La felicidad se ha puesto de moda. Ha pasado de ser un desideratum en la vida de todos (cuya búsqueda aparece recogida, como un derecho, en la constitución de los EE.UU. de América, por ejemplo) a convertirse en un termómetro para medir el bienestar de los países (índice según el cual los ticos ya vivimos en uno de los mejores países del mundo, aunque este año nos parezca nuestro annus horribilis). Y ahora, finalmente, la felicidad amenaza con convertirse en una obligación.
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El mundo de la comunicación, la publicidad y, más recientemente, las redes sociales (especialmente aquellas cuyo contenido está fuertemente vinculado a la imagen), nos venden, machaconamente y sin tregua, la imagen de un “mundo feliz”, en el que, paradójicamente, exhibimos precisamente todo aquello que la evidencia señala como no conducente a la felicidad. Pero mostramos, y nos demostramos, a todas horas, lo felices que somos con nuestros esbeltos cuerpos y nuestras blancas sonrisas; con nuestras comidas saludables y multiculturales; con nuestras bebidas sofisticadas y artesanales; con nuestros implementos deportivos a la moda y nuestros juguetes cool; con nuestras flamantes oficinas y nuestros pomposos títulos; con los idílicos paisajes de destinos lejanos; con nuestras maravillosas parejas y nuestras no menos maravillosas mascotas; con, en suma, nuestra felicidad prèt-a-porter.
Y en esta especie de delirio colectivo, hemos llegado a extrapolar el derecho individual a la búsqueda de la felicidad y querer convertirlo en el derecho universal a la felicidad. Pero no un derecho entendido como una cualidad facultativa, sino como un merecimiento irrestricto, cuya garantía de cumplimiento recae sobre terceros. Y nos estamos convirtiendo así en unos seres quejosos y llorones, molestos e indignados por todo, pero involucrados con nada.
Y queremos que alguien nos ponga a salvo, pero ya, de lo que estimamos son injusticias cósmicas, que no deberían ocurrirnos a nosotros. Y queremos que nuestros potenciales pretendientes no sean tan faltos de compromiso. Y poder salir a caminar a cualquier hora, y por cualquier lugar, sin que nos asalten. Y que los políticos no sean tan corruptos. Y que nuestros patronos reconozcan nuestras infinitas cualidades. Y que el universo entero aplauda nuestros más nimios esfuerzos. Y que se satisfagan raudos nuestros más triviales caprichos. Y vivir en la Suiza que todos nos merecemos.
Pero la felicidad nunca ha sido así, pues, salvo en muy excepcionales casos (como el del monje budista francés Matthieu Ricard), jamás ha sido para los mortales un estado permanente e inalterable, sino una condición más o menos transitoria, con un alto componente situacional. Y tampoco es así la vida, pues, aunque hayamos logrado exorcizar muchos antiguos demonios, seguimos expuestos a la frustración, al dolor, al sufrimiento y a la decadencia inevitables de un ser biológico. Nunca nadie dijo que la vida fuera fácil. Y nadie está exento de un día de lluvia. Por eso, abrazando nuestra fragilidad y nuestra caducidad, debemos seguir dando la pelea por cambiar aquello que aún nos duele, pero sin demandar de la vida aquello que ni nos debe ni tiene por qué darnos.