Cada mañana, Clara tomaba un bollito de pan, le untaba mantequilla y se lo guardaba a su padre en la gaveta de la cocina. La menor de cinco hermanas adoraba a su papá, y él chochaba por ella. Cumiche, sonriente y pizpireta, Clara caminaba diariamente a la escuela con bulto, lonchera y un beso de su héroe estampado en la mejilla, hasta el día en que el hombre salió de la casa, dizque rumbo al trabajo, para no volver…
Duelen las ausencias. No hay quien no las sufra. Pero escuecen las separaciones que ocurren sin explicación. Que lo digan las madres caminantes de los jueves a las tres y media de la tarde en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, Argentina. Desfilan con las fotografías de sus hijos y sus cabezas cubiertas con pañuelos blancos, símbolos de la esperanza, aún ahora, tantos años después, tras la huella indeleble de la dictadura.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. En la ternura de sus ocho años, Clara intuía la dimensión de esa frase que conocía de oídas, pronunciada en boca de otras personas en tantísimas oportunidades. Por eso, desde el día siguiente de la sorpresiva ausencia de su papá, no dejaba de alistarle el bollito de pan, con el callado anhelo de que cuando él regresara, le estamparía otra vez un beso en su mejilla, su padre comería el pan agradecido y ambos volverían a ser cómplices.
Pero, está de Dios que cada cabeza es un mundo y que muchos adultos toman decisiones, sin medir realmente las consecuencias. Porque el tiempo transcurre inexorablemente, la vida abre paréntesis, heridas y vacíos perennes, mientras que otros espacios se van llenando, como la gaveta de la cocina en la casa de Clara, atiborrada de bollitos de pan, uno por cada fecha del calendario. Hasta que llegó el momento en que la madre, persuadida por sus otras hijas, aprovechó que la niña estaba en la escuela y decidió vaciar y limpiar la gaveta de la cocina donde, simplemente, no cabía un bollito más.
Clara regresó de clases, almorzó, miró un rato la televisión y se dedicó a sus deberes de estudiante. Se distrajo a media tarde en el corredor con sus amigas del barrio y, entrada la noche, antes de dormir, abrió el librito del catecismo, repasó algunas oraciones, juntó sus manitas, rogó a su Ángel de la Guarda que le hiciera el milagro que tardaba en llegar; observó y besó la fotografía de su papá, apagó la lámpara de la mesa de noche, abrazó a su osito de peluche… Y se dispuso a dormir.
Al día siguiente, después del desayuno, como acostumbraba desde hacía poco más de un mes, Clara tomó otro bollito de pan, lo partió con suavidad, le untó mantequilla y abrió la gaveta de la cocina para descubrir, con horror, que alguien la había vaciado. Montó en cólera. Inquirió con la mirada a su madre y a sus hermanas, volvió a la gaveta, la abrió y la cerró otra vez para comprobar que, de veras, ya no había nada. Ahogada en lágrimas, Clara se liberó como pudo del nudo que le atoraba la garganta y, antes de respirar, no sin dificultad, alcanzó a balbucear: “¡¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?!”
Todas las ausencias duelen. No hay quien no las sufra. Pero las que verdaderamente escuecen, ocurren sin explicación...