Esa mañana no tenía nada fuera de lo común. Al menos así parecía.
Mi mamá, mi papá y yo estábamos en el amplio corredor de la pulpería conversando no recuerdo de qué. Eran pasaditas las 7:30 de la mañana.
— Qué raro, Carlos, viste que de repente el día se está poniendo muy oscuro, dijo mami.
— Mirá, es cierto, y la madera tiembla y el portoncillo traquea, agregó papi.
— ¿No será que estalló el Arenal?, expresó ella.
— Ah, mujer, solo a vos se te ocurre. ¡El Arenal?
Además, se escuchaba un ruido ronco, prolongado, similar al de la turbina de un jet… que no avanzaba. Provenía de algo que estaba detenido.
Mi mamá no se quedó con abejón en el buche, como se dice popularmente. Entró a la pulpería que mi papá y un hermano tenían, y se dirigió al teléfono de manigueta por medio del cual se enviaban y recibían telegramas hacia y desde pueblos cercanos como Arenal, Tronadora, El Silencio y, un poquito más allá, Tilarán.
Vivíamos en Venado, un pueblito de campesinos, propietarios de fincas y peones, donde la actividad económica principal –y única- era la ganadería de leche y engorde. Estaba adscrito al cantón de Grecia; hoy es parte de San Carlos.
El caballo era el “carro” de todo el mundo. La única forma de salir rápidamente era por avioneta hacia Ciudad Quesada, Arenal (hoy sumergido bajo el lago homónimo) o Cañas. A lomo de bestia era posible llegar a Arenal para tomar un carro o la cazadora hacia Tilarán.
— Carlos, venga, convénzase, manifestó, retadora y con aire victorioso, mi mamá, Maravelí. ¡El Arenal está haciendo erupción!
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A papi no le quedó más remedio que rendirse ante la evidencia: mensajes de auxilio, de relatos de lo que se estaba viviendo, de consternación y confusión saturaban el teléfono.
Yo, de 9 años, lo primero que pensé fue en mi satisfacción de que ese lunes 29 de julio de 1968 no tendría que ir a clases por la tarde a la escuela bidocente de Entre Ríos. Pero no fue solo ese día pues el resto de la semana el Arenal siguió demostrando, con toda su furia, que sí era un volcán.
Ah, porque si bien en los libros de la escuela y en los mapas aparecía identificado como volcán Arenal, entre quienes vivían a sus alrededores simplemente era el “cerro”. A veces, cuando alguien lo llamaba volcán, hasta se exponía a la burla.
Vecino encolerizado
El Arenal era un vecino más para nosotros. Desde una ventana de la cocina de mi casa se divisaba su cono perfecto, a veces completamente cuando ninguna nube se plantaba sobre él.
A mí, siempre fiebre por los Estudios Sociales, me costaba creer que ese coloso estuviera ahora haciendo una demostración de fuerza y poder destructivo. Apenas siete meses antes, en diciembre de 1967, acompañando a mi mamá en misión de “Niño Dios” a Ciudad Quesada, lo había visto: imponente, hermoso y totalmente verde, desde la ventanilla de la Cessna que pilotaba Antonio Toño Espinoza. ¿Cómo imaginar que debajo de tanta belleza se escondía un volcán tan potente!
En cuestión de minutos, aquel lunes, el día dio paso a la “noche”. Todo se trastornó: el trabajo en el campo se paralizó, las gallinas buscaron el gallinero y Simbo, el perro de mi tío Fabio, tenía miedo, como muchos en Venado.
En mi comunidad, donde los dos maestros eran los más instruidos, entender lo que estaba pasando no era fácil. Muchos temían que Venado fuese alcanzado por la ceniza, arena y el fuego que presenciábamos, impotentes, incrédulos y extasiados. Ni qué decir que no quedó santo que no bajaran del cielo.
Pero no. Fuimos privilegiados. Por su posición respecto al coloso, aproximadamente a 12 kilómetros al norte, en línea recta, estábamos a salvo. El Arenal explotó por el costado oeste, abriendo un cráter por donde empezó a arrojar material piroclástico y lava. El viento llevaba la ceniza y la arena hacia Arenal, Tronadora, Mata de Caña, Tilarán, Cañas y Liberia, e incluso al golfo de Nicoya.
Aparte de la sorpresa de ese lunes tan diferente, guardo otro recuerdo muy especial: el martes 30 de julio, despuesito de la una de la tarde, de nuevo comenzó a levantarse otro hongo negro del Arenal. Otra vez “noche”, otra vez temor y expectativa.
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Pero lo que ocurrió esa tarde, según mi recuerdo de chiquillo, fue… (¡caramba, me cuesta encontrar un adjetivo adecuado!) ¡brutal!, digamos. Como si lo hecho por el “cerro” la víspera no hubiera sido suficiente para alardear con su poderío, lo que presencié ese día me lleva a afirmar que nunca he visto una demostración de tanta fuerza de la naturaleza.
La nube negrísima era iluminada por el fuego al rojo vivo y los chispazos de, posiblemente, choques entre las rocas ígneas. La tierra temblaba y el ruido era ensordecedor. Algo así como seis horas duró el “espectáculo”.
Los siguientes días, nuestro vecino siguió malhumorado, pero poco a poco fue moderando el berrinche.
El Arenal cambió la fisonomía en un radio de 15 kilómetros cuadrados. Pueblo Nuevo y Tabacón, los dos pueblitos más cercanos a la mole, recibieron de lleno la descarga y desaparecieron del mapa, literalmente.
Pocos años después, la construcción del proyecto hidroeléctrico de Arenal terminó de modificar el paisaje. En cuestión de una década, mucho de lo que habíamos conocido ya no era igual.
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