En la lúgubre celda de un hospital militar, el joven Sebastián custodia al prisionero Rafael Rodríguez Rapún. Corre el año 1937 y la Guerra Civil española se encuentra en su apogeo. Un malherido Rafael está a la espera de un juicio sumario en el que se determinará si vive o muere. Durante ese forzado encierro, los enemigos descubren intereses y visiones compartidas. La reconciliación emerge como posibilidad.
Bajo la dirección de Nina Reglero, el conflicto de los dos hombres se extiende a todas las capas formales del espectáculo, sobre todo a los ámbitos de la luz y el espacio. El escenario aparece casi desprovisto de menaje. Apenas un colchón y un banquito son necesarios para delimitar el universo personal de los protagonistas: uno que convalece y el otro que acecha vigilante.
Los elementos escenográficos se convierten así en pequeñas trincheras de las que Rafael y Sebastián salen y regresan para confrontarse o pactar breves treguas. Estos desplazamientos no son gratuitos, sino que responden a trayectos previstos por el esquema de luz. La contigüidad de zonas densamente iluminadas con sectores sumidos en la penumbra obliga a los personajes a transitar entre luces y sombras.
En esa dinámica se expresa la idea de dos seres ambivalentes, atravesados, también, por luces y sombras. Esta operación equipara a Rafael y Sebastián, al eliminar cualquier perspectiva tendiente a reducir el conflicto dramático a un asunto de víctimas y victimarios. Además, nos propone sujetos capaces de reconocerse en sus afinidades más que en sus desencuentros políticos.
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Este giro de carácter humanista trasciende el contexto histórico español y se vuelve un manifiesto de validez universal. Lo que a fin de cuentas suma las voluntades de ambos hombres es el rescate y salvaguarda de un importante legado artístico cuyo paradero solo Rafael conoce. En este punto, el montaje sugiere el potencial del arte como vivencia capaz de acercar y poner en diálogo los disensos.
El trabajo de José Montero (Rafael) y Michael Dionisio Morales (Sebastián) podría ubicarse en ese territorio interpretativo que la investigadora Patricia Cardona llama “la agresión ritualizada”. Los cuerpos de los actores permanecen alertas para atacar o huir según sea el caso. La tensión que construyen nunca decae y, por eso mismo, el público está siempre a la espera de un desenlace violento.
Los diseños visuales de Carlos Nuevo Ferrero se proyectan, de manera cenital, sobre Rafael. La estrategia adjetiva al personaje, resaltando su condición de recluso o de sujeto doliente. El problema de las imágenes fue que no pudieron apreciarse en su totalidad, por la disposición de las butacas respecto del escenario. Quienes estuvimos atrás tuvimos mayor suerte y, aún así, la visual no era la óptima.
El nombre de Rafael Rodríguez Rapún (1912-37) ha llegado hasta nuestros días por haber sido amigo, amante y cercano colaborador de Federico García Lorca. A pesar de ello, La piedra oscura le hace justicia a su memoria al ubicarlo en el meollo de este drama, con voz y ética propias. Qué mejor destino para alguien que, por la feliz culpa de las pasiones, terminó amando el teatro.
Ficha artística:
Dirección: Nina Reglero.
Dramaturgia: Alberto Conejero.
Actuación: José Montero Peña (Rafael Rodríguez Rapún), Michael Dionisio Morales (Sebastián).
Espacio escénico: Carlos Nuevo Ferrero.
Producción Ejecutiva – Costa Rica: José Montero Peña.
Producción Ejecutiva – España: Jacinto Gómez.
Asistente de producción: Mariana Ramírez.
Gestión de públicos: Sylvia Sossa Robles.
Creación audiovisual: Carlos Nuevo Ferrero.
Técnico de sonido: Esteban Alfaro Moscoso.
Técnico de iluminación: Susan Vargas.
Espacio: Teatro de la Facultad de Artes (UCR).
Fecha: 23 de septiembre de 2018.